jueves, 31 de julio de 2014

Castillo Del Insomnio

Hace un par de días di por terminada mi estancia vacacional en el Pirineo y regresé a mi pueblo.  Como mecanismo de defensa, la memoria diluye con rapidez los malos recuerdos y yo ya me había olvidado del calor que hace en estos lagartales del llano. No es que este verano sea particularmente exagerado, de momento, pero hay que ver cómo aprieta Lorenzo (“el Sol se llama Lorenzo / y la Luna Catalina…”). No hace mucho, oí decir a un agricultor de los Monegros: “Qué calentamiento global ni qué niño muerto, aquí toda la vida nos hemos asao de calor en verano”. Pues eso.

 
Con el calor llega el mal dormir y el insomnio provocado por el aire sofocante que no renuevan las ventanas abiertas. Las sábanas se empapan de sudor y las horas pasan muy lentas. En estas, me levanto porque recuerdo haber escrito un poema, un soneto, sobre las interminables horas de insomnio y se me ha ocurrido publicarlo para matar el rato. Lo encuentro y es una fantasía delirante que va bien como alucinación producida por la canícula:

 CASTILLO DEL INSOMNIO

 Podrás no ignorar nada de murallas,
castillo de mi ensueño, con almenas
cinceladas de grueso vidrio y penas,
con guardianes de añil cota de mallas.

  Podrás, torre de cúpulas obscenas,
no temer la traición de los canallas
y, al toque de un clarín, tener agallas
y triunfar, cercenando mil cadenas.

  Firmamento soñado, ponte rojo,
miremos a poniente de reojo,
contemos el botín, salga la luna.

  Castillo en la vigilia mal resuelto,
cobarde fui sitiado, yo que he vuelto,
qué insomnio pertinaz y aún no es la una.

 
 Un grandísimo poeta de Madrid, poco apreciado por la hemipléjica memoria histórica propia de nuestros días, escribió, en los primeros años de la posguerra española, un poema sobre el insomnio que, este sí, merece recordarse de veras (hay que ver lo que ha crecido la población, en general, y la de insomnes, en particular).

 
INSOMNIO

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como el perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?

(Dámaso Alonso. En “Hijos de la ira”, 1944).
 
 
 

lunes, 21 de julio de 2014

La Realización Del Ser Humano

Una de las más enojosas tareas encomendadas al ser humano es la de realizarse, la de alcanzar el cumplimiento de unos fines o de unos objetivos durante su azarosa existencia. Uno tendería de natural a tumbarse al sol y rascarse ciertas partes de su anatomía, como hace, pongamos por ejemplo, un gato. Pero no señor: fuerzas sobrenaturales, si uno cree en ellas, y exigencias culturales y sociales lo atosigan a uno con ese ansia equívoca y, a la postre, aniquiladora que es realizarse.

Dejaré de lado tanto la concepción religiosa que no me interesa, como las concepciones vulgares en mi ámbito histórico y socioeconómico, desde las del triunfo, ser el número uno, alcanzar el éxito, el afán de superación, no ser un perdedor… hasta las de andar montado en el dólar, tanto ganas, tanto vales y similares, finalizando con la más obvia y tontorrona de todas: sé tú mismo (no tienes más remedio que ser tú mismo, lo cual, a veces, es devastador).

 
Cuando empecé a estudiar filosofía (porque era materia obligatoria), un profesor de esos que un adolescente tiene, a veces, la suerte de toparse, entre otras muchísimas martingalas, nos dio a conocer una sencillísima receta que, ahora mismo, he olvidado a quién se atribuye, tal vez al poeta cubano José Martí o al profeta Mahoma. Me inclino más por este último, que urdió una religión entera a base de sencillas recetas: no comes jamón y el dios que ha tenido la ocurrencia de prohibírtelo, se pone orgulloso con tu conducta, ya te digo.

Bueno pues, según Mahoma o algún otro iluminado, un hombre, para realizarse, tiene que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. A la que haces estas tres cosas, ya te puedes morir en paz porque has cumplido lo que de ti, como ser humano, se esperaba. Las bondades de plantar un árbol parecen indiscutibles, al menos, en la cultura en la que estamos inmersos. Las de tener un hijo que puede ser un desastre (y en plena explosión demográfica) o escribir un libro, habiendo tantos que nadie lee, ya son más discutibles, pero al menos esta concepción marca un camino, ya que los bípedos implumes venimos al mundo sin manual de instrucciones. Otros bichejos traen las normas que regirán su existencia marcadas en su código genético y además, si fracasan, nadie se llevará las manos a la cabeza. Justo a nosotros tenía que tocarnos esta indefinición en nuestra existencia: no me extraña que haya tantos nacionalistas radicales, tantos fanáticos religiosos, tantos pirados de la gastronomía, tantos hinchas violentos y tantos acaparadores insolidarios.

