El verano es
una estación incómoda, prosaica y molesta de la que abomino. Sé que para mis
compatriotas es la época preferida del año, debido a las vacaciones que les
permiten abarrotar los más inimaginables espacios, pero yo ruego a mis dioses
tutelares que llegue cuanto antes el otoño que, particularmente en mi pueblo,
es hermoso, grato y suave.
A
vuelapluma, daré las tres o cuatro razones que esgrimo para considerar el
verano mi cuarta estación favorita:
Por
supuesto, el calor. Temo que la sartén de Aragón tiene muy poco que envidiar,
en este terreno, a la de Andalucía. Por un lado, cualquier hora entre las diez
de la mañana y las nueve de la noche es suicida para salir a la calle: podrías
evaporarte. Pero lo peor viene por la noche: a las dos de la madrugada es
frecuente que la temperatura no haya bajado aún de los treinta grados y, desde
luego, en el interior de las casas, no bajará en toda la noche, por mucho que
abras la ventana para no cocerte.
Y de aquí
viene la segunda: el follón de la calle. Como la muchachada no tiene clases de
Derecho Penal, Psicología, Inglés o Física, están buena parte de la noche
pasándolo bomba: gritos y carcajadas, botellones y petardeo de motos, una
delicia si no se complica con alguna fiesta de barrio, “acto cultural” o
cualquier movilización de colectivos en pro de la vigilia.
Consecuencia
de las dos anteriores, la inacción, la parálisis: uno “no tiene ganas de hacer
nada” y, en consecuencia, toda pretensión de aprovechar el tiempo o de
emprender cualquier actividad tropieza con la más absoluta falta de energía.
Esto me lleva a compartir el estereotipo de que, en los países donde siempre
hace calor, el desarrollo económico ha de ser muy difícil.
Por último,
la proliferación de insectos, moscas, avispas, mosquitos… Éstos últimos en mi
pueblo, durante el día, levantan pesas en su gimnasio al aire libre y, al
atardecer o por la noche, no te pican, sino que, provistos de servilleta,
cuchillo y tenedor, te llevan en volandas a un rincón apartado donde poder
saciarse a su gusto. Si te has puesto repelente, se lo beben primero como
aperitivo y luego te dejan la piel como la superficie lunar, por listo.
Otros
“contras” son meramente subjetivos y no te voy a fatigar enumerándolos todos:
aborrezco las fiestas de los pueblos, donde en mi juventud era casi obligatorio
acudir (y no ligabas nunca), desprecio todas las canciones del verano que no he
tenido más remedio que sufrir, padeciendo la desgracia de tener tímpanos, odio
las playas abarrotadas, el mal servicio de locales hosteleros masificados en
esta estación, maldigo la frecuencia con que me infectan las “cagaleras de la
muerte”, detesto la incomodidad de los viajes, sujetos en la época veraniega a
toda clase de vejaciones: hacinamiento, retrasos, cancelaciones… Y, el más
subjetivo y peor de todos los contras: soy invadido por una oleada de
prosaísmo, de la cual este soneto que se me ha ocurrido hoy da cuenta cabal y
si no, juzga:
VERANO 2016
Corrompe mi
menuda circunstancia
que este mes,
de un agosto caluroso,
amague en mí
el estado gaseoso
y no pueda viajar
al sur de Francia.
Subrayo del
calor franca importancia,
destilando
un sudor muy pegajoso
y fétido,
que brindo generoso
a los seres
que pueblan esta estancia.
Intento
mitigar tan gran canícula
deslizando
una gélida partícula
de hielo
entre mis glúteos sofocados…
Los
mosquitos me atacan en barrena,
no refresca
a la hora de la cena
y así vuelvo
a abusar de los helados.
Hola!: Comparto tu sentimiento de repulsa hacia el verano. Las playas donde las gentes parecen sirénidos varados. Las noches plenas de ruidos. Las fiestas. La masificación allí donde se produzca. El soneto, divertido y quejumbroso a la vez, es el mejor final para esta entrada. El calor me fríe los menudillos como a ti. Roguemos para que el otoño nos devuelva a lo que somos habitualmente, aunque sea poca cosa. Saludos, COCO MALO.
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