Ignoro a qué es debido que las fechas del 24 y 25 de diciembre sean, para mí, as más temidas y aborrecidas del año. No se debe a una cuestión de creencias: mi fe católica caducó, más o menos, cuando yo contaba trece años y, tanto tiempo después, carezco de la inquina antirreligiosa de tantos compatriotas. Ni siquiera soy anticlerical. Es un tema que me la suda.
La morbosa exhibición de consumo asociada a las fechas tampoco es lo que me molesta. No me conmueven los regalos ni las comilonas. Al ser un rivilegiado del primer mundo, como bien y bebo a gusto siempre que se me antoja, cada vez con menos excesos por mor de la edad. Como ciudadano de un país desarrollado, cualquier ocasión es buena para comprarme todas las chucherías útiles o inservibles que se me antojan. De niño, inmerso en un ambiente económico de mucha mayor escasez, por supuesto que me ilusionaban los mazapanes y turrones, por supuesto que me deleitaban los juguetes y obsequios. Entonces me jodía bien: no había recursos para tanto deseo. Ahora que tengo más medios, me falta el deseo, así que me vuelvo a joder bien.
No, no es nada de esto. De niño yo apreciaba las festividades que daban lugar a reuniones familiares: ahora es esto mismo lo que me horroriza. No voy a descubrir aquí el declive de la institución familiar en este lamentable país de 1'3 hijos por pareja y bajando. Un explicable suicidio colectivo, si a la peña le intranquilizan tanto las reuniones familiares como a un servidor.
Y es que son incómodas, turbulentas, agobiantes y fatigosas. Siempre se acaba discutiendo. Siempre termina uno con mala conciencia por lo que dijo o por lo que calló, por los malentendidos acumulados, por el dolor de un pasado huido e irrecuperable, por la certificación del paso implacable del tiempo.
Sin contar con la generosidad sin recompensa, con el trabajo sin agradecimiento de los anfitriones, que se ven invadidos y enjuiciados por una turba impaciente de jóvenes que, como es característico, siempre desean estar en otra parte, de mayores intolerantes y gruñones como yo y de niños latosos e impacientes. Yo derogaría la Navidad para todos menos para estos últimos. Los más pequeños son los únicos que, si no están muy pervertidos, saben disfrutarla y apreciarla.
Una vez, cuando vivía en Barcelona, me fui a comer el día 25 a un modestísimo restaurante de la calle Tallers, donde el resto de comensales eran viejos solitarios o desfavorecidos. Es la única comida de Navidad que me ha dejado huella.
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