Al día siguiente, por la mañana, en casa de Mateo, estábamos en su espaciosa terraza ante el caballete donde daba los últimos toques a la Torre de la Cárcel y, por primera vez, mostré un genuino entusiasmo por sus avances pictóricos:
- Te ha quedado muy bien, muy real: en esta pintura no tienes que explicar nada, todo el mundo lo ve.
- Cuando seque, voy a llevarla a los almacenes San Juan. Me han dicho que la pondrán en el escaparate e intentarán venderla. Voy a pedir novecientas pesetas más lo que me cobren por el marco. – Firmó “Mateo Lahoz 1968” y se alejó para ver el efecto conseguido desde lejos. Nos quedamos mirando el cuadro un rato, en su factura detallista se veía la pescadería de Rapún y eso me hizo sentir una punzada de melancolía.
- Me pregunto qué andará haciendo Nines allá en Lyon, - dije.
- Pues aprendiendo francés, supongo. Y haciendo amistades, ten en cuenta que allí será una belleza exótica. Seguro que ha conocido a un tal Jean-Pierre y se consuela con él de tu fastidioso y mortecino recuerdo.
- ¿También tú te vas a poner en plan borde, como los otros? Si es así no vale la pena que te cuente que ni me imaginaba que la iba a echar de menos, menudo alivio, pero resulta que ahora pienso en ella más que cuando la tenía pegada y no me dejaba ni a sol ni a sombra… Joder, qué tonto fui.
- ¿Qué te hace conjugar el verbo en pasado, joven gañán? A mí no me parece que haya mejorado tu entendimiento: el de una mosca sigue siendo envidiable comparado con el tuyo. Además, como dice el poeta: “siempre seremos lo que ya fuimos”.
- Fabuloso, pues; encima ayer nos tuvimos que marchar de “El Arcángel”, porque mi hermano y esa gentuza con la que va ahora se metieron con nosotros y Chus y éstos no quieren volver nunca más por allí…
- Huy, por lo que he oído, mejor que no vayáis por allí: a mí me parece que Serafín y tu hermano andan metidos en un asunto poco claro. Se van en moto a pescar, eso dicen ¿sabes?
- Sí. Se han hecho muy amigos y se han aficionado a pescar, estas tardes de verano, en el río Gas.
- Sí, pero alguien los vio el otro día llegarse a la estación de Navasa. Y allí recogieron un paquete del tren, con mucho misterio. No sé. Ya sabes que tengo aficiones de detective.
- ¿Y qué piensas que puede ser?
- Ni idea, pero mi teoría es que tu hermano está utilizando al ingenuo de Serafín, que es la candidez personificada, para algo turbio… Como sea lo que yo pienso se les puede caer el pelo.
Y no quiso decir más. Se puso a juguetear con la pipa, como siempre hacía, para darse aires de misterio. A mí lo que se trajera mi hermano entre manos, me tenía sin cuidado. Y no podía ser nada bueno. Lo que me desesperaba era estar sin un lugar donde quedar a tomar unos blancos con tranquilidad y buena música, así que concluí:
- Estas vacaciones, vamos a acabar enloqueciendo de aburrimiento.
- Ay, ahora que me haces pensar, te puedo enseñar algo muy divertido, pasa adentro.
En su habitación, me enseñó un aparato pequeño que sacó de una caja, nuevo a todas luces, no muy distinto de una radio a pilas.
- Tú has visto en el instituto el magnetófono que tienen, que parece un armario: pues esto, con lo diminuto que es, hace lo mismo. Te permite grabar y reproducir pequeñas cintas que van en un cartucho y que se llaman casetes: el sonido no es muy bueno, pero puedes registrar mensajes, conferencias, clases, programas radiofónicos… Yo lo uso para guardar las emisiones de Radio Pirenaica y Radio España Independiente: se pone un micro conectado aquí, se le da al botón rojo y graba.
- ¿Se puede grabar música? - Pregunté esperanzado.
- Ya te he dicho que el sonido no es muy bueno, aunque puedes cantar y así oyes como suena tu voz, que siempre es diferente a como tú te la escuchas, ¿no te has grabado nunca?
- No. – Respondí. Y esto pareció animar su faceta experimental.
– Yo he probado a cantar una canción, con la música de un disco de fondo. Te pondré la grabación para que te hagas una idea.
