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martes, 16 de enero de 2018

La Televisión. Láminas De Rayos Catódicos

Hace cinco años, yo era un bloguero novato y lleno de entusiasco que, cada dos o tres días, encontraba un pretexto para hacer una apasionada deposición en la red internáutica, con la infundada esperanza de encontrar algún alma gemela despistada que me leyera, me comentara, me diera ánimos o, yo qué sé que cojones esperaba, pero la cruda realidad se impuso y, ahora, casi me alegro de no poder asumir esta tarea.

Cuando publicaba a ese ritmo disparatado departiendo, sobre todo conmigo mismo, de todo lo humano y lo divino, siempre desde un enfoque superficial muy riguroso, me encontraba a menudo sin ideas para una nueva entrada, no como ahora, que me encuentro sin ideas a secas. Uno de mis lectores habituales de entonces, el bajito, no, el otro, me decía:


-Se nota cuando no se te ocurre nada, entonces vas y publicas una entrada de láminas.


Pues así, es amigos, hoy copio de mi entrañable enciclopedia dos láminas, encaminadas a explicar al profano los entresijos técnicos de la televisión. De la televisión de hace medio siglo.


La televisión molaba más cuando era en blanco y negro y había dos cadenas: entonces todos nos tragábamos buena parte de la programación de la 1. Y algunos excéntricos veían la segunda cadena, que entonces se llamaba el UHF, que me cocinen los demonios del infierno si supe nunca el significado de esas siglas. Mientras vivió el Caudillo de los Ejércitos de la Guerra de Liberación Nacional no permitió que hubiera más oferta, en lo que hoy me parece uno de los pocos rasgos acertados de su siniestra férula: como todos veíamos la misma programación, al día siguiente habia tema de conversación en el trabajo, en el instituto, en el vecindario, o donde fuera la tertulia:


-¿Visteis ayer "Misión Imposible"? ¿Cuando rescatan a la chica? Yo pensé que esta vez no iban a poder escapar.


-Pedazo de zoquete, si sabes que va a acabar bien, sabes que, por supuesto se van a escapar; esta semana, la que viene y todas, ¿no ves que los malos son tan tontos que barren las escaleras hacia arriba?


Qué tiempos aquellos en los que los malos eran tontos, Locomotoro te hacía reir todas las tardes, el hombre de los pájaros sabía todas las respuestas y los Thunderbirds se escogían siempre con buen criterio, para la misión propuesta en cada episodio.



Todos, menos cuatro "progres" ceñudos y contraculturales que la llamaban "la caja tonta", nos nutríamos de la televisión, era nuestra ventana al mundo y, cuando fue en color, ya fue el acabose, el Aleph, la moderna revelación de los  mundos de Yupi... En aquella edad de la inocencia, todavía no se estilaba la palabra telebasura.


Recuerdo la primera vez que vi la televisión en color, cuyo fundamento técnico explican mis obsoletas láminas. Fue en Francia, donde estaban exiliados mis abuelos paternos y donde nos llevaban una ventaja de diez años en lo tecnológico y doscientos en lo demás: me quedé estupefacto, qué bonitos y limpios eran los colores, aquello era el invento del siglo.


Pero ya estamos en otro siglo y la televisión sólo la vemos los viejos y no todos. Confieso con toda sinceridad que, desde que me tomé las uvas en Nochevieja y vi el revival entre setentero y ochentero de la 2, no he vuelto a ver ningún programa más. Si entraran unos cacos en casa y se llevaran el aparato, no me daría cuenta por lo menos hasta el primer partido de Champions que den en abierto...