Porque lo que ocurre es que los objetivos mínimos de realización humana son exigentes y complejos. No sólo es plantar un árbol: hay que regarlo, cuidarlo, podarlo y tardas un montón de años en verlo fructificar, encontrarlo lo bastante frondoso como para cobijarte en su sombra, o tenerlo listo para la sierra que lo convertirá en muebles de diseño. Lo del hijo es aún más difícil, criar es una tarea tan sacrificada como desalentadora. Y ya no te digo nada de haber escrito un libro, sudando tinta durante interminables horas, e ir a llamar a la puerta de editor tras editor, que te dan con ella en las narices.

Es por esto que, apiadado de nuestro cruel destino y teniendo en cuenta los ideales democráticos por los que todos tenemos derecho al máximo resultado sin esfuerzo, propongo, para quien quiera servirse de ella, una receta de realización humana mucho más sencilla y menos exigente que, a no dudar, confortará muchos espíritus pusilánimes como ha hecho con el mío: para cumplir la labor de un hombre solo es necesario

ESCRIBIR UN ÁRBOL,

 
TENER UN LIBRO

Y PLANTAR UN HIJO.

Si así se hace la vida más sencilla, disfrutémosla ajenos a cualquier otra preocupación.
 
De nada.
 

domingo, 20 de julio de 2014

El Solitario Que Hacía Mi Madre

Durante muchos años me fue dado contemplar a mi madre (ya fallecida) en la mesa camilla de un exiguo cuarto de estar, haciendo una y otra vez el mismo solitario. Eran los tiempos anteriores a la televisión y las masas nos entreteníamos con la radio, sustrayendo parte de nuestra atención a la hipnosis que provocan las pantallas. En las largas tardes de invierno, se dedicaba a estas dos tareas propias de Penélope: o hacer punto, o hacer y deshacer infatigablemente este solitario, que voy a traer aquí porque me ha parecido que no es de los más populares.

Ahora yo, con la vista muy dañada y en espera de una operación, encuentro que me fatiga leer, escribir o ver pantallas y, como si se tratara de una de esas tradiciones que pasan de padres a hijos, rememoro este inocente (y eficaz) pasatiempo, mientras escucho música, vapeo y aguanto como puedo el calor.

Aunque parecerá un poco enrevesado y farragoso cuando lo cuente, su realización tiene una dinámica muy sencilla. Me he acordado de Julio Cortázar y de sus “instrucciones para subir una escalera”. Pues eso.
 
Una vez bien barajado el mazo de 40 cartas de una baraja española, colocas las cuatro primeras, verticales y separadas frente a ti. Luego haces un pequeño mazo de diez cartas cubiertas (y desconocidas) que colocas, horizontal, a la derecha de las cuatro anteriores. Añades encima de él, una carta descubierta y sacas otra que colocas en la parte superior de todo el tinglado. Esta última carta es muy importante, porque determina el número por el que comenzará a ordenarse cada palo, en orden creciente. Por ejemplo, si es un siete, como en la fotografía, será 7, sota, caballo, rey, as, 2, 3, 4, 5 y 6.
 

Si consigues llegar a tener las 40 cartas así ordenadas por palos, el solitario te habrá salido, lo cual no es coser y cantar. Mi experiencia dice que se consigue una de cada cuatro o cinco veces, pero el azar es muy puñetero, lo mismo te sale tres veces seguidas que te pasas toda una tarde profiriendo feas maldiciones, tras veinte infructuosos intentos.
 
 
Con las restantes cartas, las que no has esparcido en la mesa, te queda un mazo principal, para irlas pasando de tres en tres, que al comienzo cuenta con 24 cartas. Conforme las utilices, te irán quedando menos.
 

