lunes, 30 de diciembre de 2019

Entusiasco 2.0, El Regreso

En el año y medio que llevaba aparcado este blog, casi he llegado a olvidarlo. Sin embargo, el otro día tuve la ocurrencia de mirar el escritorio de blogger y, ¡sorpresa! las visitas habían ido manteniendo su ritmo y ahora pasaban de 200.000, ¿navegantes despistados que no saben lo que buscan o espías de Putin? 

Cuando lo dejé, fue debido a que se me estaban apagando las luces y la ceguera me hacía casi imposible enfrentar la tarea de configurar una página con texto, imágenes, vídeos, musiquillas y el resto de martingalas con que trataba de enriquecer la presentación, para hacerlo más visual y más atractivo. 

Eso ha quedado fuera de mi alcance: ahora deberé limitarme a la escritura pura y dura, así pues, prometo aburrimiento sin tasa al desdichado usuario que, a partir de ahora, verá el blog convertido en una acumulación de párrafos y párrafos apilados con lo que, calculo, lo cerrará horrorizado en 169 milisegundos. Bueno, no se perderá gran cosa. 

Para paliar la insoportable matraca de la letra sin aderezos, me propongo hacer párrafos más breves y entradas más cortas, trescientas o cuatrocientas palabras y a chuflar. Más de eso sospecho que no va a leer nadie. O, a secas, nadie va a leer esto, con lo que aspiro a convertirlo en un blog secreto y, habiéndome adueñado de semejante libertad, podré decir lo que me salga de los cojones. 

Con unos cuantos colaboradores a los que he conseguido engañar, puedo prometer además que las entradas serán más frecuentes que en la versión Entusiasco 1.0 y aún menos interesantes, en todo caso, ya se irá viendo. En fin, justo lo que este país necesita, otro mentecato escribiendo insensateces para acrecentar la polución digital, no me hagáis ni puto caso. 

La de porquerías que almacena Google.

viernes, 27 de diciembre de 2019

Una Campaña Navideña Genial

Gonzalo Pecia era rubio antes de ser calvo. Era gordo antes de ser obeso. Tenía un ojo de cristal y el otro de alabastro., o de jade, no me acuerdo. Había sido un abogado de familia católico y adinerado con bufete en la Rambla de los Caracoles, la arteria principal del ghetto barcelones conocido como ZOCO (Zona Constitucionalista).

Era además un fanático practicante de la virtud de la Caridad, la hermanita pobre de las virtudes teologales, caída en desgracia con la implantación del Estado del Bienestar.

Las campañas de Navidad impulsadas por Gonzalo languidecían: los pobres eran muy desconfíados y preferían un subsidio, una prestación social, una pensión por mísera que fuera, a las generosas limosnas patrocinadas por nuestro hombre. Los ricos donaban casi todo lo que conseguían evadir de una asfixiante fiscalidad, que solía ser mucho, pero nadie reclamaba las latas de anchoas, de zamburiñas, de ventresca, los paquetes de garbanzos, de alubias pintas, de arroz integral... Los juguetes clásicos, peonzas, combas, juegos de damas, muñecas de gutapercha, eran rechazados por los niños pobres que desembarcaban de las pateras.

Claro, donar efectivo hubiera tenido los mismos problemas burocráticos que saturaban y estancaban a la Administración: ¿quién era más pobre? ¿Quién estaba más necesitado de la ayuda?

Entonces Gonzalo tuvo una idea "genial" para la Campaña del presente año. Idea que ha llenado de polémica y de céntimos sueltos el ágora de nuestras ciudades. Propuso que, todo aquél que quisiera participar mitigando la miseria de sus semejantes, se deshiciera, arrojándolas en aceras y plazas durante tres semanas, de todas sus monedas de uno, dos, cinco y diez céntimos de euro.

De este modo, se mataban dos pájaros de un tiro: se combatía la miseria que afecta a capas crecientes de la población, golpeadas por la crisis, sacudidas por la precariedad y machacadas por la carestía del transporte público, del recibo de la luz y del teléfono, en fin, depauperadas por la avidez de los ricos y de los políticos.

Y no sólo se remediaba la necesidad y el peligro de exclusión social: al tenerse que agachar para recoger los óbolos, mendigos, vagabundos, pordioseros e indigentes eran mantenidos en forma por las reiteradas flexiones.

Que no todo el mundo puede pagarse un gimnasio.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Odio La Navidad

Ignoro a qué es debido que las fechas del 24 y 25 de diciembre sean, para mí, as más temidas y aborrecidas del año. No se debe a una cuestión de creencias: mi fe católica caducó, más o menos, cuando yo contaba trece años y, tanto tiempo después, carezco de la inquina antirreligiosa de tantos compatriotas. Ni siquiera soy anticlerical. Es un tema que me la suda.

La morbosa exhibición de consumo asociada a las fechas tampoco es lo que me molesta. No me conmueven los regalos ni las comilonas. Al ser un rivilegiado del primer mundo, como bien y bebo a gusto siempre que se me antoja, cada vez con menos excesos por mor de la edad. Como ciudadano de un país desarrollado, cualquier ocasión es buena para comprarme todas las chucherías útiles o inservibles que se me antojan. De niño, inmerso en un ambiente económico de mucha mayor escasez, por supuesto que me ilusionaban los mazapanes y turrones, por supuesto que me deleitaban los juguetes y obsequios. Entonces me jodía bien: no había recursos para tanto deseo. Ahora que tengo más medios, me falta el deseo, así que me vuelvo a joder bien.

No, no es nada de esto. De niño yo apreciaba las festividades que daban lugar a reuniones familiares: ahora es esto mismo lo que me horroriza. No voy a descubrir aquí el declive de la institución familiar en este lamentable país de 1'3 hijos por pareja y bajando. Un explicable suicidio colectivo, si a la peña le intranquilizan tanto las reuniones familiares como a un servidor.
Y es que son incómodas, turbulentas, agobiantes y fatigosas. Siempre se acaba discutiendo. Siempre termina uno con mala conciencia por lo que dijo o por lo que calló, por los malentendidos acumulados, por el dolor de un pasado huido e irrecuperable, por la certificación del paso implacable del tiempo.

Sin contar con la generosidad sin recompensa, con el trabajo sin agradecimiento de los anfitriones, que se ven invadidos y enjuiciados por una turba impaciente de jóvenes que, como es característico, siempre desean estar en otra parte, de mayores intolerantes y gruñones como yo y de niños latosos e impacientes. Yo derogaría la Navidad para todos menos para estos últimos. Los más pequeños son los únicos que, si no están muy pervertidos, saben disfrutarla y apreciarla.

Una vez, cuando vivía en Barcelona, me fui a comer el día 25 a un modestísimo restaurante de la calle Tallers, donde el resto de comensales eran viejos solitarios o desfavorecidos. Es la única comida de Navidad que me ha dejado huella.