Uno de los temas que ha amenizado el sopor de este verano interminable y bochornoso, ha sido el otrora desconocido o ignorado pero ya popular burkini. Esta pudorosa prenda de baño ha suscitado una fatigosa (y fogosa) polémica entre defensores y detractores ¿de qué? ¿De la dignidad de la mujer? ¿De su decencia? ¿De su libertad de elección? Vaya usted a saber… Si nos atenemos a lo estrictamente social, conviene recordar algunos hechos:
La persona portadora de tan controvertida indumentaria es tan libre de transitar por la playa en burkini, como disfrazada de Catwoman, o rematando un pareo con la tradicional mantilla española. No perjudica a nadie, ni ofende al decoro, ni atenta contra las buenas costumbres.
Y por supuesto que lo llevan libremente, como las monjitas han elegido libremente los votos que las encaminan a su específica indumentaria, faltaría más. Yo confío en que si mis gobernantes descubrieran que una sola mujer es obligada a avergonzarse de su piel, de su pelo o de su rostro y forzada a taparlos, actuarían en su defensa ¿o no? Toco madera.
Mi amigo el Resentido piensa que es una presencia excéntrica y antiestética, aunque yo trato de hacerle ver que esa es su retrógrada opinión personal. Él dice que señalarse de ese modo no favorece la integración y que “donde fueres haz lo que vieres”, pero yo le señalo que me gustaría ver cómo se integra él en Dubai, renunciando a su inclinación a los tacos de jamón con un tintorro.
Luego me viene con el argumento de la higiene y yo le digo que, en ese punto, a mí me inquieta más que pulule por la playa un fulano con uno o dos perrazos, chapoteando para liberarse de sus garrapatas, al lado de dónde yo me baño.
A continuación saca, cómo no, el tema ominoso, la amenaza que puede suponer una prenda que encubre la identidad y puede camuflar explosivos capaces de despedazar el más sólido chiringuito y yo le contesto que si va cobijando y alimentando semejante sospecha, pronto no será capaz de salir a la calle: cada automóvil con las lunas tintadas puede albergar un sanguinario gánster, cada gabardina puede abrigar a un exhibicionista y a saber qué puede esconder, en un cochecito de bebé, una fingida madre consagrada al terrorismo cosmopolita.
Lo que nos da miedo de verdad es vivir en una sociedad multicultural, medio desintegrada, medio mal articulada, donde las convicciones se han evaporado, la incertidumbre no deja de aumentar y las costumbres y usanzas, allí donde estuvieran cuajadas, no dejan de mutar con celeridad, al voluble impulso de la moda.
Trato de hacerle ver al Resentido que, si medio millón de ciudadanos expresaran que su íntima o revelada creencia les lleva a las populosas playas en cueros, con la hoja de parra del padre Adán tapando (en ausencia de viento) sus peludos aparatos, él exhibiría la gazmoñería que ahora les recrimina a las islámicas y, en cuanto a las autoridades… ¿Con qué autoridad se opondrían a la creencia de cientos de miles de votantes? El número, amigo, el número.
Y aparco la sociología de sexto de Primaria, para dar paso a la teología de quinto. Los dioses únicos se revelan en sus enrevesadas escrituras (principalmente tres), como seres creadores infinitamente misericordiosos, poderosos y sabios, vamos que tienen la autoestima por las nubes, mas, en su engreimiento, después de triunfar con los volcanes que les salen majestuosos y con los cocodrilos que son espectaculares, van y hacen una criatura que les sale mal: el hombre, destinado a cantar la gloria del ser creador y que es un puto desastre. Y luego rematan la faena con una criatura que les sale todavía peor: la mujer.
Les sale tan defectuosa a sus ojos que se aprestan a dictaminar que su exhibición es pecaminosa y su contemplación incita al mal y al daño, con lo que decretan que sea tapada con los trapos más feos que los hombres o ellas mismas sean capaces de tejer. Los dioses únicos no se sienten afrentados por las jirafas, las ovejas o las ratas, exigiendo de ellas que no muestren su pelo y sus vergüenzas: sólo la mujer es indigna para estos demiurgos machistas y quisquillosos.
Es decir, al dios de cualquiera de estos libros que contienen directamente su palabra, mensajes de texto transcritos por unos profetas iluminados por su sabiduría infinita, e interpretados por unos cada vez más escasos (y romos) lectores, nos ha hecho llegar que el pelo de la mujer es inmundo; sus ingles y tetas, afrentosas a la vista; su silueta, perniciosa y, de este modo, para evitar desórdenes (y distracciones u ofensas, entre sus piadosos seguidores), y como mal menor, el burkini.