Las cuatro cartas que has descubierto primero, marcan cuatro columnas donde puedes ir poniendo cartas en escalera, en orden descendente, sin que nunca puedas poner dos del mismo palo seguidas. Estas cartas las obtendrás, tanto del mazo principal (al irlas sacando de tres en tres), como del mazo de cartas desconocidas de la derecha, donde siempre tendrás una descubierta: cuando “coloques” la del principio, descubres la siguiente, y la siguiente, de una en una, hasta terminar con el mazo de 10, cosa que conviene hacer cuanto antes, pues alguna carta de primordial importancia para completar el solitario puede yacer ahí, sepultada al fondo o casi.
 

Si consigues liberar de todas sus cartas una de las cuatro columnas, tendrás una casilla para especular, poniendo allí, a tu conveniencia, una de las del mazo de la derecha, una de las del mazo principal o una de las ya ordenadas en palos que, cuando están arriba, pueden reingresar en las columnas a conveniencia, para servir de apoyo a otras cartas. Las que están en las columnas se mueven y combinan en escalera, de una en una, hasta que van a parar arriba, a los montones ordenados por palos.
 

La mecánica es muy simple: una vez esparcidas las dieciséis cartas en la mesa, sabes por qué número comienzas: esas son las primeras que tienes que buscar y disponer. Vas pasando las del mazo principal de tres en tres, sin desordenarlas ni barajarlas nunca y vas extrayendo, tanto del mazo de la derecha cuando puedas, como del principal cuando te vayan saliendo, las cartas que interesen, bien para poner en escalera en las cuatro columnas, bien para situar encima los palos ordenados en cuatro montones: oros, copas, espadas y bastos.
 

Con las del mazo principal, puedes dar todas las pasadas que quieras, sin desordenarlo, puedes ver las tres, pero sólo está a tu disposición para utilizarla, la tercera, la sexta, la novena… cuando extraigas una, en la siguiente pasada te saldrán distintas y, el saber cuáles te van a salir a la próxima pasada te permite un importante margen de estrategia.
 

Es entretenido. Más fácil si empiezas por reyes o ases, más difícil si te toca empezar por doses, treses o cuatros… Y es adictivo hasta lo enfermizo: una buena manera de matar el tiempo esperando a la Parca.
 









 
 

viernes, 18 de julio de 2014

Collado Y Lago De Basibé. Valle De Benasque

Desde hace la friolera de treinta años subo, durante la primera quincena de julio, a pasar unos días al valle de Benasque. Allí finjo que juego al ajedrez en un torneo que, este año, celebraba su trigésimo cuarta edición, un “Open Internacional” en el que mis resultados hasta hace algunas temporadas eran discretos y, en los últimos veranos, lo siguiente por debajo.

Viejo mapa de la zona del Ampriú (sin la pista)
 
Pero ese no es el quid de la cuestión, o el target, como se dice ahora: se trata más bien de descansar, relajarme, desconectar de los ambientes y preocupaciones habituales, reencontrarme con algunos buenos amigos y disfrutar de unos paisajes inigualables, grandiosos o, por lo menos, muy acordes con el concepto de belleza y majestuosidad que a mi exigua percepción se alcanza. Vale, vamos a dejarlo en muy bonitos.

El pequeño ibón visto desde el collado de Basibé
 
Últimamente, los paseos y excursiones que puedo emprender, son aptos para cualquier tipo de disminuidos físicos o sensoriales (no diré cuál es mi caso) y, entre todos ellos, uno de los más gratos y asequibles es el que me lleva, año tras año a mi cita con el collado y el pequeño ibón de Basibé.

Ibón de Basibé
 
Uno llega en coche al devastado llano del Ampriú, con sus, en pleno verano, desangeladas instalaciones para el solaz de los esquiadores y, a mano izquierda del edificio principal, toma una pista de servicio de los remontes. Sé que se puede subir por un sendero a la orilla del torrente y tal vez sea más agradable y entretenido. La pista es empinada y, en unas pocas lazadas, gana altura para decidirse a enfilar, en dirección al Este, hasta el collado de Basibé (2277 m.) que se gana en no más de hora y cuarto de cómoda ascensión (si se me permite el oxímoron). Desde lo alto, contemplamos los amplísimos pastos del vecino valle de Castanesa hasta que, como quien dice a nuestros pies, nos llama la atención una curiosa lágrima verdiazul, ¡tate, el laguito! Al que en los Pirineos le dicen ibón (o estany), en este caso, ibón de Basibé, una especie de diminuto abrevadero de poco más de una hectárea de superficie, donde chapotean y se refrescan caballos, vacas y quizá otros cuadrúpedos de mayor pedigrí.

