Bueno, como se acaba de ver, la amistad con mis colegas del instituto no atravesaba su mejor momento y es que, quizá otra cosa no, pero la comunidad de intereses que da el compartir estudios en un centro es, a aquella edad, más firme que la mayor parte de los lazos de sangre. Era verdad que mi hermano llevaba una semana “en paradero desconocido” y “con una orden de busca y captura” en lenguaje oficial, “por su mala cabeza” a decir de, quién lo iba a decir, mi abuelo. La orden no debía ser muy acuciante, pues mi madre sabía dónde estaba, “en casa Floriana”, en un pueblo perdido de la Garcipollera, ¡prófugo a menos de veinte kilómetros de Jaca! Eso sí, monte a través. No debía de tratarse de un caso de suma trascendencia, aunque sonaba mal: “estupefacientes”.
De hecho era cierto que “El Arcángel” estaba cerrado y a Serafín se lo habían llevado a Huesca y allí lo tenían en prisión preventiva. A mi madre se le había metido en la cabeza que teníamos que ir a visitarlo, “si vamos, le caerán diez años más”, le dije para desanimarla, cosa que no conseguí, debido a que yo no tenía con ella tanta influencia como el señor obispo, que le había hablado de “una obligación apostólica y de misericordia”. No obstante, conseguir un permiso nos llevó meses y, para cuando nos lo dieron, ya lo habían trasladado al Puerto de Santa María.
Volviendo a esos días de noviembre, una tarde me crucé con Antonia que estaba cabreadísima con mi hermano: “con lo que yo le he dado a ese sinvergüenza, más que a su madre me debe, menudo cabrón indeseable, ojala lo encuentren y, por mí, le pueden dar garrote vil, en el cuello y en el miembro. Si alguna vez lo vuelves a ver, le das este papel.” Estaba tan encocorada que no me atreví a preguntarle por Nines, de lo cual me anduve arrepintiendo durante varios días. Cuando el clap, clap de sus tacones garbosos hubo doblado la esquina y alguien le lanzó un piropo, “¡niña, no muevas tanto el culo, que se te va a marear la mierda!”, desdoblé sin rubor el mensaje que debía darle a mi hermano: en un papel gris de la pescadería, oloroso a algún antepasado jurásico de las actuales merluzas, ponía en una sola y contundente línea: “Te lo azvertí, inbécil”. La escritura se parecía mucho a la de Nines (y la ortografía también), así que lo atesoré en el bolsillo superior de la americana. Prueba a enamorarte de alguien que tiene hermanas, sin que éstas te atraigan también.
Acto seguido, me encaminé a casa de Mateo, al que también hacía bastante que no veía. Mateo no estudiaba tampoco Preu en el instituto, ni siquiera se había presentado a los exámenes de septiembre. Desde que yo trabajaba en el banco, bajo la férula férrea y bondadosa de don Gustavo, había visto a mi amigo Mateo tres o cuatro veces, siempre yendo yo a su casa. Nunca lo encontraba por ahí y, dado que mi trabajo se parecía mucho al de Correcaminos, saqué la conclusión de que el tío no pisaba la calle. Conclusión abonada por el hecho de que estaba más blancucho que los papeles que yo llevaba de acá para allá.
Al final, se había apuntado a un curso CEAC de publicidad y diseño gráfico y yo, ansioso de matar el rato como fuera, le había pedido que me enseñara a dibujar. Precisamente por eso, ese día cargaba una carpeta que había recogido de casa, sin cambiarme para que no se hiciera muy tarde.
Llamé al piso del callejón del Viento y la voz asmática de su abuela me respondió al cabo de varios minutos: “ya va, ya va”. Oí sus destrozadas zapatillas arrastrándose por el pasillo interminable y, cuando se abrió la puerta, sus ojos sin vida me miraron y me reconocieron, tal era la misteriosa fuerza de su voluntad.
- Buenas tardes doña Etelvina, ¿está Mateo?
- Ay mocé – sollozó – hace dos días que cumplió los dieciocho años.
- Pues por eso – respondí disimulando mi desconcierto – venía a felicitarlo.
- Pues llegas tarde con ese regalito de pescado no muy fresco, a Mateo no le hubiera gustado, menudo señorito es. Ya debe haber llegado a Cartagena. Había presentado una solicitud para irse voluntario a la Marina, hace tiempo que había mandado todos los papeles y el único requisito que le quedaba era cumplir los dieciocho… ¿Sois amigos y no te había dicho nada?
Mientras la pobre vieja chemecaba e hipaba, yo reflexioné sobre mi propia insignificancia: mi novia se va sin decirme nada, mi mejor amigo se va sin decirme nada, mi padre se muere en la calle sin advertirme nada, mi nuevo padre acaba en la cárcel sin contarme nada… Un momento: Mateo sí que me había contado sus planes, solo que yo no me los había tomado en serio. La vez anterior, mientras dibujábamos unos tucanes aquí en su casa, él charlaba y charlaba y yo no le había escuchado: cuando nombraba al puto Mao, yo desconectaba. Su abuela más repuesta, proseguía ahora:
- … Estaba encaprichado con hacerse marinero, no hablaba de otra cosa y los militares se ve que le dan la oportunidad de aprender el oficio. Dijo algo de que lo pondrían a trabajar en la compañía de los submarinos, no sé si de conductor o de cobrador; por cierto, mocé, dile a Rapún que te ha vendido una merluza muy pasada: eso se tira y no se le coloca a un cliente, por muy pardillo que sea.
