Me atareo de nuevo en desempolvar las
entrañables láminas de aquella vieja y obsoleta enciclopedia ¿y qué tenemos
hoy? Pues ranas, delicioso manjar para los franceses y otros gourmets. Yo he
probado sus ancas (sólo se comen las patas traseras) y es un sabor curioso y
desconcertante: no adivinas si es carne o pescado, por más que el dicho reza:
“Algo se pesca… Y llevaba una rana en la cesta”. Se tiene a la rana por un animal
inofensivo, en contraposición a su pariente el sapo, cuyas vesículas urticantes
le dan una fama de animal ofensivo, al que se ha calumniado muchas veces con el
infundio de que escupe un veneno que ciega, hace caer el pelo y envenena la
sangre. Una reputación casi tan mala como la de algunos políticos españoles. En
todo caso, lo que parece cierto es que algunas ranas tropicales sí son animales
muy venenosos, no como las de aquí que, con un poco de suerte, pueden encubrir
a un príncipe encantado, el cual recuperaría su forma primigenia, al contacto
de los labios de una doncella enamorada, aunque, en los tiempos que corren, las
jóvenes son muy listas: jamás he visto a una besando a una rana, no sea que el
hechizo se quiebre y le advenga a la ingenua una desgracia similar a la que
aniquiló a Grace Kelly, pues, en numerosas ocasiones, el príncipe suele salir
rana.
Cuando yo impartía clases de Ciencias
Naturales, solía empeñarme en clasificarlos en anuros (sin cola, como el sapo y
la rana) y urodelos (con cola, como la salamandra y el tritón). Hoy me entero
de que existen también los anfibios ápodos (que no hay que confundir con los
apodos, como Carasapo, Ranapeluda, Renacuajo o Himphame). Eso hubiera supuesto
una complicación adicional considerable para mis alumnos. Una vez, en Alcolea,
me trajeron un sapo gordo como un botijo que, fuera de su pringoso fango, me
daba mucha pena y me obstiné en que lo soltaran en una acequia. Luego preferí
no preguntar qué habían hecho con él (igual le pagaron unos estudios o lo
convirtieron en mascota del centro al estilo USA).
De pequeños, cazábamos renacuajos en
Jaca, en un arroyuelo que allí conocen como rio Gas. Los llamábamos
“cucharetas” y nos los llevábamos a casa, en un tarro de cristal, para asistir
pasmados a su metamorfosis en ranas. No sobrevivían, claro, pues desconocíamos
todo lo relativo a su alimentación, a los requisitos ambientales que había que
reproducir y, en fin, carecíamos de todo conocimiento y talento. Menos mal que
las ranas en sus ubicuas “babas de rana” ponen huevos a carambullo y no siguen
la política del hijo-único-para-darle-todas-las-atenciones-y-oportunidades, con
la que se hubieran extinguido. Aunque, de todas formas, muchas especies de
anfibios (tritón pirenaico… ) están en peligro de extinción, me temo que son
animales muy indefensos y la destrucción de su hábitat progresa a un ritmo
sostenible.
Al no haberme quedado ciego, no se me
escapa que en internet hay imágenes maravillosas de anfibios (algunas las he
“fusilado” aquí), que dejan a estas láminas a la altura del betún. No obstante
a mí me hacen gracia porque son dibujos y pinturas artesanales, fruto de
plumillas y pinceles, algo “retro” y “naif”. Además esta vez, no sé por qué,
una lámina era en color y la otra no. Algo se ahorrarían en control de calidad
y así la enciclopedia salió más barata.
Una última curiosidad: un periodista
anunció que “veremos la regeneración política en España cuando las ranas críen
pelo”. Me entero hoy, con alborozo y esperanza, de que existe una rana peluda
africana (ver imagen), así que no está todo perdido. Ah, y se dice también: “a
callarse ranas, que va a predicar el sapo”.
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