Caballos paciendo sobre el collado
 
He tirado de teleobjetivo. Nunca he bajado los cincuenta o sesenta metros de desnivel que llevan a su orilla. Habiendo tanto ganado, los tábanos deben ser numerosos y grandes como estorninos. Así pues, en la soleada loma que lo domina, me ha tocado refrescarme con la cantimplora, bajo la desconfiada mirada de otros caballos que por allí pacían.

El ibón es más misterioso en un día nublado

Impresionante vista del collado bajo el nubarrón
 
Al regresar vemos el pico de Cerler, un pico que domina Benasque y, visto desde esta villa, es un triangulito como las montañas que dibujan los niños en los cuadernos; desde Basibé, en cambio, lo oteamos, desde una altura que es casi la de su cima, como un cono rechoncho de faldas algo áridas en la solana.

Aspecto del lago en un día soleado


Aproximo con un teleobjetivo los caballos abrevando
 
Volvemos a la llanura y aparcamiento del Ampriú en busca de una Pepsi-Cola, por la (ahora sí) cómoda pista de bajada. Una excursión muy sencilla (que rima con maravilla). Nos han silbado unas marmotas como antes los albañiles silbaban a las chicas guapas (ahora no lo hacen, en parte porque, debido a la crisis, apenas se trabaja en la construcción y, en parte, por temor a la incorrección política y sus secuelas).
 
El pico de Cerler desde el collado

¿Hay alguien en la cima?
 
 

miércoles, 2 de julio de 2014

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 28

18                         EL CORAZÓN ES UN MÚSCULO INGOBERNABLE
Gracias a mi hermano, no me iba a quedar sin pareja en la verbena de san Juan ni en la de santa Orosia. El muy rastrero se había echado novia formal. Era la hija mayor del pescadero, se llamaba Antonia y se habían puesto “a festejar”. Este término era un tanto misterioso para mí y me traía a la imaginación algunas neblinosas ensoñaciones eróticas, pues la tal Antonia no estaba nada mal… Un poco mayor, claro, lo menos tenía veinte o veintidós años, pero si te olvidabas de su olor a tripas de sardina y de su voz aflautada y chillona, tenía un pase. Mi hermano me aclaró, tras las collejas y papirotazos de rigor, que, cuando vas en plan serio, ya no piensas solo en magrear, hay que hablar de amor y del futuro. Eso es lo que hacían ellos en el patio colindante con la pescadería, las manos quietas, sólo hablar y hablar. Al parecer, cuando ella subía a su casa, a mi hermano le dolían tanto “sus partes varoniles”, que se aliviaba orinando en la cartera o alforja de una Vespa que un pobre tipo tenía aparcada en aquel patio.

 - ¿Por qué dentro de la cartera de la moto?

 - Hombre, tú dirás, si a la mañana siguiente ven la meada en el suelo, hace mal efecto.

 
Que nadie se sorprenda: esa era la manera de discurrir y de razonar de mi hermano. Pero a lo que iba, el muy mendrugo estaba tan encaprichado con Antonia, que no era capaz de negarse a ninguna de sus arbitrariedades. La última de las cuales me concernía, bien que a mi pesar. Antonia tenía una hermana pequeña a la que llamaban Nines y a la que yo no conocía, pues no iba al instituto y, fuera de él, nunca me había fijado en ella. Las dos hermanas trabajaban en la pescadería de su padre, un coloso colorado cuyo resuello afilado e incesante helaba la sangre. El dueño de tal establecimiento, donde mi madre me mandaba a menudo a comprar chirlas, se llamaba Modesto, aunque todo el mundo lo apodaba el Congrio, por lo feo y mal encarado que era. Llevaba siempre un sanguinolento delantal a rayas horizontales verdes y negras, del tamaño de un frontón mediano y sus diligentes hijas le tenían un temor reverencial.

 - Antonia me ha propuesto que te presentemos a Nines, Teo – desveló mi hermano -. A lo que parece, la chavalita está colada por ti, qué mal gusto, pobrecilla, debe tratarse de una pervertida. Está un poco arguellada, pero ya tiene los catorce, por edad te va bien y cuando se desarrolle, se pondrá buena, no tanto como su hermana, pero se pondrá buena, ya lo verás. – Y diciendo esto, dibujó con ambas manos una botella de coca cola en el aire. - Y a Antonia le hace mucha gracia promover un noviazgo entre dos parejas de hermanos, le parece muy fino, así como de familias bien, de las que salen en las revistas.

