jueves, 31 de agosto de 2017

Retrospectiva Del Calor

Intento salvaguardar la paz pegajosa y canicular del férreo agosto, rehuyendo la toxicidad implacable de la prensa, la radio y las cadenas de la telebasura política, enterándome lo menos posible de la que está por caer en el próximo otoño, en suma, imitando al modélico avestruz en el que nos hemos convertido los indiferenciados individuos de las masas que en éste país atiborran las playas y abarrotan montañas y valles, en busca de una brizna de frescor, del que tan avaro es el verano por estos abrasados pagos.

Me resisto a contar cómo es el verano en Monzón, haría falta un talento comparable al de El Bosco para hacer una descripción de lo que es una versión tan nítida, tan inequívoca, del infierno trasladado, o mejor materializado, de forma tan contundente y precisa en un rincón tan infausto de nuestro planeta, aquél donde pega el sol con toda su mala hostia.




Escribo esto cuando ya ha quedado atrás una atroz ola de calor, la segunda en lo que llevamos de este verano de 2017. Rememoro el sudor que se escurre como una catarata desde cada uno de mis maltrechos poros: no puedo calcular con exactitud el último momento en el que mi piel estuvo seca por última vez, aunque seguro que hace más de tres semanas, es un milagro que no esté cubierta de musgo.




El verano tiene su comienzo oficial en Monzón y toda su jodida latitud el 21 de junio, aunque esta temporada se ha adelantado a su habitual desencadenamiento, con una saña que nos ha dado pábulo a maldiciones y blasfemias suficientes para ganarnos este ferocísimo infierno, así es la voluntad divina.




Durante más o menos tres meses, somos obsequiados con unos rayos solares que podrían derretir el vidrio de los escaparates, hacer que se secaran los cactus del desierto de Sonora que hubieran trasplantado aquí por error, o poner el asfalto en ebullición, pero eso no es lo peor. Lo peor es la continuidad del calor en el aire de día, de noche, de madrugada, la temperatura bajará en muy raras ocasiones de los 30 grados en los cubículos de cemento que habitan nuestros malolientes cuerpos y nuestros atufados espíritus. La otra noche, a las dos de la madrugada el termómetro exterior de una estación meteorológica de supermercado que tengo, marcaba 33 grados cuando me fui a dormir cocido en mi propio caldo. Lo peor es esta cocción nocturna, adobados con las rachas del aliento pestilente del dragón que entran por la ventana abierta, si la cierras es aún peor.




Aunque no hay mal que por bien no venga: al cerrarla, se amortigua un poco el ruidoso pandemónium que los jovenzuelos del pueblo convocan noche tras noche en la plaza que tengo enfrente de casa, un poco de botellón, un poco de piruetas motorizadas, algunas briznas de la hierba de la risa, aullidos hormonales, golpes en el mobiliario urbano, en fin, lo de siempre; a las tres o las cuatro de la mañana se cansan de su pequeño aquelarre cotidiano y se van. Tengo la fantasía de que van a rondar frente al balcón del concejal de juventud, cultura y deporte y, confortado con ella, cierro los ojos y consigo dormirme un rato.




Por la mañana te tienes que levantar tempranísimo para salir a caminar un poco. Incluso a las 8, la sombra en la chopera dista bastante de ser fresca. No sólo el camino, sino todo en derredor tiene un aspecto requemado, seco y polvoriento. El olor es como el de un mar fétido y putrefacto que se cobijara a dos o tres metros por debajo del nivel del suelo y filtrara a través de él sus mefíticos efluvios en una calima densa, ponzoñosa y maloliente.




Yo no sé si esto es el calentamiento global o toda la vida nos hemos jodido de calor en verano, de todas formas, la mayor parte de los ecologistas que conozco tienen el aire acondicionado a todo trapo y no comparten conmigo esta experiencia de bochorno incandescente que me asedia y atonta.


Todos los días están consagrados a un deseo: que llegue el final de septiembre y, con las lluvias torrenciales, refresque un poco.