Se me había olvidado que Mateo era miembro del Orfeón Jacetano. Uno de los pocos que habían admitido de nuestra clase. En el instituto nos habían hecho presentar a todos: había una especie de tribunal y te hacían pasar de uno en uno. “Cante usted algo” decía el Director del orfeón, que estaba flanqueado por la profe de música y don Marcelino. Yo entoné los primeros compases de “Un sorbito de champagne” y me hicieron callar a los seis segundos. “Tiene poquita voz”, dijo el Director, “pero desagradable”, apostilló don Marcelino. Mateo, en cambio, sí se daba traza de cantar medio bien.
Oí su grabación de “Ojos de España” y, pese a que me parecía una canción de lo más rancio, debo reconocer que no estaba mal. Era verdad, el sonido no era muy bueno y a él se le oía bajito. Una relampagueante idea estalló en mi cerebro: había traído el disco de “Anduriña”, que teníamos a medias con Josemari y Chus, para enseñarle la contraportada con la paloma de Picasso, a él, que era pintor, de modo que le gustaban hasta esas mamarrachadas y le pregunté:
- ¿Puedo grabar ésta, que me sé la letra de memoria?
- Claro. Vaya, el disco de moda. Espera que, en un instante, preparo el tocadiscos. Toma mientras el micro y conéctalo a la grabadora. Vale. Así. Va. Grabando.
“En Galicia un día yo escuché / una vieja historia en un café: / era de una niña que del pueblo se escapó / Anduriña joven, que voló. / Lloran al pensar donde estará / mas nadie la quiere ir a buscar…”
En ese momento me poseyó la añoranza de Nines hasta unos extremos desbordantes, impúdicos, canté lleno de sentimiento y a pleno pulmón, creía que había llegado a fundirme con la emoción del tema y del recuerdo evocado. Ahora vería Mateo lo que era una canción como es debido, cantada con auténtica sensibilidad…
Mientras buscaba el comienzo de la cinta, Mateo no parecía muy impresionado con mi exhibición:
- Gritabas mucho y se me ha olvidado decirte que no hay que acercarse tanto el micrófono. No creo que haya quedado muy bien:
El aparato reprodujo entonces tres minutos de una berrea grotesca y distorsionada. Una melopea gangosa y horripilante que apenas permitía distinguir de qué canción se trataba. Parecía el bramido de agonía de un gigantesco molusco. Mi sorpresa y mi chasco fueron monumentales…
Mateo, por lo general tan serio, estaba sofocado por las convulsiones y lloraba de risa. Me fui dando un portazo, aunque tuve que volver porque me había dejado el disco: Mateo me abrió con los ojos enrojecidos, pero tuvo la decencia de no decir jamás una palabra a nadie sobre mi estreno musical.
- Te ha quedado muy bien, muy real: en esta pintura no tienes que explicar nada, todo el mundo lo ve.
- Cuando seque, voy a llevarla a los almacenes San Juan. Me han dicho que la pondrán en el escaparate e intentarán venderla. Voy a pedir novecientas pesetas más lo que me cobren por el marco. – Firmó “Mateo Lahoz 1968” y se alejó para ver el efecto conseguido desde lejos. Nos quedamos mirando el cuadro un rato, en su factura detallista se veía la pescadería de Rapún y eso me hizo sentir una punzada de melancolía.
- Me pregunto qué andará haciendo Nines allá en Lyon, - dije.
- Pues aprendiendo francés, supongo. Y haciendo amistades, ten en cuenta que allí será una belleza exótica. Seguro que ha conocido a un tal Jean-Pierre y se consuela con él de tu fastidioso y mortecino recuerdo.
- ¿También tú te vas a poner en plan borde, como los otros? Si es así no vale la pena que te cuente que ni me imaginaba que la iba a echar de menos, menudo alivio, pero resulta que ahora pienso en ella más que cuando la tenía pegada y no me dejaba ni a sol ni a sombra… Joder, qué tonto fui.
- ¿Qué te hace conjugar el verbo en pasado, joven gañán? A mí no me parece que haya mejorado tu entendimiento: el de una mosca sigue siendo envidiable comparado con el tuyo. Además, como dice el poeta: “siempre seremos lo que ya fuimos”.
- Fabuloso, pues; encima ayer nos tuvimos que marchar de “El Arcángel”, porque mi hermano y esa gentuza con la que va ahora se metieron con nosotros y Chus y éstos no quieren volver nunca más por allí…
- Huy, por lo que he oído, mejor que no vayáis por allí: a mí me parece que Serafín y tu hermano andan metidos en un asunto poco claro. Se van en moto a pescar, eso dicen ¿sabes?
- Sí. Se han hecho muy amigos y se han aficionado a pescar, estas tardes de verano, en el río Gas.
- Sí, pero alguien los vio el otro día llegarse a la estación de Navasa. Y allí recogieron un paquete del tren, con mucho misterio. No sé. Ya sabes que tengo aficiones de detective.
