Los Bravos, qué fenómeno. Entre los 15 y los 18 años yo era muy fan de este entonces famosísimo grupo musical español. Ahora los oigo y me cuesta comprender qué veía en ellos o en su música. “Ya, es que no eres precisamente joven”, me advierte mi conciencia, aunque bueno, escucho a The Kinks, coetáneos de aquéllos y comprendo perfectamente qué me atraía y me sigue atrayendo de muchísimos grupos de los sesenta. Claro que en España vivíamos todavía un suntuoso subdesarrollo y no había aquí conjuntos como para tirar cohetes. Los Bravos jugaban la baza de ser simpáticos, su música era desenfadada y vigorosa y el vocalista tenía aquello que todos los muchachos de entonces envidiábamos.
Vi la película “Los chicos con las chicas” en el cine de mi pueblo y era, por aquellos años, el epítome glorioso de nuestros deseos, anhelos y fabulaciones. La encontré ayer en un disco duro consagrado a la piratería y la he vuelto a ver, no sé si para reírme de aquél que solía ser hace casi medio siglo, o para pasar vergüenza ajena con la caspa que podía llegar a rezumar un producto de aquella época, hoy considerada hedionda.
El caso es que no me ha ocurrido ni una cosa ni otra... No diré que me he topado con la sorpresa de una buena película, porque no lo es ni de lejos, pero no ha dejado de hacerme gracia el paradigma de la dictadura franquista que se escenifica en su factura, en general algo torpe, premiosa e ingenua, aunque claro, el público al que iba dirigida babeábamos de lo lindo con aquella parafernalia “moderna”.
Mediante una imagen clara y aseada, con influencias opart y psicodélicas (hay hasta coloridas escenas de animación) planeando sobre imágenes y escenarios definitivamente rancios, se arma un vehículo de promoción de un grupo de pop orientado a nenas... Entre cancioncilla y cancioncilla, mal que bien implementadas en la trama, se desarrolla una historia que, pretendiendo y casi logrando no tener ni pies ni cabeza, levanta una alegoría de cómo iba a terminar la dictadura: desarticulada por los cambios de percepción y de sensibilidad, arrastrada por la vorágine de los nuevos tiempos.
Expresar que el guion es una sucesión de chorradas es un elogio que no le hace justicia: los cinco miembros de un conjunto famoso huyen de sus compromisos y se toman un asueto, practicando una versión especialmente cutre de la acampada campestre, en uno de nuestros amenos secarrales. Se topan con un grupo de colegialas jovencitas y las siguen. Su vocalista, Mike, se enamora al primer vistazo de una de ellas, la de aspecto más pazguato.
Al día siguiente, Mike acude al internado, donde las niñas viven en un régimen de aparatosa y trasnochada disciplina, bajo la férula de unas profesoras a cuál más arpía, pero en lugar de llamar a la policía y hacerlo detener por pederasta, como ocurriría en nuestros días, ¡lo nombran profesor de música! El caso es que los otros cuatro integrantes del grupo, buscando a su líder y poniendo en práctica ardides a cuál más insensato y ridículo, logran infiltrarse en la vetusta y honorable institución, burlando su estricta normativa con ayuda del nieto del Filántropo o fundador de esta especie de colegio/penitenciaría. A partir de aquí, no sólo Mike y su enamorada harán manitas siempre que les plazca, evidenciando que la vigilancia en el centro es fácil de burlar, sino que entre todos pondrán cabeza abajo la, de tan respetable, grotesca institución. Aquí tienes la apoteosis final, con la canción/declaración de intenciones “Los chicos con las chicas” que da fin al alocado film (que podía haber ganado el Oscar a la candidez):
Los sensacionales Tip y Coll, Lola Gaos, Manolo Gómez Bur y una plana mayor de primeros actores y actrices del cine cómico español del momento, casi logran dar vida a la endeble trama y encubrir las escasas dotes interpretativas del grupo: un muy hierático Mike y el resto de los músicos haciendo patéticos esfuerzos para parecer graciosos y desenvueltos.
Dirige este inefable artefacto Javier Aguirre, que también firmó “Una vez al año ser hippie no hace daño” y las películas de los memorables Parchís, ahí es nada.
Por aquella época fui testigo de un concierto del grupo en la Plaza de Toros de Zaragoza. Compartían cartel con Manolo Escobar, motivo por el cual, una de mis tías se avino a acompañarme. Tras el concierto de la banda, me dijo no sin razón: “para Bravos, los que hemos aguantado aquí”. En aquélla ocasión, los chicos (sin las chicas) estaban (¿o habían estado?) embarcados en una de las más sórdidas maniobras de marketing que yo he conocido en mi vida: su teclista, Manuel Fernández, se había suicidado, creo que disparándose con una escopeta y, el resto del grupo anunciaron que contratarían a otro teclista, uno de mucho relieve que, cuando llegaran sus primeras actuaciones, tocaría con la cabeza oculta en una capucha. El espectador que adivinara el nombre del encapuchado, ganaría el premio de acompañar durante una gira a su conjunto preferido, o sea, a los Bravos, que así se anticipaba a la moda de los conjuntos siniestros, estilo The Cure, puedes no creerlo, pero es cierto.