Aunque estas últimas fechas, Luzbel nos ha dado un respiro poniendo las calderas al ralentí y cerrando la bocana del averno: él sabe que de todas formas volverá a adueñarse de nuestros pecadores despojos, de nuestros inanes cuerpos y de nuestras patéticas almas.






martes, 22 de agosto de 2017

Carmageddon En Barcelona

He leído en algún sitio que se acaban de cumplir 20 años del lanzamiento de este popular videojuego, que está resultando una inagotable fuente de inspiración para un número preocupantemente elevado de imamporreros, islamotarados y musulmajaderos que, sin estar provistos en sus miserables existencias de otra cualidad que la capacidad de ocasionar entre el resto de los seres humanos el mayor daño, dolor y destrozo posible, ven facilitado su funesto propósito por la palmaria incapacidad de autoridades, la soñolienta decadencia de instituciones y la alegre y confiada ciudadanía, sin otra aspiración ni responsabilidad que pasarlo bien.

Carmageddon es una fantasía, hecha macabra realidad varias veces recientemente, en plan autos de fe, no sé si se pilla el juego de palabras antirreligioso. Lo deliciosamente siniestro del asunto es que probablemente alguna de las víctimas jugaría, en su momento, al popular juego en el que el atropello de peatones indefensos daba puntos extra. Pobres, pobres de nosotros, con nuestras fantasías más aterradoras puestas en manos de los que peor nos quieren.



Desde luego que salir de la inanidad en esta atroz guerra, que nos ha sido declarada al conjunto de la población de Europa Occidental por aún no sabemos bien quién, nos llevará algún tiempo y es fácil parlotear sobre estos ataques indiscriminados y horrorosos (como yo estoy haciendo), evidentemente una cosa es experimentar el dolor, el horror, el pánico y la repulsa, y otra muy diferente tener la menor idea de cómo atajar o precaver estas dantescas matanzas con las que los chicos del Corán nos están obsequiando de unos pocos años a esta parte. Fíjate, ni siquiera las autoridades se sienten responsables de no tener la menor idea al respecto: incluso aunque la alcaldesa de la indefensa ciudad atacada por la horda islamista, hubiera atendido a las indicaciones del ministerio del interior y hubiera sido capaz de descifrar la recomendación de poner barreras físicas en el acceso al circuito de la muerte, podría no haber servido de nada. Simplemente no puedes detener a todos aquellos que te quieren mal y están dispuestos a hacerte daño sólo porque sí: siempre encontrarán la manera de saltarse los bolardos, proveerse de explosivos, o rajar a atemorizados transeúntes. Siempre que su intención sea esa y sólo esa, no pueden fallar.



He tardado unos días tras esta exhibición de atrocidades en acertar a expresar una opinión, en primer lugar porque ni es valiosa ni nadie me la ha pedido; en segundo lugar porque no quería darla en caliente, donde lo único que alcanzo a barbotar son palabrotas y preposiciones y, en tercer lugar, porque quería disponer de una información lo más contrastada posible, cosa que, a bote pronto los actuales medios de comunicación imposibilitan, ya que las primeras cuarenta y ocho horas son de ruido y furia, accediéndose muy poco a poco a las noticias propiamente dichas, cuando la parroquia empieza a estar saturada del asunto y ya no le presta la menor atención.


A mí, una vez pasados el espanto y la conmoción, lo que más me sorprende es ese “¡no tenim por!” No tenemos miedo, coreado por la peña para darse ánimos. ¿Que no tenéis miedo? Pues yo me cago por la pata abajo: en primer lugar, no sabes quién te golpea, ni cuándo repetirá, ni dónde le vendrá bien, ni por qué o por qué no estas señalado, ni qué emplearán para liquidarte y no tienes ni refugio antiaéreo ni sirenas de alarma, bueno, te queda el consuelo de que peor y mucho más peligroso era la peste negra, los campos de exterminio nazis, o ser residente en Hiroshima en agosto de 1945. El que no se consuela es porque no quiere.



En esta inanidad, consustancial a la vida posmoderna, el único recurso que nos queda es ampararnos en las estadísticas del horror, la mutilación y el sufrimiento (es poco probable que nos toque a nosotros o a los seres cercanos, de hecho es mucho más probable que nos alcance un accidente de tráfico, aunque en este caso ayuda bastante la prudencia, virtud que en el supuesto anterior no sirve para nada), nos queda también quizá, tocar madera y meter la cabeza entre las rodillas, pero miedo vamos a pasar un rato, por eso lo llaman terrorismo, ¿no? valga la redundancia.


