En el verano de 2005 subí dos veces en bicicleta al pueblo de Fanlo, en el alto Sobrarbe. En la primera ocasión iba sólo y, desde Sarvisé, tomé una carretera que corre paralela al barranco del Chate. A falta de cuatro kilómetros, lo cruza y se empina en revueltas cerradas por una ladera cuyo durísimo ascenso parece que no acaba nunca.
En la segunda ocasión, llegaba en compañía de un cuñado muy aguerrido, entrando por el cañón de Añisclo y siguiendo la carretera que pasa por Nerín; un trazado más largo y, en apariencia, con menos pendiente, pero igualmente extenuante.
Desde ambos lados se trata de la misma carretera, la Hu-631, estrecha, revirada y con no muy buen piso, lo que incrementa el esfuerzo, de modo que si tienes más de cincuenta años y acarreas más de noventa kilos como era mi caso, llegas a Fanlo, que se sitúa en el collado en el punto más alto, arrepintiéndote de tus pecados y solicitando el viático.
¿La recompensa? Bueno, te tienen que gustar los paisajes agrestes y los pueblos perdidos. Éste de Fanlo, con algún bello torreón, mucha piedra y mucha historia entre arrinconada y remota, lo van encontrando los usuarios del deporte de aventura, del turismo rural y algún buscador de tranquilidad en rincones recónditos.
Imagino que en algún momento, años atrás, Fanlo estaría en un tris de pasar a ser un lugar deshabitado, como les ha ocurrido a tantos y tantos núcleos de difícil acceso en esta comarca del Sobrarbe, uno de los lugares más despoblados de la Península.
La primera vez hice unas cuantas fotos con una cámara digital Sony. Entonces las cámaras digitales de bolsillo tenían poca resolución y casi ningún ajuste. Además el día era increíblemente luminoso y soleado.
Tras estas burdas excusas, apreciarás que la belleza del entorno se sobrepone a algunas deficiencias: me agradó en especial la vista en lejanía de la Peña Montañesa desde el oeste.
Tejados, ventanas, puertas, muros... configuraban un todo muy armónico que todavía sobrevive en su belleza austera y ancestral y, pese a un cierto abandono, no está casi en absoluto echado a perder.
Concluiré con dos observaciones muy superficiales, fruto de mi afición a fotografiar estos pueblos montañeses: una es la ubicua inclinación por la heráldica, a día de hoy hay en ellos más escudos que vecinos; la otra es el omnipresente cableado de luz y teléfono, tendido por unos operarios de una época de necesidades más perentorias, en la que se la sudaba a todo el mundo el asunto este de las bellezas del entorno rural.
En la segunda ocasión, llegaba en compañía de un cuñado muy aguerrido, entrando por el cañón de Añisclo y siguiendo la carretera que pasa por Nerín; un trazado más largo y, en apariencia, con menos pendiente, pero igualmente extenuante.
Desde ambos lados se trata de la misma carretera, la Hu-631, estrecha, revirada y con no muy buen piso, lo que incrementa el esfuerzo, de modo que si tienes más de cincuenta años y acarreas más de noventa kilos como era mi caso, llegas a Fanlo, que se sitúa en el collado en el punto más alto, arrepintiéndote de tus pecados y solicitando el viático.
¿La recompensa? Bueno, te tienen que gustar los paisajes agrestes y los pueblos perdidos. Éste de Fanlo, con algún bello torreón, mucha piedra y mucha historia entre arrinconada y remota, lo van encontrando los usuarios del deporte de aventura, del turismo rural y algún buscador de tranquilidad en rincones recónditos.
Imagino que en algún momento, años atrás, Fanlo estaría en un tris de pasar a ser un lugar deshabitado, como les ha ocurrido a tantos y tantos núcleos de difícil acceso en esta comarca del Sobrarbe, uno de los lugares más despoblados de la Península.
La primera vez hice unas cuantas fotos con una cámara digital Sony. Entonces las cámaras digitales de bolsillo tenían poca resolución y casi ningún ajuste. Además el día era increíblemente luminoso y soleado.
Tras estas burdas excusas, apreciarás que la belleza del entorno se sobrepone a algunas deficiencias: me agradó en especial la vista en lejanía de la Peña Montañesa desde el oeste.
Tejados, ventanas, puertas, muros... configuraban un todo muy armónico que todavía sobrevive en su belleza austera y ancestral y, pese a un cierto abandono, no está casi en absoluto echado a perder.
Concluiré con dos observaciones muy superficiales, fruto de mi afición a fotografiar estos pueblos montañeses: una es la ubicua inclinación por la heráldica, a día de hoy hay en ellos más escudos que vecinos; la otra es el omnipresente cableado de luz y teléfono, tendido por unos operarios de una época de necesidades más perentorias, en la que se la sudaba a todo el mundo el asunto este de las bellezas del entorno rural.
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