35. MI ABUELO VA PERDIENDO LA CABEZA
Según creo haber dicho antes, mi abuelo Jeremías vivía con nosotros desde el fallecimiento de mi padre y, superada la tristeza inicial (por el óbito) y la ulterior alegría (por el reencuentro), nuestra vida no se había hecho más confortable ni más placentera: su exigua pensión, 138 pesetas y 75 céntimos, escasamente le alcanzaba al pobre para renovar sus fláccidas boinas y proveerse de tabaco. Había puesto más de relieve si cabía, nuestras estrecheces pecuniarias y de espacio, era un auténtico desastre en el ámbito doméstico, como si hubiéramos sido alcanzados por una bomba de inanidad y desorden y además se estaba moviendo hacia las penumbras de la senilidad.
- ¿Sabes que por fin van a tirar las murallas de Jaca, mocé? Ya era hora, hay que joderse cuánto se han retrasao con la piqueta, ya hubieras visto tú lo que habría crecido esta ciudad si no estuviera encerrada por las murallas de la leche, ¡sería tan grande como Zaragoza!
- Yayo, hace más de cincuenta años que derribaron las murallas, tú debías de tener mi edad, ¡si no le fueras robando los periódicos al trapero, no andarías tan desorientado!
- ¡Cagüendiós, ya decía yo que estaba el papel muy amarillo y que olía mal! Mialó, 31 de octubre de 1915, si no puede ser.
- Si quieres enterarte de las noticias, lo mejor será que pongas el Telediario.
- En la tele no se oyen más que mentiras y paparruchas, pa que se entretenga el Caudillo, que dicen por ahí que está ya un poco chocho y va a poner otra vez a un Borbón, pa jodernos a todos. La información de verdá, la traen las letras impresas, toda la vida ha sido así. Anda, baja al estanco y súbeme un paquete de cuarterón, que me tengo que ir a dar sepultura al alcalde Iguácen, que se murió anteanoche y se lo están comiendo las moscas.
Lo mejor era seguirle la corriente, aunque me daba un poco de reparo, pobre hombre: mi hermano Rosendo le gritaba, cuando el viejo desnortado se iba a un sepelio de cuarenta años atrás y esto me descomponía.
- En “El Pirineo Aragonés” – me decía en otra ocasión – viene hoy la esquela de Manolito Araguás, qué pena, con lo que hemos ido juntos a rondar de jóvenes. Si hombre, mocé, claro que lo tienes que conocer, era el hijo de Bernardina, la que nos venía a ayudar con el mondongo, primo de Saturnino el colchonero. Estos venían de la mejor casa de Martillué, solo que en la guerra les requisaron las fincas y ya no se las volvieron. Dicen que los militares rojos que huyeron del cuartel de los Estudios cuando el Alzamiento, se fueron a esconder allí, en casa Jirulo de Martillué, y cuando fueron a buscarlos, don Manuel, el padre del finado, les dijo que ahí no había nadie. Lo registraron todo y no dieron con ellos, ¿sabes ánde se habían escondido?
- Yo qué voy a saber, yayo, si para mí las guerras tendrían que estar todas prohibidas.
- Estaban el corral, enterrados debajo el fiemo, ahí no se pusieron a excavar, que el que mandaba a la patrulla que los había ido a capturar, era un alférez muy señorito, de narices muy finas pa andar hurgando en los estercoleros; ahora que se quedó con la sospecha y, al acabar la guerra, como era un hombre fuerte del Movimiento y llegó a gobernador civil, pues los jodió bien.
- Ya, ¿y los del fiemo?
- Pues, menos uno que se asfixió allí mismo y se lo comieron los tocinos, llegaron a la zona de los rojos y nunca más se supo de ellos. La familia de Manolito, arruinada, con todo confiscado, se vino a Jaca. Y se hicieron mondongueros. No me digas que no conocías a Manolito, si hombre, uno así con boina, de mi edad, pero chupao y con la nariz muy roja él, y chistoso… el más chistoso de Jaca. Y bien plantao. En la Dictadura de Primo de Rivera, él y yo los más buenos mozos de la redolada, que no nos quedábamos nunca desparejaos en un baile, luego en la posguerra lo pasó mal con las fiebres maltas y después, el paralís que le dejó aquél síncope; ahora que empezaba a echar el mal pelo, va y la espicha…
- Pues no lo conozco.