De todos los efectos atroces que la cosa puede tener, el sumergirnos en una marea de desconfianza e incertidumbre (más alla de las inherentes al mundo que disfrutamos), la eventual pérdida de libertades y garantías, o el que nos toque otro Zapatero y vuelva a bajar el sueldo de los funcionarios, o peor aún, que repunten con fuerza alternativas autoritarias, fascistas o xenófobas, de todas las secuelas como digo, la que a mí primero me alcanza y me molesta de lo lindo es soportar a los quintacolumnistas que, sin saber todavía quién es el enemigo, ya lo defienden, encaminando todos sus esfuerzos a demostrarnos que la culpa la tenemos nosotros, es decir, que los agresores somos nosotros o, por concretar esta vez, la pobre gente que falleció atropellada en las Ramblas y que, entre otros muchísimos agravios, eran responsables de... Yo qué sé... no haber velado por la decencia de sus mujeres, no haber puesto fin al conflicto sirio, haber desencadenado el cambio climático, haber depuesto y ejecutado a Gadafi y a Sadam Husein, no haberse implicado con la causa palestina, haber esquilmado los recursos de los países pobres (evitándoles disponer de su propia flota de furgonetas), o haber participado en la expansión de un turismo “depredador, elitista y masivo” (según denunció la CUP).



Pobre, pobre gente, atropellada dos veces.

martes, 15 de agosto de 2017

Franco Battiato - Orizzonti Perduti

En 1985 aún se publicaban en este país una pléyade de revistas musicales de cierta difusión, que los aficionados a los géneros pop, rock y similares, devorábamos, de la primera a la última página, con avidez. En una de esas revistas (¿”Vibraciones”, tal vez?) tuve primera noticia del que se iba a convertir en mi cantautor quinquenal favorito, desbancando a los anglosajones de toda la vida... 

Franco Battiato acababa de publicar en nuestros lares un disco ¡cantando en castellano! vaya ocurrencia extravagante, ya que en tal época cantar en extranjero daba, automáticamente, más prestigio, incluso aunque fuera en italiano, como hubiera sido el caso. El álbum se llamaba “Ecos de danzas sufí”, lo compré en vinilo y lo puse en el plato, vuelta y vuelta, hasta que me lo aprendí de memoria.

Lo cierto es que tuve tiempo de sobra, porque la discografía del siciliano éste empezó a llegar con cuentagotas, pese a que el hombre había alcanzado una popularidad notable: el tema “Centro de gravedad permanente” se llegó a oír hasta en las verbenas de los pueblos en fiestas. Nada en su producción posterior alcanzaría una cima semejante, aunque los que nos habíamos enamorado de su música le fuimos fieles durante décadas de altibajos, incluyendo algún que otro chasco.



La portada del disco

Pues ésta es la nota característica del cantante italiano: una denodada irregularidad, en cualquiera de sus discos suenan las músicas de las esferas, juntas (o revueltas) con las tonadillas más insulsas. Grabación tras grabación, hallamos un par de diamantes, varias perlas y uno o dos cascotes.


Los detractores de su genio lo tildan de cargante, pretencioso, pedantesco y kitsch. Y yo me inclino a darles la razón de forma superficial para llegar al fondo del asunto, donde estos caracteres se vuelven del revés, como un calcetín, para mostrar tales etiquetados convertidos en raras y poderosas virtudes, en méritos líricos y musicales incuestionables. Las letras están llenas de aforismos y citas cultas y saltan de la sátira a la metafísica, de lo sarcástico a lo trascendente, de lo íntimo a lo universal con una vivacidad que burla cualquier rigor. Una voz templada e inconfundible, asentada en la mejor tradición de la música ligera italiana, sobrevuela en un registro agudo y contenido unos arreglos siempre muy esquemáticos y de marcado tinte electrónico tan pasado de moda, que su atractivo se renueva por el otro extremo. Ya está. La magia funciona casi siempre.