 - Estás mal de la azotea.

 - Piénsatelo, Teo.

 - Es que resulta que yo estoy por otra.

 -Piénsatelo, Teo. Más vale pájaro en mano, que patada en los cojones.

Mi hermano era el único que me llamaba Teo, en lugar de Pinchaúvas o el imperdonable Filito con el que me obsequiaba mi “cariñosa” madre. Hubiera sido un punto a favor de mi hermano, si no fuera porque había tomado la costumbre, cada vez que yo aparecía por casa con mi amigo Mateo, de vociferarnos, a modo de bienvenida, mientras nos obsequiaba con dos sonoras y dolorosas sardinetas:

 - Teo y Mateo, el culo y el “peo”.

 
En principio, me negué a “heredar” novia de una manera tan humillante. Por otro lado, Nines era una criaja escuálida, con el pelo increíblemente lacio y oscuro. Tenía los ojos brillantes y un poco saltones y una boca como una hendidura larga y recta, de labios casi inexistentes, que recordaba la ranura de una hucha. Además sus formas femeninas estaban casi enteramente por desarrollarse y, sin ser yo un Adonis que pudiera aspirar a salir con Miss Universo, jamás me habría fijado en ella por mi propia iniciativa. Sin olvidar que su padre, si se enterara de que comenzábamos a tontear, podía rodear mi cabeza entera con una sola de sus manos y exprimirla como un limón, para condimentar con el zumo de ella sus malolientes pescados. El gigante había pintado con sus propias manazas un ingenioso jeroglífico en el cartel de la tienda que rezaba “PPP-K-2 Rapún”, Rapún era su apellido y lo que le antecedía, quería significar “pescados”. El señor Modesto estaba muy orgulloso de su ocurrencia. Recuerdo que un día, años atrás, Zaborras quiso hacerse el gracioso entrando en la pescadería, a la sazón llena de gorjeantes amas de casa, y chillando:

 - ¡Padre Congrio! ¡Padre Congrio! ¡Quiero confesarme de mis pe-pe-pecados!

Esto hizo que nos partiéramos de risa, pero el infortunado Zaborras fue víctima de la iracunda persecución de un Modesto que, con inconcebible rapidez dado su tamaño, rodeó el mostrador, asió una faneca de las que yacían en las cajas con hielo escarchado y salió trotando a la calle en pos de Zaborras. Cuando el pescadero vio que el descarado crío se le escapaba, le arrojó la faneca con tal precisión y fuerza que, alcanzado en pleno colodrillo, Zaborras quedó conmocionado y tuvimos que ayudarle a volver a su casa. Primero le echamos abundante agua de la fuente, en la Plaza del Marqués de La Cadena, donde yo lavé cuidadosamente la faneca para llevármela a mi propio hogar, pues nuestras cenas adolecían de falta de proteínas. La madre de Zaborras puso el grito en el cielo al ver que a su angelito le costaba enfocar la mirada y amenazó con denunciar a Modesto, pero el maltrecho Zaborras se recuperó y todo quedó en agua de borrajas.

 
Con estas evocaciones estaba cavilando yo, removiendo una mezcla con otros pros y contras, entre los que no dejaré de confesar que, para acrecentar la ignominia de mi proceder, estaba valorando el aspecto práctico de esta, llamémosla, relación en perspectiva. Decidí al final, en mi candorosa abyección, acceder a los planes de mi hermano y establecer un lazo, por mi parte, ficticio, que redundaría en mi utilidad y provecho. Serviría para pavonearme y fardar ante mis bulliciosos amigotes y, quién sabe si para darle algún tipo de celos, de envidia, de mortificación o de herida en el orgullo a Cheles, una demostración que me permitiera crecer en valía ante sus hermosos ojos.