- Qué coño no lo vas a conocer, si era el suegro de Rapún, el pescatero. ¡Abuelo de tu novia, jodido, mira si no lo vas a conocer!
- Yayo, Nines ya no es mi novia: se ha ido de Jaca. Me he quedado desparejao como tú dices…
- Pues qué coño haces aquí perdiendo el tiempo con un viejo: ¡marcha a tocales el culo a las mocetas!
A la tarde siguiente, cuando llegué a casa tardísimo y reventado de la faena en el Banco, lo encontré más mustio que de costumbre. No se había puesto la dentadura y, al chupar el cigarrillo, casi se le juntaban las mejillas por dentro.
-Ay mocé, no sé qué pecado he cometido pa tener este castigo de cavilar sin descanso, tenía que haber estado más encima de tu madre y haberle quitado de la cabeza ese matrimonio con aquél majadero inútil, aquello era un capricho y se le hubiera pasao, yo hablé con el señor obispo pa ver si conseguía que mandaran al destierro a ese borracho inepto de Emeterio, pero el Régimen se había ablandado una barbaridad y, a los vagos y maleantes, ya no les daban en lo alto de los lomos como se merecían, cagüendiós, tenía que haber cogido yo el pico con el que cavaba las sepulturas y habéselo clavao en la frente y no dejar que tu pobre madre se convirtiera en el blanco del chismorreo de todo Jaca.
Me puse muy serio:
- Abuelo, no sé si sabes que estás hablando de mi padre. Y que no lleva ni medio año muerto.
- Qué tu padre, ni tu padre. Ese mastuerzo inservible era el padre de Rosendo. De tal palo, tal astilla, la otra semana lo despidieron del taller y aún no nos lo ha dicho a los de casa; que sea mi nieto no significa que yo esté ciego, está más echao a perder que Judas y tiene más delito que Negrín. Para colmo de males, anda enredando a tu padre y los dos van a acabar durmiendo a la sombra, si lo sabré yo.
- Yayo, te acabo de contar que papá nos dejó hace seis meses.
- Pero, ¿tú estás zurupeto o qué te pasa? Mira que te han ido insinuando por activa y por pasiva que tu padre, el de verdá, es Serafín el del “Arcangel”, eres su vivo retrato y has heredao su buen carácter y su buena cabeza, a más eres tan pánfilo como él. Tú viniste al mundo de un desliz que tuvo tu madre cuando él vivía aquí antes de que lo mandaran al convento. Y no es pa reprocháselo a ninguno de los dos. Si no se ha sabido a las claras es por la vergüenza de no andar de boca en boca más de lo necesario, aunque, en un sitio tan pequeño, no ha faltao quien lo ha ido pregonando.
- Anda ya, abuelo, yo ya no sé si hacer más esfuerzos por negar lo evidente y tendré que darle la razón a Rosendo: tú te estás yendo de cabeza.
- Una cosa es que no tenga la cabeza en mi sitio y otra muy diferente que no sepa la verdad en lo tocante a mi propia hija, que es una santa a la que Dios le ha de perdonar todos los pecados, mientras el otro cornudo se pudre en el infierno.
- ¡¡Abuelo!! – Ya está. Le estaba yo gritando como Rosendo que, por cierto, entró en ese momento, pues venía del trabajo, cualquiera que fuese el que ahora tenía.
- Qué viejo del demonio – intervino -. Le vamos a tener que poner un pañal.
- Si hombre – replicó el abuelo –, y a ti un bozal. O un morral colgao de las orejas con tu ración de alfalfa.
Y, con un papel del librillo de fumar, se secó una lágrima que no se decidía a echar a rodar por sus arrugadas mejillas. Y es que también él se daba cuenta de que iba perdiendo la cabeza.