Sus discos, entre 1979 y 1988 son, prácticamente todos, una yuxtaposición de delicias puras. A partir de los 90, reaparecen los momentos de esplendor más aislados y su popularidad se refugia en los incondicionales, entre los que me cuento. He visto su directo dos veces memorables en Barcelona (en la Plaza de la Catedral y en la nave de Zeleste, en ambas ocasiones le acompañó un notable éxito y a mí se me hizo el culo agua de limón).



Battiato en 2012. Tempus fugit

“Orizzonti Perduti”, he seleccionado este disco por tres motivos:

 1. Es muy representativo, para bien y para mal, de los modos y maneras del artista, si acaso trata temas más cotidianos, sociológicos y domésticos, que me son más accesibles e interesantes.
 2. En su publicación (1983), pasó más desapercibido que otros y no tuvo muy buenas críticas; como esto me parece injusto, me remito a sus temas más logrados: La stagione dell'amore, Un'altra vita, o Gente in progresso (esta última, sobrecogedora) y me doy cuenta de que, en esta ocasión, las canciones tienen un punto más de nostalgia, una melancolía insondable, una serena búsqueda de trascendencia. Y, como siempre, hay algún corte flojo hasta lo desconcertante (La música è stanca), uno de ocho, los discos de Battiato son siempre cicateramente breves.
 3. Sólo una de las canciones tiene versión española (La estación de los amores). Encuentro loable el intento de Battiato de cantar en castellano, a veces incluso de forma improvisada, con la letra anotada en un papelito, pero a mí me gusta mucho más el timbre de sus temas en italiano y prefiero no haber oído una versión (apresurada) en español.

Descárgate el disco con un clic aquí:

Franco Battiato - Orizzonti Perduti


O, si solo tienes tiempo para paladear un tema, te recomiendo éste mismo:

UN’ALTRA VITA

Certe notti per dormire mi metto a leggere,
e invece avrei bisogno di attimi di silenzio.
Certe volte anche con te, e sai che ti voglio bene,
mi arrabbio inutilmente senza una vera ragione.
Sulle strade al mattino il troppo traffico mi sfianca;
mi innervosiscono i semafori e gli stop, e la sera ritorno con malesseri speciali.
Non servono tranquillanti o terapie
ci vuole un'altra vita.
Su divani, abbandonati a telecomandi in mano
storie di sottofondo, Dallas e i Ricchi Piangono.
Sulle strade la terza linea del metrò che avanza,
e macchine parcheggiate in tripla fila,
e la sera ritorno con la noia e la stanchezza.
Non servono più eccitanti o ideologie
ci vuole un'altra vita. 




(Para llevarme la contraria y aprovechando que carezco de un conocimiento mínimamente sólido del italiano, me invento una apresurada traducción que, mejor, llamaré aproximación: OTRA VIDA. Algunas noches, para dormir, me pongo a leer / y a veces necesitaré momentos de silencio. / En algunas ocasiones, incluso contigo y sabes que te quiero de veras, / me enfado inútilmente, sin una verdadera razón. / En la carretera por las mañanas, el denso tráfico me sofoca, / me enervan los semáforos y las señales de “stop”, / y por las tardes regreso con un malestar especial. / No sirven los tranquilizantes o las terapias / se necesita llevar otra vida. / Abandonados en el sofá, con el mando a distancia en la mano, / historias de los bajos fondos, Dallas y Los ricos también lloran. / En camino la tercera línea del metro que avanza, / y los vehículos aparcados en triple fila, / y por la tarde vuelvo con el aburrimiento y la fatiga. / No sirven más excitantes o ideologías, / se necesita llevar otra vida.)

Y, por si te has quedado con ganas, un concierto de 1992 en el país de las mil y una noches:



miércoles, 9 de agosto de 2017

Noticias Mías

“¡Tendrás noticias mías! ¡Te enviaré a mis abogados!” Así solía despedirse, años ha, un colega bienhumorado, emulando al Marx bienhumorado, es decir, a Groucho. Acabo de constatar, con alarma, que han pasado casi dos meses desde que publiqué la última entrega en esta página desdichada, donde las visitas hubieran caído en picado de haber habido espacio que tal cosa posibilitara. Bien es verdad, sin que sirva de excusa, que mi vetusto ordenador ha necesitado un lifting urgente y ha estado varios días en la clínica. Y yo en el paro, siendo que no me veo capacitado a estas alturas para encontrar alternativas, sea con un tablet, con un móvil o con cualquier otro emisor de señales de humo tecnológicas. Tampoco es que me haya esforzado.

