En septiembre de 1988 llegué, como
profesor de aquella hoy remota EGB, a Alcolea de Cinca. Nuestro más implacable
verdugo, que es el tiempo, aún me permitía considerarme joven. Vale más que
diga, de entrada, que no conseguí enteramente adaptarme al llamado medio rural
y que no conservo un recuerdo maravilloso, lo cual sería menos grave para mí si
no hubiera estado allí quince años dedicado a intentar enseñar las potencias de
dos, las ecuaciones de primer grado y otras menudencias escolásticas por el
estilo. Vale más que confiese que no me quedé a vivir allí, pese a que, con
buen criterio, era por aquel entonces obligatorio que los funcionarios de la
educación pública residiéramos en el lugar donde se nos había otorgado la
plaza. Allí fui, durante algunos años “el catalán”, porque había regresado a
estas tierras tras residir varios años en Barcelona y debí ser tal vez algunas
cosas peores, pues es frecuente que, en determinados pueblos de la ribera
cinqueña, ciertos sectores tengan un concepto difuso del profesorado como un
hatajo de vividores y sinvergüenzas aunque, claro, tampoco es la norma.
He de decir que el pueblo y sus
alrededores, como espacio físico o geográfico, en el que fui un pertinaz
turista, me resultaban muy atractivos: con frecuencia intentaba sacar a los
alumnos a pasear, actividad esta que cada vez encuentra más cortapisas y
restricciones en la vida académica, hoy mucho más constreñida que hace
veinticinco o cuarenta años, pese a lo que pueda parecer, ya que en el presente
hay que programarlo todo e incurres en una grave responsabilidad si sacas a “la
canalla” de las (j)aulas sin haber justificado con la suficiente antelación los
beneficios competenciales del paseo pedagógico, sin haber enumerado las medidas
de seguridad tomadas o sin tener el visto bueno explícito de la comunidad
educativa en pleno, reunida al efecto en un tenso sínodo.
Me gustaba especialmente el aspecto
precario, desaliñado y un tanto poético de algunos rincones, de algunos
portales, de algunas calles, la omnipresencia de las ripas, unos relieves
tabulares que alzan caprichosos acantilados junto al río, encajonando al pueblo
en su ribera y, sobre todo, un vetusto, decrépito y un tanto majestuoso
ayuntamiento, en un caserón que, al remodelarlo, perdió parte de su atractivo
pero, claro, se estaba cayendo.
En aquella época, me daba por tirar
fotografías en blanco y negro, que yo mismo revelaba y positivaba con un limitado
laboratorio casero. Algunas, luego, las he digitalizado e incluso tintado, como
aquél que inventó la televisión en sepia para ver programas antiguos. Hace
poco, he vuelto por allí, armado de una cámara más moderna y me he encontrado
con una villa que se ha acicalado bastante, sin acabar de perder su sabor. Más
adelante publicaré fotos más recientes y algunas tomas de las ripas que, si las
desconoces, te harán prendarte de su aspecto peculiar y pintoresco, como de
spaghetti western. Primero pongo las imágenes del más lejano recuerdo, porque
he observado que internet es un moderno medio con un abundantísimo magma de
imágenes del día, pero si buscas algo añejo, escasea de lo lindo.
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