De niños, en mi pueblo, nos lanzábamos alegremente al campo a comer toda clase de porquerías vegetales, con la gastroenteritis como horizonte inmediato. Hoy me vienen los recuerdos de cuatro productos muy abundantes, por completo gratuitos, quizá incluso nutritivos y puede que hasta un tanto sabrosos. Claro, también intentábamos mangar fresas, cerezas o melocotones: en tal terreno, en la estrecha época de mi niñez, los condicionantes éticos eran inexistentes, pero se alzaba el mito del feroz labriego armado tal vez con una escopeta que, en nuestra imaginación, estaba cargada con cartuchos de sal que pondrían nuestras nalgas en ignición. De modo que sólo los más atrevidos superaban esta aprensión que a los demás nos paralizaba en las cercas, mirando el cerezo con ojos golositos.
De los cuatro productos, el más común y apetitoso eran las moras de las zarzamoras. Había y sigue habiendo a patadas en las soleadas lindes de los caminos: llegaba agosto y nos las brindaba grandes, negras y dulces hasta el hartazgo. El poco o ningún tránsito rodado por las pistas agrícolas, hacía que no estuvieran polvorientas ni supieran a gasoil: el único inconveniente radicaba en la extremada pinchosidad de las zarzamoras y en la disputa que era inevitable emprender con insectos que, con frecuencia, te dejaban algún dedo como una salchicha de un picotazo.
El siguiente en nuestras preferencias, eran las llamadas “manzanitas de manuel / que son buenas de comer”, las insípidas frutillas rojas del espino blanco o del majuelo que, como arbusto, crecía abundante en las orillas de los caminos. Eran de un tamaño algo mayor que un guisante y tenían un huesecillo ocupando casi todo su interior (con lo que su parecido con una manzana era nulo). Los más despistados podíamos confundirlas con los peligrosos tapaculos (escaramujos), muy astringentes, que dejaban atascadas y llenas de retortijones nuestras tripas.
A los frutos de las malvas silvestres, los denominábamos “tomates”, se trataba de unos diminutos botones verdes, tan sosos como adictivos. Si me paro a pensarlo era, verdaderamente, como comer hierba.
Y por último, aquí quería yo llegar como se echa de ver en las fotos, y solo para los muy valientes, estaban los cardos. Si estabas dispuesto a estragarte las manos y quitar las afiladísimas espinas, lo cual requería habilidad y entereza, obtenías como premio un corazón dulce, aromático y carnoso, que no acabo de saber si pertenece a un recuerdo o a un sueño: me veo “tomando prestadas” las pinzas de una de mis tías, que era manicura y, tras una larga y sacrificada sesión de cirugía, disfrutando del núcleo tierno de estas alcachofas salvajes, una delicia.
Ya sé que, de haber habitado en climas más benignos, estaría hablando de las grosellas, las frambuesas, los arándanos o las fresas silvestres, pero no es lo mismo… no son tan fotogénicos (algún consuelo tenía que buscar, ¿no?)
De los cuatro productos, el más común y apetitoso eran las moras de las zarzamoras. Había y sigue habiendo a patadas en las soleadas lindes de los caminos: llegaba agosto y nos las brindaba grandes, negras y dulces hasta el hartazgo. El poco o ningún tránsito rodado por las pistas agrícolas, hacía que no estuvieran polvorientas ni supieran a gasoil: el único inconveniente radicaba en la extremada pinchosidad de las zarzamoras y en la disputa que era inevitable emprender con insectos que, con frecuencia, te dejaban algún dedo como una salchicha de un picotazo.
El siguiente en nuestras preferencias, eran las llamadas “manzanitas de manuel / que son buenas de comer”, las insípidas frutillas rojas del espino blanco o del majuelo que, como arbusto, crecía abundante en las orillas de los caminos. Eran de un tamaño algo mayor que un guisante y tenían un huesecillo ocupando casi todo su interior (con lo que su parecido con una manzana era nulo). Los más despistados podíamos confundirlas con los peligrosos tapaculos (escaramujos), muy astringentes, que dejaban atascadas y llenas de retortijones nuestras tripas.
A los frutos de las malvas silvestres, los denominábamos “tomates”, se trataba de unos diminutos botones verdes, tan sosos como adictivos. Si me paro a pensarlo era, verdaderamente, como comer hierba.
Y por último, aquí quería yo llegar como se echa de ver en las fotos, y solo para los muy valientes, estaban los cardos. Si estabas dispuesto a estragarte las manos y quitar las afiladísimas espinas, lo cual requería habilidad y entereza, obtenías como premio un corazón dulce, aromático y carnoso, que no acabo de saber si pertenece a un recuerdo o a un sueño: me veo “tomando prestadas” las pinzas de una de mis tías, que era manicura y, tras una larga y sacrificada sesión de cirugía, disfrutando del núcleo tierno de estas alcachofas salvajes, una delicia.
Ya sé que, de haber habitado en climas más benignos, estaría hablando de las grosellas, las frambuesas, los arándanos o las fresas silvestres, pero no es lo mismo… no son tan fotogénicos (algún consuelo tenía que buscar, ¿no?)
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