- ¿Y qué piensas que puede ser?
- Ni idea, pero mi teoría es que tu hermano está utilizando al ingenuo de Serafín, que es la candidez personificada, para algo turbio… Como sea lo que yo pienso se les puede caer el pelo.
Y no quiso decir más. Se puso a juguetear con la pipa, como siempre hacía, para darse aires de misterio. A mí lo que se trajera mi hermano entre manos, me tenía sin cuidado. Y no podía ser nada bueno. Lo que me desesperaba era estar sin un lugar donde quedar a tomar unos blancos con tranquilidad y buena música, así que concluí:
- Estas vacaciones, vamos a acabar enloqueciendo de aburrimiento.
- Ay, ahora que me haces pensar, te puedo enseñar algo muy divertido, pasa adentro.
En su habitación, me enseñó un aparato pequeño que sacó de una caja, nuevo a todas luces, no muy distinto de una radio a pilas.
- Tú has visto en el instituto el magnetófono que tienen, que parece un armario: pues esto, con lo diminuto que es, hace lo mismo. Te permite grabar y reproducir pequeñas cintas que van en un cartucho y que se llaman casetes: el sonido no es muy bueno, pero puedes registrar mensajes, conferencias, clases, programas radiofónicos… Yo lo uso para guardar las emisiones de Radio Pirenaica y Radio España Independiente: se pone un micro conectado aquí, se le da al botón rojo y graba.
- ¿Se puede grabar música? - Pregunté esperanzado.
- Ya te he dicho que el sonido no es muy bueno, aunque puedes cantar y así oyes como suena tu voz, que siempre es diferente a como tú te la escuchas, ¿no te has grabado nunca?
- No. – Respondí. Y esto pareció animar su faceta experimental.
– Yo he probado a cantar una canción, con la música de un disco de fondo. Te pondré la grabación para que te hagas una idea.
Se me había olvidado que Mateo era miembro del Orfeón Jacetano. Uno de los pocos que habían admitido de nuestra clase. En el instituto nos habían hecho presentar a todos: había una especie de tribunal y te hacían pasar de uno en uno. “Cante usted algo” decía el Director del orfeón, que estaba flanqueado por la profe de música y don Marcelino. Yo entoné los primeros compases de “Un sorbito de champagne” y me hicieron callar a los seis segundos. “Tiene poquita voz”, dijo el Director, “pero desagradable”, apostilló don Marcelino. Mateo, en cambio, sí se daba traza de cantar medio bien.
Oí su grabación de “Ojos de España” y, pese a que me parecía una canción de lo más rancio, debo reconocer que no estaba mal. Era verdad, el sonido no era muy bueno y a él se le oía bajito. Una relampagueante idea estalló en mi cerebro: había traído el disco de “Anduriña”, que teníamos a medias con Josemari y Chus, para enseñarle la contraportada con la paloma de Picasso, a él, que era pintor, de modo que le gustaban hasta esas mamarrachadas y le pregunté:
- ¿Puedo grabar ésta, que me sé la letra de memoria?
- Claro. Vaya, el disco de moda. Espera que, en un instante, preparo el tocadiscos. Toma mientras el micro y conéctalo a la grabadora. Vale. Así. Va. Grabando.
“En Galicia un día yo escuché / una vieja historia en un café: / era de una niña que del pueblo se escapó / Anduriña joven, que voló. / Lloran al pensar donde estará / mas nadie la quiere ir a buscar…”
En ese momento me poseyó la añoranza de Nines hasta unos extremos desbordantes, impúdicos, canté lleno de sentimiento y a pleno pulmón, creía que había llegado a fundirme con la emoción del tema y del recuerdo evocado. Ahora vería Mateo lo que era una canción como es debido, cantada con auténtica sensibilidad…
Mientras buscaba el comienzo de la cinta, Mateo no parecía muy impresionado con mi exhibición:
- Gritabas mucho y se me ha olvidado decirte que no hay que acercarse tanto el micrófono. No creo que haya quedado muy bien:
El aparato reprodujo entonces tres minutos de una berrea grotesca y distorsionada. Una melopea gangosa y horripilante que apenas permitía distinguir de qué canción se trataba. Parecía el bramido de agonía de un gigantesco molusco. Mi sorpresa y mi chasco fueron monumentales…
Mateo, por lo general tan serio, estaba sofocado por las convulsiones y lloraba de risa. Me fui dando un portazo, aunque tuve que volver porque me había dejado el disco: Mateo me abrió con los ojos enrojecidos, pero tuvo la decencia de no decir jamás una palabra a nadie sobre mi estreno musical.
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