No puedo terminar sin mencionar que, algunos jóvenes, no saben o no recuerdan que un televisor era antes una caja culona, con un tubo combado donde unos revoltosos electrones hacían de las suyas rebotando tras la pantalla y formando, mediante luminosos destellos, el egregio rostro de don Alejandro Rodríguez de Valcárcel, olvidado Presidente de las Cortes Españolas. Ah, y el trasto en cuestión, costaba el sueldo de cuatro meses, había que comprarlo a plazos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

De La Naturaleza Y Cualidades Del Gilipollas

En la última reunión de la junta ordinaria de la “Asociación de Amigos del Parénquima”, tuve un rifirrafe verbal con uno de los vocales de la directiva a propósito de una subvención a la remolacha forrajera y, para remachar su argumentación en contra, la coronó con un expeditivo “¡Gilipollas!” Como no soy muy ducho en el arte de insultar en directo, debido a cierta escasez de mordacidad, ingenio y reflejos, opté por guardársela y, tras documentarme, espetarle un denuesto absolutamente irrebatible, que lo dejara convertido en el hazmerreír de las cucarachas.

Volví a casa cariacontecido y, antes de comerme el bocadillo de anchoas que me ha recomendado el médico porque es bueno para la hipertensión, consulté en el diccionario RAE el significado preciso del que, a mi juicio es el insulto más utilizado en el ámbito peninsular, un insulto al alcance de todos los niveles culturales y léxicos, contundente, vejatorio y políticamente correcto, al no denigrar a ninguna minoría, menospreciar ninguna orientación sexual, ni escarnecer al titular de ningún defecto físico o mental inevitable para el sujeto zaherido con este vocablo tan corriente.




En el diccionario consultado, pone exactamente: “gilipollas: 1. adj. malson. Esp. Necio o estúpido. Apl. a pers., u. t. c. s.” Doy por sentado de que te percatas de todas las abreviaturas y paso a reflexionar por escrito acerca del contenido de la palabreja.


Un tío (o tía) del que afirmamos ser un gilipollas es, sencillamente todo aquél que despreciamos porque su conducta nos parece necia o estúpida. Sin embargo, no somos poseedores de la clave de la sabiduría en el comportamiento: lo que a nosotros nos parecen acciones propias de un gilipollas, al propio gilipollas no pueden parecérselo de modo alguno, pues nadie dirá de sus obras y de sus palabras: “Es que claro, como yo soy gilipollas, no tengo otra opción que actuar así u opinar de esta manera”. “Conduzco a 190 kilómetros por hora porque, como soy gilipollas, no creo en absoluto que el exceso de velocidad tenga que ver con los accidentes de tráfico”.




Aquí tenemos una notable cualidad del vocablo, su simetría: a no dudar, aquél a quién tú consideres gilipollas porque no bebe en una fiesta muy enrollada, considerará que es una gilipollez beber alcohol y ponerse a decir sandeces como haces tú.


Al margen de la simetría, otra nota característica de la gilipollez es su tinte emocional: aquéllos con los que no eres capaz de empatizar aunque te esfuerces, suelen ser unos gilipollas, mientras que son “tíos majos” aquéllos con los que empatizas sin ningún esfuerzo ni reserva. Esto nos llevaría a una interesante cuestión de índole matemática: si A considera gilipollas a un conjunto de sujetos que conoce, B tendrá su propio conjunto de beneficiarios del epíteto, C el suyo... y así hasta completar determinada comunidad de sujetos más o menos interrelacionados. Los gilipollas más auténticos estarán en la intersección del mayor número de conjuntos enumerados por los sujetos opinantes, aunque esto es dar demasiada importancia a la impopularidad con la que nuestro término ultrajante podría confundirse o solaparse: así, un profesor duro y exigente, será un gilipollas para la mayor parte de sus alumnos.




Otra característica de la gilipollez, es que alcanza más fácilmente a colectivos que a individuos. Por ejemplo, si yo, como aficionado del Zaragoza, digo que los del Huesca son unos gilipollas. Si después acabo conociendo y tratando a unos cuantos aficionados del Huesca, descubriré que uno por uno “son majos”, esto es lo que nos pasa cuando tratamos con un cierto grado de confianza a las personas: descubrimos que la mayoría “son majos” o tratables o incluso interesantes, lo que pasa es que tomados en una masa indiferenciada y ajena nos parecían todos iguales. De este modo, la gilipollez se suele atenuar con el trato... salvo cuando es auténtica, pero seguro que puedes concretar y defender pocos casos de genuina adecuación del ultraje con el sujeto.