Así que, mi hermano y Antonia, como unos celestinos de tres al cuarto, concertaron una ocasión, un lugar y una hora para la cita a la que, como trasunto de mi estado de ánimo, llegue tarde. Nines ya estaba allí medio escondida, sentada, con una faldita plisada azul claro, que le estaba un poco grande, y una blusa blanca. Se había recogido el pelo en dos coletas lsterales, con el resultado de que aún parecía más cría. Me dio un poco de lástima y decidí intentar caerle bien. Busqué la frase más adecuada para romper el hielo con desenvoltura y simpatía, y evitar que se abochornara o algo así. Debí elegir mal, porque empecé:

- Oye, ¿es verdad que yo te gusto? 

martes, 1 de julio de 2014

Matemáticas y Diversión 11. Familias Numerosas

En mi pueblo son todos del Madrid o del Barcelona, la afición por el equipo local es escasa. No obstante, los domingos acude mucha gente al campo: “a mí no me gusta mucho el fútbol”, me dice un paisano, “a mí lo que me llama es el tema de la violencia y poder desfogarme, por eso voy a verlo”. Las pocas veces que yo he acudido, me sorprende la recurrente agresividad verbal contra árbitros y linieres. Las invectivas siempre tienen el mismo contenido: comentarios poco elogiosos acerca de los ascendientes de los jueces del partido, desde la socorrida alusión al oficio de la madre del trencilla, pasando por el malsonante “¡Hijo de sesenta leches!”, hasta mi favorito que fue prorrumpido en una época en la que los equipos arbitrales aún vestían uniforme negro. Un airado espectador le espetó al del silbato: “¡Que te has hecho el traje con la sotana de tu padre!”

Viene este garrulo circunloquio a cuento de que fue en esa ocasión precisa, en la que comencé a cavilar acerca de la ascendencia numerosísima que ha sido necesaria para traer a cada uno de nosotros al mundo. Ya había leído algo de que todos somos descendientes de todos en un libro titulado “El país de García” de José Vicente Torrente, imprescindible para todo aquél interesado en conocer esta remota, polvorienta y despoblada provincia donde me parieron.

La cuestión es simple: uno ha nacido de dos padres, tiene cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos como-se-llamen. De tal modo que, por cada generación, los ascendientes de uno se doblan. Y es de sobra conocida la tremenda expansión de las potencias de 2. ¿O no?

 
Imagínate que ciframos cada generación en 30 años, es una cifra prudente, un ciclo basado en los usos de nuestro tiempo, pero hay que recordar que las tatarabuelas de nuestras tatarabuelas procreaban apenas salidas de la pubertad. Retrocedamos con la imaginación hasta el año 1114. Nos hallamos en un castillo entre hombres de armas, escuderos, juglares, malabaristas… Allí está, ése, el porquerizo es uno de nuestros antecesores. Reflexionemos: 900 años atrás nos da un exponente de 900 : 30 = 30. Y calculando el número de antepasados totales en aquella época resulta 230 = 2 x 2 x 2 x 2 x … (treinta veces) … x 2 = 1.073.741.824 que es, probablemente una cifra superior a la cantidad de gente que, por entonces, poblaba el mundo. Si nos remontáramos al instante en que Nerón incendia la ciudad de Roma para que la catástrofe inspire su lira, el resultado puede ser escalofriante.

 
En el libro de José Vicente Torrente se concluye con un alegato contra la segregación y la desigualdad basado en este simple hecho: todos somos de la misma familia, pues tenemos millares de antepasados comunes.

A mí se me quedó la mosca detrás de la oreja… Físicamente no era posible tanta parentela y no porque me crea el cuento de nuestros primeros padres, pero me dio una pista. Si uno se casa con su hermana, el hijo de ambos tendrá tan sólo dos abuelos. Si una prima hermana se hubiera casado conmigo, nuestro hijo tendría cuatro abuelos, pero sólo seis bisabuelos. Tal fenómeno de endogamia reduce el crecimiento exponencial del número de antecesores. De paso, como parece considerarse genéticamente poco recomendable, me da un malvado motivo de jolgorio a costa de las concepciones etnocéntricas, de los arios de Hitler a los vascos de Sabino Arana… Acarreamos pues un insospechado mestizaje que, como al infortunado árbitro que vino a pitar a mi pueblo nos hace hijos de sesenta leches ¡en tan solo seis generaciones! La monda. Piénsalo.

 
En cuanto a la solución de la broma algebraica, (x – a) (x – b) (x – c) (x – d) … (x – z) = 0, porque uno de los factores es x – x = 0 y así el producto da cero. No me peguéis, es bueno.