Me despedí entristecido de la atenta vieja y me fui al bar “El Marroquí”, a ver si me encontraba con Satué, uno de los últimos personajes que salen en esta narración y uno de los últimos de quien hubiera deseado hacerme amigo. Satué trabajaba de ordenanza en la Caja Agraria del Apero Aragonés y, esta coincidencia de desempeños, hacía que él me considerara su aprendiz, tanto en lo profesional, donde era un desastre desaliñado e inoperante, como en lo personal, donde sólo tenía una inclinación, un interés, un faro, un aliciente para su horizonte vital: las putas.
De hecho era cierto que “El Arcángel” estaba cerrado y a Serafín se lo habían llevado a Huesca y allí lo tenían en prisión preventiva. A mi madre se le había metido en la cabeza que teníamos que ir a visitarlo, “si vamos, le caerán diez años más”, le dije para desanimarla, cosa que no conseguí, debido a que yo no tenía con ella tanta influencia como el señor obispo, que le había hablado de “una obligación apostólica y de misericordia”. No obstante, conseguir un permiso nos llevó meses y, para cuando nos lo dieron, ya lo habían trasladado al Puerto de Santa María.
Retablo. Aguada (Mateo Lahoz) |
Volviendo a esos días de noviembre, una tarde me crucé con Antonia que estaba cabreadísima con mi hermano: “con lo que yo le he dado a ese sinvergüenza, más que a su madre me debe, menudo cabrón indeseable, ojala lo encuentren y, por mí, le pueden dar garrote vil, en el cuello y en el miembro. Si alguna vez lo vuelves a ver, le das este papel.” Estaba tan encocorada que no me atreví a preguntarle por Nines, de lo cual me anduve arrepintiendo durante varios días. Cuando el clap, clap de sus tacones garbosos hubo doblado la esquina y alguien le lanzó un piropo, “¡niña, no muevas tanto el culo, que se te va a marear la mierda!”, desdoblé sin rubor el mensaje que debía darle a mi hermano: en un papel gris de la pescadería, oloroso a algún antepasado jurásico de las actuales merluzas, ponía en una sola y contundente línea: “Te lo azvertí, inbécil”. La escritura se parecía mucho a la de Nines (y la ortografía también), así que lo atesoré en el bolsillo superior de la americana. Prueba a enamorarte de alguien que tiene hermanas, sin que éstas te atraigan también.
Peña Oroel. Óleo (Mateo Lahoz) |
Acto seguido, me encaminé a casa de Mateo, al que también hacía bastante que no veía. Mateo no estudiaba tampoco Preu en el instituto, ni siquiera se había presentado a los exámenes de septiembre. Desde que yo trabajaba en el banco, bajo la férula férrea y bondadosa de don Gustavo, había visto a mi amigo Mateo tres o cuatro veces, siempre yendo yo a su casa. Nunca lo encontraba por ahí y, dado que mi trabajo se parecía mucho al de Correcaminos, saqué la conclusión de que el tío no pisaba la calle. Conclusión abonada por el hecho de que estaba más blancucho que los papeles que yo llevaba de acá para allá.
Al final, se había apuntado a un curso CEAC de publicidad y diseño gráfico y yo, ansioso de matar el rato como fuera, le había pedido que me enseñara a dibujar. Precisamente por eso, ese día cargaba una carpeta que había recogido de casa, sin cambiarme para que no se hiciera muy tarde.
Llamé al piso del callejón del Viento y la voz asmática de su abuela me respondió al cabo de varios minutos: “ya va, ya va”. Oí sus destrozadas zapatillas arrastrándose por el pasillo interminable y, cuando se abrió la puerta, sus ojos sin vida me miraron y me reconocieron, tal era la misteriosa fuerza de su voluntad.
- Buenas tardes doña Etelvina, ¿está Mateo?
- Ay mocé – sollozó – hace dos días que cumplió los dieciocho años.
- Pues por eso – respondí disimulando mi desconcierto – venía a felicitarlo.
- Pues llegas tarde con ese regalito de pescado no muy fresco, a Mateo no le hubiera gustado, menudo señorito es. Ya debe haber llegado a Cartagena. Había presentado una solicitud para irse voluntario a la Marina, hace tiempo que había mandado todos los papeles y el único requisito que le quedaba era cumplir los dieciocho… ¿Sois amigos y no te había dicho nada?
Mientras la pobre vieja chemecaba e hipaba, yo reflexioné sobre mi propia insignificancia: mi novia se va sin decirme nada, mi mejor amigo se va sin decirme nada, mi padre se muere en la calle sin advertirme nada, mi nuevo padre acaba en la cárcel sin contarme nada… Un momento: Mateo sí que me había contado sus planes, solo que yo no me los había tomado en serio. La vez anterior, mientras dibujábamos unos tucanes aquí en su casa, él charlaba y charlaba y yo no le había escuchado: cuando nombraba al puto Mao, yo desconectaba. Su abuela más repuesta, proseguía ahora:
- … Estaba encaprichado con hacerse marinero, no hablaba de otra cosa y los militares se ve que le dan la oportunidad de aprender el oficio. Dijo algo de que lo pondrían a trabajar en la compañía de los submarinos, no sé si de conductor o de cobrador; por cierto, mocé, dile a Rapún que te ha vendido una merluza muy pasada: eso se tira y no se le coloca a un cliente, por muy pardillo que sea.
Me despedí entristecido de la atenta vieja y me fui al bar “El Marroquí”, a ver si me encontraba con Satué, uno de los últimos personajes que salen en esta narración y uno de los últimos de quien hubiera deseado hacerme amigo. Satué trabajaba de ordenanza en la Caja Agraria del Apero Aragonés y, esta coincidencia de desempeños, hacía que él me considerara su aprendiz, tanto en lo profesional, donde era un desastre desaliñado e inoperante, como en lo personal, donde sólo tenía una inclinación, un interés, un faro, un aliciente para su horizonte vital: las putas.
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