Soy
algo propenso a quejarme de lo ingrato de un desempeño profesional que ejercí
durante cerca de 40 años y que consistía, al principio, en inculcar a seres humanos
en crecimiento sus primeras cifras y sus primeras letras y, más tarde, consistió
en tenerlos entretenidos en una guardería, para que sus padres pudieran ir a
trabajar, con el fin de pagar los plazos del coche y de la hipoteca. Ambos
trabajos eran muy duros y tenían pocas compensaciones. “España va bien, España
va bien”, decían, y nosotros con el salario más congelado que el moco de un
pingüino; en cambio, cuando llegó la crisis, vimos nuestro sueldo reducido y
gracias (y a callar), porque como encima teníamos un trabajo seguro…
El
caso es que sí había alguna compensación después de todo. Esta mañana he estado
haciendo limpieza y tirando documentación obsoleta (acreditaciones de
asistencia a cursillos de actualización y formación y chorradas por el estilo),
cuando me he topado con esta pequeña maravilla que acabo de escanear. Data de finales de
los setenta o comienzos de los ochenta, yo estaba destinado en L’Hospitalet
como maestro de un grupo de chiquillos, entonces no había especialistas (solo
el de catalán) y nos tocaba dar todas las materias, hasta la Educación Física
(o “gimnasia”, como se llamaba antaño). Un chavalito de tercero, al que recuerdo muy
vagamente, me hizo en clase de dibujo este “retrato” y me lo regaló. El
chavalito debe de andar ahora por los cuarenta años y a mí se me ha caído de
una vieja carpeta este regalo que, ni más ni menos, me ha alegrado el día.
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