Según creo haber dicho antes, mi abuelo Jeremías vivía con nosotros desde el fallecimiento de mi padre y, superada la tristeza inicial (por el óbito) y la ulterior alegría (por el reencuentro), nuestra vida no se había hecho más confortable ni más placentera: su exigua pensión, 138 pesetas y 75 céntimos, escasamente le alcanzaba al pobre para renovar sus fláccidas boinas y proveerse de tabaco. Había puesto más de relieve si cabía, nuestras estrecheces pecuniarias y de espacio, era un auténtico desastre en el ámbito doméstico, como si hubiéramos sido alcanzados por una bomba de inanidad y desorden y además se estaba moviendo hacia las penumbras de la senilidad.
- ¿Sabes que por fin van a tirar las murallas de Jaca, mocé? Ya era hora, hay que joderse cuánto se han retrasao con la piqueta, ya hubieras visto tú lo que habría crecido esta ciudad si no estuviera encerrada por las murallas de la leche, ¡sería tan grande como Zaragoza!
- Yayo, hace más de cincuenta años que derribaron las murallas, tú debías de tener mi edad, ¡si no le fueras robando los periódicos al trapero, no andarías tan desorientado!
- ¡Cagüendiós, ya decía yo que estaba el papel muy amarillo y que olía mal! Mialó, 31 de octubre de 1915, si no puede ser.
- Si quieres enterarte de las noticias, lo mejor será que pongas el Telediario.
- En la tele no se oyen más que mentiras y paparruchas, pa que se entretenga el Caudillo, que dicen por ahí que está ya un poco chocho y va a poner otra vez a un Borbón, pa jodernos a todos. La información de verdá, la traen las letras impresas, toda la vida ha sido así. Anda, baja al estanco y súbeme un paquete de cuarterón, que me tengo que ir a dar sepultura al alcalde Iguácen, que se murió anteanoche y se lo están comiendo las moscas.
Lo mejor era seguirle la corriente, aunque me daba un poco de reparo, pobre hombre: mi hermano Rosendo le gritaba, cuando el viejo desnortado se iba a un sepelio de cuarenta años atrás y esto me descomponía.
- En “El Pirineo Aragonés” – me decía en otra ocasión – viene hoy la esquela de Manolito Araguás, qué pena, con lo que hemos ido juntos a rondar de jóvenes. Si hombre, mocé, claro que lo tienes que conocer, era el hijo de Bernardina, la que nos venía a ayudar con el mondongo, primo de Saturnino el colchonero. Estos venían de la mejor casa de Martillué, solo que en la guerra les requisaron las fincas y ya no se las volvieron. Dicen que los militares rojos que huyeron del cuartel de los Estudios cuando el Alzamiento, se fueron a esconder allí, en casa Jirulo de Martillué, y cuando fueron a buscarlos, don Manuel, el padre del finado, les dijo que ahí no había nadie. Lo registraron todo y no dieron con ellos, ¿sabes ánde se habían escondido?
- Yo qué voy a saber, yayo, si para mí las guerras tendrían que estar todas prohibidas.
- Estaban el corral, enterrados debajo el fiemo, ahí no se pusieron a excavar, que el que mandaba a la patrulla que los había ido a capturar, era un alférez muy señorito, de narices muy finas pa andar hurgando en los estercoleros; ahora que se quedó con la sospecha y, al acabar la guerra, como era un hombre fuerte del Movimiento y llegó a gobernador civil, pues los jodió bien.
- Ya, ¿y los del fiemo?
- Pues, menos uno que se asfixió allí mismo y se lo comieron los tocinos, llegaron a la zona de los rojos y nunca más se supo de ellos. La familia de Manolito, arruinada, con todo confiscado, se vino a Jaca. Y se hicieron mondongueros. No me digas que no conocías a Manolito, si hombre, uno así con boina, de mi edad, pero chupao y con la nariz muy roja él, y chistoso… el más chistoso de Jaca. Y bien plantao. En la Dictadura de Primo de Rivera, él y yo los más buenos mozos de la redolada, que no nos quedábamos nunca desparejaos en un baile, luego en la posguerra lo pasó mal con las fiebres maltas y después, el paralís que le dejó aquél síncope; ahora que empezaba a echar el mal pelo, va y la espicha…
- Pues no lo conozco.