Ah, la inescrutable lógica divina, tan inescrutable que hay que allanar su comprensión con hogueras y lapidaciones.
La persona portadora de tan controvertida indumentaria es tan libre de transitar por la playa en burkini, como disfrazada de Catwoman, o rematando un pareo con la tradicional mantilla española. No perjudica a nadie, ni ofende al decoro, ni atenta contra las buenas costumbres.
Y por supuesto que lo llevan libremente, como las monjitas han elegido libremente los votos que las encaminan a su específica indumentaria, faltaría más. Yo confío en que si mis gobernantes descubrieran que una sola mujer es obligada a avergonzarse de su piel, de su pelo o de su rostro y forzada a taparlos, actuarían en su defensa ¿o no? Toco madera.
Mi amigo el Resentido piensa que es una presencia excéntrica y antiestética, aunque yo trato de hacerle ver que esa es su retrógrada opinión personal. Él dice que señalarse de ese modo no favorece la integración y que “donde fueres haz lo que vieres”, pero yo le señalo que me gustaría ver cómo se integra él en Dubai, renunciando a su inclinación a los tacos de jamón con un tintorro.
Luego me viene con el argumento de la higiene y yo le digo que, en ese punto, a mí me inquieta más que pulule por la playa un fulano con uno o dos perrazos, chapoteando para liberarse de sus garrapatas, al lado de dónde yo me baño.
A continuación saca, cómo no, el tema ominoso, la amenaza que puede suponer una prenda que encubre la identidad y puede camuflar explosivos capaces de despedazar el más sólido chiringuito y yo le contesto que si va cobijando y alimentando semejante sospecha, pronto no será capaz de salir a la calle: cada automóvil con las lunas tintadas puede albergar un sanguinario gánster, cada gabardina puede abrigar a un exhibicionista y a saber qué puede esconder, en un cochecito de bebé, una fingida madre consagrada al terrorismo cosmopolita.
Lo que nos da miedo de verdad es vivir en una sociedad multicultural, medio desintegrada, medio mal articulada, donde las convicciones se han evaporado, la incertidumbre no deja de aumentar y las costumbres y usanzas, allí donde estuvieran cuajadas, no dejan de mutar con celeridad, al voluble impulso de la moda.
Trato de hacerle ver al Resentido que, si medio millón de ciudadanos expresaran que su íntima o revelada creencia les lleva a las populosas playas en cueros, con la hoja de parra del padre Adán tapando (en ausencia de viento) sus peludos aparatos, él exhibiría la gazmoñería que ahora les recrimina a las islámicas y, en cuanto a las autoridades… ¿Con qué autoridad se opondrían a la creencia de cientos de miles de votantes? El número, amigo, el número.
Y aparco la sociología de sexto de Primaria, para dar paso a la teología de quinto. Los dioses únicos se revelan en sus enrevesadas escrituras (principalmente tres), como seres creadores infinitamente misericordiosos, poderosos y sabios, vamos que tienen la autoestima por las nubes, mas, en su engreimiento, después de triunfar con los volcanes que les salen majestuosos y con los cocodrilos que son espectaculares, van y hacen una criatura que les sale mal: el hombre, destinado a cantar la gloria del ser creador y que es un puto desastre. Y luego rematan la faena con una criatura que les sale todavía peor: la mujer.
Les sale tan defectuosa a sus ojos que se aprestan a dictaminar que su exhibición es pecaminosa y su contemplación incita al mal y al daño, con lo que decretan que sea tapada con los trapos más feos que los hombres o ellas mismas sean capaces de tejer. Los dioses únicos no se sienten afrentados por las jirafas, las ovejas o las ratas, exigiendo de ellas que no muestren su pelo y sus vergüenzas: sólo la mujer es indigna para estos demiurgos machistas y quisquillosos.
Es decir, al dios de cualquiera de estos libros que contienen directamente su palabra, mensajes de texto transcritos por unos profetas iluminados por su sabiduría infinita, e interpretados por unos cada vez más escasos (y romos) lectores, nos ha hecho llegar que el pelo de la mujer es inmundo; sus ingles y tetas, afrentosas a la vista; su silueta, perniciosa y, de este modo, para evitar desórdenes (y distracciones u ofensas, entre sus piadosos seguidores), y como mal menor, el burkini.
Ah, la inescrutable lógica divina, tan inescrutable que hay que allanar su comprensión con hogueras y lapidaciones.
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