Otra nota característica es que es muy difícil ser un gilipollas a tiempo completo, lo normal sería decir estar gilipollas. El paisano que esta mañana me ha quitado una plaza de aparcamiento mediante una maniobra heterodoxa, ganándose así el mencionado baldón, por la tarde me ha hecho notar que se me habían caído veinte euros del bolsillo y es que estamos ante una cualidad muy difícil de sostener de modo perdurable.




Corrección política dentro de la malsonancia, simetría, contenido emocional negativo, aplicación muy fácil a colectivos externos y falta de carácter permanente, estas son las características de un insulto muy popular, que lo dice todo y no dice nada del receptor. Así pues, llegamos a la conclusión de hallarnos ante un vocablo comodín, apto para cualquier clase de persona. De todas formas no es tan inocuo... Un auténtico gilipollas se sentirá muy herido si lo profieres y podría intentar desviarte el tabique nasal. Y, si has llegado hasta aquí, estarás pensando en mí con una certeza que ya no podría discutirte aunque quisiera, sí amigo, hasta formo parte de una ONG: Gilipollas Sin Fronteras (al servicio de tu desahogo).
 

lunes, 27 de noviembre de 2017

El Padre, El Hijo Y El Burro (Cuento Tradicional)

En un libro de cuentos costumbristas y chascarrillos baturros que me regaló mi padrino cuando yo era un tierno infante, leí por primera vez esta historia que, a dia de hoy, estoy convencido de que es universal, si bien no demasiado conmovedora, apta para cualquier lector desprevenido que pulule por la red en busca de invenciones ejemplares pero no muy largas. Casi no dudo de que a cualquiera que la ojee distraidamente, le resonará como a mí, procedente de sus más remotos recuerdos infantiles.

En un pueblo del somontano, a menos de media jornada de la capital vivía Cipriano, un hombre viudo algo mayor, que decidió ir a vender sus hortalizas al hermoso mercado porticado de la ciudad.


Cargó, en las alforjas de un borrico de su propiedad, las lustrosas berenjenas, los densos tomates y los sabrosos calabacines y se hizo acompañar de su hijo, para que éste no anduviera, al salir de la escuela, por el pueblo haciendo trastadas con los otros ganapanes. Pronto vendió todo el género que era muy apetitoso y sacó sus buenos cuartos en el animado mercado de verduras, frutas y hortalizas.


Montó a su hijo en el burro y, tirando del ronzal, se dirigió de regreso a su casa. Apenas había salido de la ciudad por el camino del Pueyo, cuando se cruzó con unos paisanos que volvían de las viñas. Tras devolver un escueto saludo, Cipriano oyó que al alejarse, decían:


-Fíjate, el crío sano y fuertote, repantingado en el burro como un señorito y el pobre viejo, con canas y ya un poco encorvado, tiene que andar jibándose los pies con los cantos del camino. A dónde vamos a ir a parar, si es que hoy en día ya no se respeta ni a los mayores.


Un poco apurado, el padre le dijo al chico.


-Mira, vamos a cambiar y así no murmurará la gente.


Se subió entonces al burro y ahora, era el niño el que delante tiraba del ronzal.


Se cruzaron con unas comadres que venían de la ermita, éstas les miraron ceñudas y no esperaron a alejarse para comentar:


 -Mira tú, el señor “coflao” en el borrico, como si fuera un obispo y la pobre criatura bien enclenque, a patita, que va a llegar el chavalín reventado a casa. Hay quien no tiene miramientos con los más débiles, qué mal hombre.


El padre le dijo al niño entonces:


-Anda, sube a la grupa y así, yendo los dos montados, no daremos más que hablar.



Pero aún no habían recorrido mas que unos pocos centenares de metros por el polvoriento y pedregoso camino, cuando se cruzaron con los enlutados que volvían de un entierro. Uno de ellos, exclamó:


-¿Habéis visto qué par de bestias? Si van a escachar al pobre borrico, desde luego hay gente que se piensa que tiene derecho a maltratar a los animales, qué salvajes.


-Quizá tengan razón – dijo Cipriano -, mira, hijo, como ya falta poco para llegar al pueblo, vamos a bajarnos los dos y recorreremos a pie lo que nos resta, que es verdad que el burro debe de estar cansado con la jornada que lleva.


Hacía poco que habían descabalgado, cuando se tropezaron con unos mozos que se iban de fiesta:


-¿Habéis visto qué par de bobos? El borrico sin carga, fresco como una rosa, y ellos dos hechos polvo y gastando suela, desde luego hay gente que no sabe aprovechar lo que tiene, qué memos.


Cipriano muy abatido, se dio cuenta de que nunca se puede contentar a todo el mundo, de que hagas lo que hagas siempre vas a ser criticado, por tanto se prometió no olvidar aquella provechosa enseñanza y, en adelante, hacer siempre lo que le saliera de los cojones.



El burro no estaba cansado, se comió todo el forraje y durmió beatificamente, soñando que era un unicornio.


El niño no estaba cansado, cenó sopas de leche y durmió como un lirón, feliz por haberse picado las clases y haber acompañado a su padre que, encima, le había dado dos reales de propina, una moneda que le gustaba mucho con su agujero en el medio.


Cipriano, derrotado por la fatiga, estuvo dando vueltas en la cama durante toda la noche y es que, la mala leche que se le había puesto, no le dejaba pegar ojo.


Y ahora, una versión ultramarina y musical del cuento:



viernes, 13 de octubre de 2017

Entusiasco En Su Quinto Cumpleaños

La entrada de hoy se encamina a conmemorar los cinco años de este blog, a agradecer las 147.000 visitas, cifra ésta que sospecho muy inflada, debido al escaneo de los robots de búsqueda que transitan infatigables el internet, escudriñando qué se yo, los hackers de países remotos son inescrutables, registran páginas y páginas para indescifrables propósitos que, desde luego conmigo, dudo que alcancen, a no ser que vayan a la caza de fabulaciones de tercera clase.

Phelicidades a todos

147.664 visitas según el panel de Blogger

A los no-robots, gracias por leer o contemplar alguna de estas bienintencionadas excrecencias, gracias y pido disculpas por contribuir a duplicar cada pocos meses la dimensión del vertedero binario, parece una contaminación verdaderamente dañina, ésta.


Un blog casi tan global como El País

Cinco años y 633 entradas más tarde, sigo tan desorientado como cuando este blog inició su andadura, perdido, como un bacalao agitándose en la procelosa red internáutica, atrapado sin remedio; yo no sé que pretendía en octubre de 2012, pero fuera lo que fuese, he de confesar honestamente que no lo he alcanzado. Y ahora está además el tema de las luces que se extinguen, las del espíritu en la decepción y el desaliento, y las del cuerpo, en la ceguera progresiva. En el último trimestre de 2012 conseguí publicar 44 entradas, veremos si en el mismo periodo de 2017 llego a 10.


Ora et labora

Cinco años y 633 entradas más tarde soy mucho más pesimista respecto a lo que me rodea, por dentro y por fuera, y me requiere mucho más esfuerzo físico y anímico escribir y eso que, no lo creía posible a los 64 años, pero sí, he aprendido (de una vez) mecanografía, ejercitándome con un método de internet, quiero decir escribir usando todos los dedos y sin mirar el teclado, de otro modo ya no podía continuar: al mirar el teclado y la pantalla, las dificultades de enfoque y mi reducidísimo campo visual me imponían un ritmo de cuatro palabras por minuto.


Desde Monzón con Entusiasco y pasión

En cuanto a la temática, la pérdida del contacto cotidiano con la realidad de las instituciones educativas, el desencanto más funesto y absoluto con las realidades políticas y la progresiva retirada de la vida activa, reducen mi elenco a hablar del estado de mis vísceras y poco más. Al menos, los jubilados de la construcción van a las obras a entretenerse en la contemplación de su progreso, criticando los métodos modernos de excavar, cimentar, encofrar y poner ladrillos. Yo no soy capaz de distraerme yendo a las ventanas de un colegio a ver los modernos desempeños pedagógicos, además, a lo peor creerían que soy un pederasta.


Aquí preparo las entradas
Un blog con fotos irrepetibles, como ésta
(estos hermosos árboles ya no existen).
El camino sigue y hay que continuar.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Elogio De Las Pinzas De Madera

El otro día, en el supermercado donde iba a proveerme de viandas sin gluten, refrescos sin azúcar, cerveza sin alcohol y aceitunas sin hueso, caí en la cuenta de que hace mucho, muchísimo tiempo que no veo pinzas de las de siempre, de madera; ya no las deben fabricar ni siquiera en los remotos países del tercer mundo, que tanto contribuyen a nuestro bienestar con la abundancia y baratura de sus manufacturas, ambas cualidades consecuencia de una elevadísima productividad, basada en salarios miserables y en la ausencia de sindicatos de clase o su absorción por regímenes sanamente despóticos.

El caso es que, ni aún así, no hay una oferta lo suficientemente barata de las pinzas de toda la vida, para que uno de nuestros cresos propietarios de cadenas de supermercados pueda ofrecer un paquete de 40 unidades a 0’99 € que sería lo suyo. Hay, en cambio, surtidos coloreados de atroces pinzas de plástico, objetos sin alma, sin gracia, carentes de otra utilidad que la de sujetar la ropa en el tendedor o mantener cerrado el paquete de fideos, de avellanas o de arroz a medio consumir, evitando  que semejantes menudencias se esparzan a su gusto por los armarios de la cocina, que se convertirían así en improvisados vertederos.


La materia primigenia

¿Y qué otra gracia, qué otra utilidad, qué otra bendición tenían las pinzas que usaban nuestras madres en sus extenuantes coladas de antaño?


Bueno, para empezar estaba el olor a lejía que acababa impregnando la madera de modo permanente: era un olor a limpio, a hogar purificado e higiénico, a infancia protegida por el aseo más expeditivo.


Taller de salvamanteles

Pero los niños de aquella época remota, desinfectada y feliz, no nos quedábamos allí. Con dos pinzas, desmontada una y hábilmente recolocada, obteníamos una pistola de resorte, bastante operativa, con la que arrojar garbanzos crudos a nuestros compañeros de clase cuando la profesora de gramática no miraba. Ella estaba de espaldas, escribiendo el sujeto y el predicado en la pizarra y nosotros elegíamos un sujeto al que darle con un garbanzo seco en la testuz. Esta pequeña arma no permitía afinar en exceso la puntería y acababas dándole en el morro a quien menos debías: al chivato de guardia, al mazas que luego durante el recreo te haría comer las adherencias de las suelas de sus zapatos o, peor aún, a la mismísima profesora que, en aquella época de violencia sin tapujos, podía obsequiarte con un sonoro cachete en el occipucio, para regocijo de tus colegas.


Pistola

En esta nostálgica revisión, me he dejado lo mejor para el final: estas económicas y ubicuas pinzas de madera eran una fuente inagotable de inspiración para trabajos manuales tan fáciles como resultones.


Mecedora

Mesas, sofás, sillas e incluso mecedoras de pinzas, marcos para espejos o para fotos, salvamanteles y todo aquello que la imaginación de tu profesora de manualidades fuera capaz de urdir. Sólo necesitabas las pinzas, cola o, mejor, pegamento Imedio, cuyo aroma extendía un manto de excitada alegría y de agitada laboriosidad por la clase, una sierra de marquetería para las manufacturas más elaboradas y paciencia, abundante paciencia. La recompensa consistía en poder obsequiar a tu madre, a tus tías solteras u otros familiares con churretosos presentes que acogían con gorjeos de complacencia y arrumbaban en los más olvidados y polvorientos estantes, hasta que te hacías mayor y te morías de vergüenza al ver tan desmañados zarrios.


Dulces sueños

Las pinzas de madera, objeto de estas punzadas de nostalgia, servían, por último, para taparte la nariz si tenías que transitar por una cloaca, un albañal o un parlamento regional, o cuando un ser querido se tiraba un pedo a tu vera. Las actuales de plástico no sirven para hacer de mascarilla improvisada, el resorte suele ir bastante duro y el plástico, con el sudor, resbala de la nariz.


Y de este modo termino la apología de estas reliquias, que son como los huesos de san Teobaldo, los que se usaban para el caldo.