- Qué coño no lo vas a conocer, si era el suegro de Rapún, el pescatero. ¡Abuelo de tu novia, jodido, mira si no lo vas a conocer!
- Yayo, Nines ya no es mi novia: se ha ido de Jaca. Me he quedado desparejao como tú dices…
- Pues qué coño haces aquí perdiendo el tiempo con un viejo: ¡marcha a tocales el culo a las mocetas!
A la tarde siguiente, cuando llegué a casa tardísimo y reventado de la faena en el Banco, lo encontré más mustio que de costumbre. No se había puesto la dentadura y, al chupar el cigarrillo, casi se le juntaban las mejillas por dentro.
-Ay mocé, no sé qué pecado he cometido pa tener este castigo de cavilar sin descanso, tenía que haber estado más encima de tu madre y haberle quitado de la cabeza ese matrimonio con aquél majadero inútil, aquello era un capricho y se le hubiera pasao, yo hablé con el señor obispo pa ver si conseguía que mandaran al destierro a ese borracho inepto de Emeterio, pero el Régimen se había ablandado una barbaridad y, a los vagos y maleantes, ya no les daban en lo alto de los lomos como se merecían, cagüendiós, tenía que haber cogido yo el pico con el que cavaba las sepulturas y habéselo clavao en la frente y no dejar que tu pobre madre se convirtiera en el blanco del chismorreo de todo Jaca.
Me puse muy serio:
- Abuelo, no sé si sabes que estás hablando de mi padre. Y que no lleva ni medio año muerto.
- Qué tu padre, ni tu padre. Ese mastuerzo inservible era el padre de Rosendo. De tal palo, tal astilla, la otra semana lo despidieron del taller y aún no nos lo ha dicho a los de casa; que sea mi nieto no significa que yo esté ciego, está más echao a perder que Judas y tiene más delito que Negrín. Para colmo de males, anda enredando a tu padre y los dos van a acabar durmiendo a la sombra, si lo sabré yo.
- Yayo, te acabo de contar que papá nos dejó hace seis meses.
- Pero, ¿tú estás zurupeto o qué te pasa? Mira que te han ido insinuando por activa y por pasiva que tu padre, el de verdá, es Serafín el del “Arcangel”, eres su vivo retrato y has heredao su buen carácter y su buena cabeza, a más eres tan pánfilo como él. Tú viniste al mundo de un desliz que tuvo tu madre cuando él vivía aquí antes de que lo mandaran al convento. Y no es pa reprocháselo a ninguno de los dos. Si no se ha sabido a las claras es por la vergüenza de no andar de boca en boca más de lo necesario, aunque, en un sitio tan pequeño, no ha faltao quien lo ha ido pregonando.
- Anda ya, abuelo, yo ya no sé si hacer más esfuerzos por negar lo evidente y tendré que darle la razón a Rosendo: tú te estás yendo de cabeza.
- Una cosa es que no tenga la cabeza en mi sitio y otra muy diferente que no sepa la verdad en lo tocante a mi propia hija, que es una santa a la que Dios le ha de perdonar todos los pecados, mientras el otro cornudo se pudre en el infierno.
- ¡¡Abuelo!! – Ya está. Le estaba yo gritando como Rosendo que, por cierto, entró en ese momento, pues venía del trabajo, cualquiera que fuese el que ahora tenía.
- Qué viejo del demonio – intervino -. Le vamos a tener que poner un pañal.
- Si hombre – replicó el abuelo –, y a ti un bozal. O un morral colgao de las orejas con tu ración de alfalfa.
Y, con un papel del librillo de fumar, se secó una lágrima que no se decidía a echar a rodar por sus arrugadas mejillas. Y es que también él se daba cuenta de que iba perdiendo la cabeza.
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