Porque uno llega a una edad en la que la aspiración inconfesada es minimizar las relaciones con los coetáneos que, a sí mismos, se dotan del nombre de amigos. La amistad es una carga llevadera en los años académicos: uno forma parte de un grupillo de afines para alborotar, gamberrear, abusar de los más débiles, o formar un rebaño lo bastante tupido y apretado para defenderse de los más fuertes. Más tarde uno se integra en una pequeña jauría para salir a la caza de los del sexo opuesto con ánimo de conquista sexual, o simple ligue de pasatiempo. Conforme se van consiguiendo los propósitos que propiciaron semejante agrupación, la jauría va menguando con las inevitables defecciones de los que han conseguido liarse. Por fin, uno trata de alcanzar una afinidad en petit comité, para compartir gustos, yo qué sé, comentar libros, música, películas, gastronomía, moda o deportes. Estas relaciones suelen ser más duraderas en el tiempo, pero al final se agotan por el inevitable desgaste de la complicidad, cuando no acaban en una insalvable controversia (“¿Cómo va a ser el cine de los Coen mejor que el de Scorsese?” “Pero ¿aún sigues anclado en Pink Floyd? A mí siempre me parecieron la síntesis perfecta de lo aburrido, lo pretencioso y lo infumable.”)



Conforme van pasando los años, si has alcanzado el privilegio de soportarte a ti mismo, lo más cómodo y saludable acaba siendo minimizar o constreñir las relaciones llamadas de amistad. Y es lo que hacemos todos, al menos en este planeta solitario y polvoriento, en el que las bolsas de plástico asfixian el mar y la resignación asfixia la tierra firme. Yo prefiero soportar a Sibelius, a Borges o incluso a Dostoievski, que a mis amigos de carne y hueso. Tal cosa, durante mi juventud, me resultaba difícil de prever, incluso difícil de imaginar, pero sobreviene y en éstas estamos. Por eso ideé, a modo de preservativo, este malhadado blog. La idea era muy simple, contarles a mis amigos lo que se me pasara por la cabeza, para evitar el temido “¿Qué te cuentas?” que me solían espetar cuando hacía días que no nos veíamos y que me dejaba, indefectiblemente, en blanco.



Y es que, claro, si no acostumbras a practicar la pesca submarina, a subir al Kilimanjaro o a representar a alguna infanta en los tribunales o a algún grupo social desfavorecido en los escraches, tienes que echar mano de tu aventura anímica que es mucho menos interesante y a la que nadie tiene la menor intención de atender. O de tus cada vez más frecuentes y aburridas relaciones con las autodenominadas autoridades sanitarias que, a estas alturas de la existencia, viven de decretar nuestra ruina y sacarle todo el partido posible.



“¿Qué es de tu vida?” Me dispara el amigo en los cada vez más ralos y raros reencuentros, “¿cómo lo llevas?” Y esto me pone en la pista de que no ha leído una sola palabra de las que esa especie de ego náufrago y cargante ha echado en el mar durante las últimas semanas. Pero, por dios, ¿yo qué coño esperaba? ¿Qué me preguntara por el catálogo de puertas rústicas de la provincia? ¿Qué se asombrara de mi preferencia por un poeta tan viejuno como Dámaso Alonso, habiendo poetas que conectan con las inquietudes de los jóvenes y los problemas de nuestro tiempo, como García Montero? Vaya pretensión la mía. Pues no, como dicta la lógica, un simple y mondo “¿qué has hecho últimamente?”


”Nada”, respondo aliviado. Y él me cuenta su más reciente cénit turístico, o los últimos vaivenes de su tensión arterial y sus niveles de azúcar, sus molestias articulares y otras fascinantes aventuras dignas de mi embeleso. Conforme oigo este runrún, acierto a explicarme la carencia de lectores y admito que habría que establecer una edad, no mucho más allá de aquella a la que he accedido superando incluso un cólico miserere, en la que todos los varones fuéramos puestos bajo la tutela de un personal trainer que nos sugiriera, con inflexible delicadeza, la conveniencia de ahorcarnos.



Por nuestro propio bien.