Vi la película “Los chicos con las chicas” en el cine de mi pueblo y era, por aquellos años, el epítome glorioso de nuestros deseos, anhelos y fabulaciones. La encontré ayer en un disco duro consagrado a la piratería y la he vuelto a ver, no sé si para reírme de aquél que solía ser hace casi medio siglo, o para pasar vergüenza ajena con la caspa que podía llegar a rezumar un producto de aquella época, hoy considerada hedionda.
El caso es que no me ha ocurrido ni una cosa ni otra... No diré que me he topado con la sorpresa de una buena película, porque no lo es ni de lejos, pero no ha dejado de hacerme gracia el paradigma de la dictadura franquista que se escenifica en su factura, en general algo torpe, premiosa e ingenua, aunque claro, el público al que iba dirigida babeábamos de lo lindo con aquella parafernalia “moderna”.
Mediante una imagen clara y aseada, con influencias opart y psicodélicas (hay hasta coloridas escenas de animación) planeando sobre imágenes y escenarios definitivamente rancios, se arma un vehículo de promoción de un grupo de pop orientado a nenas... Entre cancioncilla y cancioncilla, mal que bien implementadas en la trama, se desarrolla una historia que, pretendiendo y casi logrando no tener ni pies ni cabeza, levanta una alegoría de cómo iba a terminar la dictadura: desarticulada por los cambios de percepción y de sensibilidad, arrastrada por la vorágine de los nuevos tiempos.
Expresar que el guion es una sucesión de chorradas es un elogio que no le hace justicia: los cinco miembros de un conjunto famoso huyen de sus compromisos y se toman un asueto, practicando una versión especialmente cutre de la acampada campestre, en uno de nuestros amenos secarrales. Se topan con un grupo de colegialas jovencitas y las siguen. Su vocalista, Mike, se enamora al primer vistazo de una de ellas, la de aspecto más pazguato.
Al día siguiente, Mike acude al internado, donde las niñas viven en un régimen de aparatosa y trasnochada disciplina, bajo la férula de unas profesoras a cuál más arpía, pero en lugar de llamar a la policía y hacerlo detener por pederasta, como ocurriría en nuestros días, ¡lo nombran profesor de música! El caso es que los otros cuatro integrantes del grupo, buscando a su líder y poniendo en práctica ardides a cuál más insensato y ridículo, logran infiltrarse en la vetusta y honorable institución, burlando su estricta normativa con ayuda del nieto del Filántropo o fundador de esta especie de colegio/penitenciaría. A partir de aquí, no sólo Mike y su enamorada harán manitas siempre que les plazca, evidenciando que la vigilancia en el centro es fácil de burlar, sino que entre todos pondrán cabeza abajo la, de tan respetable, grotesca institución. Aquí tienes la apoteosis final, con la canción/declaración de intenciones “Los chicos con las chicas” que da fin al alocado film (que podía haber ganado el Oscar a la candidez):
Los sensacionales Tip y Coll, Lola Gaos, Manolo Gómez Bur y una plana mayor de primeros actores y actrices del cine cómico español del momento, casi logran dar vida a la endeble trama y encubrir las escasas dotes interpretativas del grupo: un muy hierático Mike y el resto de los músicos haciendo patéticos esfuerzos para parecer graciosos y desenvueltos.
Dirige este inefable artefacto Javier Aguirre, que también firmó “Una vez al año ser hippie no hace daño” y las películas de los memorables Parchís, ahí es nada.
Por aquella época fui testigo de un concierto del grupo en la Plaza de Toros de Zaragoza. Compartían cartel con Manolo Escobar, motivo por el cual, una de mis tías se avino a acompañarme. Tras el concierto de la banda, me dijo no sin razón: “para Bravos, los que hemos aguantado aquí”. En aquélla ocasión, los chicos (sin las chicas) estaban (¿o habían estado?) embarcados en una de las más sórdidas maniobras de marketing que yo he conocido en mi vida: su teclista, Manuel Fernández, se había suicidado, creo que disparándose con una escopeta y, el resto del grupo anunciaron que contratarían a otro teclista, uno de mucho relieve que, cuando llegaran sus primeras actuaciones, tocaría con la cabeza oculta en una capucha. El espectador que adivinara el nombre del encapuchado, ganaría el premio de acompañar durante una gira a su conjunto preferido, o sea, a los Bravos, que así se anticipaba a la moda de los conjuntos siniestros, estilo The Cure, puedes no creerlo, pero es cierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario