Transpuso el umbral de rodillas, como
cada mañana. Las desparejas baldosas del pasillo orlaban sus bordes de tímidas
hierbecillas, cubiertas con un dedo de rosada. Iba sofocado por el esfuerzo y,
sin embargo, aterido. Castañeteaban sus dientes con un escándalo de carraca de
feria. “No puede ser; esto es impío”, se decía con disgusto. De pronto, recordó
que, en su precipitación, había salido del dormitorio colectivo sin reparar en
la fecha: 10 de Enero, San Agatón, el longevo Papa palermitano, azote de los
monotelitas a quienes Dios machaque con Su Infinita Justicia. “Satanás
zancadillea mi memoria” pensó, al tiempo que daba marcha atrás, siempre de
rodillas, por el corredor lóbrego, flanqueado por un número asaz respetable de
desvencijadas puertas sin pintar, que el moho y la carcoma se disputaban con
unas testarudas hormigas amparadas en abundosas colonias de líquenes. Aquello,
percibió Serafín en su retorno afanoso, era como vivir en plena naturaleza,
pero en sucio. Las ventanas del añoso edificio se hallaban a no menos de
veinticinco palmos del suelo. Eran estrechas y largas como la ranura de una
hucha, solo que mucho más grandes, de una verticalidad imponente; y no tenían
ni un solo cristal entero, lo cual constituía un desafío a las leyes del azar,
dada la infinidad de diminutos cuadraditos de vidrio, ya rajados, ya
astillados, ya pulverizados, ya inexistentes, que ajedrezaban cada ventanal.
“Parece mentira tanto frío”, se extrañaba Serafín, “si con lo lejos que están
las ventanas del suelo, tendría que tardar todo el invierno en bajar de ahí”.
“Además”, añadía, “cómo es posible que pase un frío tan gordo por unas rendijas
tan estrechas que, de luz, sólo dejan pasar la más delgada y sutil”. En efecto,
una tenue luz malva se abovedaba sobre su cabeza, una luz neblinosa, carente de
tonos claros o de reflejos dorados, se filtraba en jirones mates, sin atreverse
a descender del techo. Lo que sí había descendido era una granizada de vidrios
rotos, de reciente desprendimiento. Serafín lo descubrió con sus rodillas a
rastras, poniéndose como un Ecce Homo.
-¡Mierda, lo que me faltaba! – Gruñó
entre dientes.
La sangre se le heló en las venas: había
dicho una palabrota. Estaba en pecado, como mínimo venial. Ya no podría
comulgar: mosen Deogracias era el único sacerdote de la institución y mal
podría confesarle mientras estaba celebrando.
-¡Soy un desgraciado! – Murmuró. Sus rodillas
al arrastrarse depositaban pequeñas perlas coloradas en el enlosado. –El Señor
me manda un sacrificio adicional, para probar mi fortaleza, y mi lengua
viperina se revuelca procaz en la inmundicia. Hoy me tomaré la sopa hirviendo
para escaldarla, por rebelde.
Llegó a la habitación mal consolado por
su monólogo y se dirigió a su litera. Rezó trece Salves, dos Credos y un
Gloriapatri en latín, en honor de san Agatón, el santo que fue rico y repartió
su fortuna entre los necesitados, pensando que si él fuera un día rico y
anhelara ser santo, lejos de repartir su fortuna entre los pobres, que al fin y
al cabo se la iban a gastar en vino, en tabaco, quinielas y condones, la daría
a la Iglesia, a la Basílica del Pilar, para que hicieran un manto nuevo y una corona
a la Virgen, lo cual sin duda debe de ser más grato a los ojos de su Hijo, que
fomentar el vicio en sus amados pobres. Necesidad, necesidad, como en los
tiempos de san Agatón, ya no pasa nadie, gracias a los tenaces desvelos del
Caudillo. Si no que se lo digan a él que es un inclusero. Con tal reflexión,
por poco se olvida de su pecado de incontinencia verbal: mira que si el
Altísimo fuera a fulminarlo por mal hablado y lo mandara a pudrirse al
infierno… Rezó el Señor Mío Jesucristo, pero se daba cuenta de que su dolor y
arrepentimiento no eran sino una imperfecta atrición: pedía perdón, por temor
al eterno castigo en las tinieblas; unas tinieblas más densas que las del
caserón infecto donde habitaba, que era, a la vez convento, orfanato,
reformatorio y almacén-depósito de la CAMPSA; unas tinieblas donde el crujir de
dientes no sería producto del seis bajo cero, sino de la incurable
desesperación del condenado. No consiguió empero una auténtica contrición,
fruto del horror al pecado por el pecado mismo, por haber herido la infinita
bondad del Salvador, y se repetía: “Yo también me he herido la rodilla, pero no
es lo mismo, los sufrimientos de Cristo fueron inmensos”. Y ni aun así.
Salió del dormitorio enorme y desierto,
convencido de que era poco menos que un apóstata. Se apresuró por el pasillo,
donde una claridad más definida evidenciaba la humedad ponzoñosa que imperaba
en el techo y, de allí, se expandía por las paredes con vehemencia fétida. Lo
más difícil era bajar de rodillas por las escaleras que conducían hasta la
capilla. Los peldaños de granito estaban tan redondeados, que más de una vez el
camino de la capilla había pasado por la enfermería. Últimamente, sin embargo,
inclinando el cuerpo hacia atrás, se deslizaba por los escalones romos con la pericia
de un esquiador olímpico. Se dio esta vez mucha prisa, tanta que llegó a la
puerta del recinto sagrado con las rodillas hechas pulpa, los cortes todos
macerados y, por si fuera poco, hacía ya un rato que había comenzado la
Epístola.
-¡Mierda, mierda, mierda, Señor, soy un
desgraciado, un gusano, una bestia inmunda, he llegado otra vez tarde a tu
Santo Sacrificio! Un día la Paciencia dará paso a la Cólera y fulminarás a este
reo de Condenación Eterna.
El preceptor, que estaba tras las últimas
filas, muy cerca de la puerta, lo fulminó con la mirada:
-¡Eh, tú, fray Sandía, a ver si te callas
que esto es la Casa de Dios! ¡Parece mentira en ti, que eres tan santita, que
entres montando este estrapalucio!
Hubo risitas y cuchicheos, habituales por
otra parte, en los últimos bancos. Serafín se puso más mustio si cabía, no sólo
había llegado tarde a la Santa Misa, sino que había entrado además
escandalizando.
Se situó tras una falsa columna de
escayola, a la izquierda de la puerta y lloró en silencio hasta el momento de
la bendición. Lloró sus necedades e imprudencias, sus debilidades y faltas, sus
negligencias y tropiezos y ahora sí que le salió de lo más hondo, de la médula
del alma, un acto de contrición perfecta, de entrega y amor.
Las rodillas se le infectaron
espantosamente, hinchadas y deformes, le estuvieron supurando un año entero.
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