Acabo de leer que en nuestras sociedades hiperencuestadas, por distintos motivos, las personas viejas se sienten más felices que las personas jóvenes.
En lo que concierne a mi caso particular esto es palmariamente cierto, tanto si me comparo con algunos jóvenes que conozco, como si me comparo conmigo mismo cuando era un quinceañero muy desdichado. Y en mi caso particular, no deja de tener cierto mérito, habida cuenta de que me hallo medio ciego, medio viejo y medio inepto para casi cualquier desempeño.
Me recuerdo hace cincuenta años en Francia, en casa de mis abuelos paternos. Pese a que me querían bien, pese a que era Navidad y pese a que había ostras para cenar, lo cual era un lujo asiático para los estándares de vida que llevábamos en la subdesarrollada España, nada de esto me servía de consuelo en aquél momento y estaba, huido de la celebración familiar, a solas en un dormitorio de la planta superior, reconcomido de aflicción y llorando como una sabandija, sin más motivo que una oleada de autocompasión de dimensiones siderales (¿u hormonales?)
Recuerdo que todo en mi vida se me presentaba en contra: mis preocupados parientes no me comprendían, el defecto visual, ya entonces muy acusado, era de los que acarreaban unas gafas "de culo de vaso", los dientes se me habían desarrollado cariados e irregulares, el pelo me crecía lacio y grasiento, todo lo cual me hacía inepto para ostentar atractivo de cara a las chicas que, para más inri, en aquella época me gustaban prácticamente todas.
En fin, un puto desgraciado adolescente de corte clásico, que hoy recuerdo con lástima y ternura, pobrecillo, aún no sabía en realidad lo putas que las iba a pasar.
Ni tampoco que iba a sobrevivir el jodido y que a los 66 años, tras una sosegada jornada dedicada a los placeres de la literatura, de la música, de la soledad aceptada y de otras contemplatividades de carácter quizá poco significativo, le diría a su mujer al acostarse, sin más motivo aparente que la alcanzada simpleza de espíritu: "hoy ha vuelto a ser el día más feliz de mi vida".
En lo que concierne a mi caso particular esto es palmariamente cierto, tanto si me comparo con algunos jóvenes que conozco, como si me comparo conmigo mismo cuando era un quinceañero muy desdichado. Y en mi caso particular, no deja de tener cierto mérito, habida cuenta de que me hallo medio ciego, medio viejo y medio inepto para casi cualquier desempeño.
Me recuerdo hace cincuenta años en Francia, en casa de mis abuelos paternos. Pese a que me querían bien, pese a que era Navidad y pese a que había ostras para cenar, lo cual era un lujo asiático para los estándares de vida que llevábamos en la subdesarrollada España, nada de esto me servía de consuelo en aquél momento y estaba, huido de la celebración familiar, a solas en un dormitorio de la planta superior, reconcomido de aflicción y llorando como una sabandija, sin más motivo que una oleada de autocompasión de dimensiones siderales (¿u hormonales?)
Recuerdo que todo en mi vida se me presentaba en contra: mis preocupados parientes no me comprendían, el defecto visual, ya entonces muy acusado, era de los que acarreaban unas gafas "de culo de vaso", los dientes se me habían desarrollado cariados e irregulares, el pelo me crecía lacio y grasiento, todo lo cual me hacía inepto para ostentar atractivo de cara a las chicas que, para más inri, en aquella época me gustaban prácticamente todas.
En fin, un puto desgraciado adolescente de corte clásico, que hoy recuerdo con lástima y ternura, pobrecillo, aún no sabía en realidad lo putas que las iba a pasar.
Ni tampoco que iba a sobrevivir el jodido y que a los 66 años, tras una sosegada jornada dedicada a los placeres de la literatura, de la música, de la soledad aceptada y de otras contemplatividades de carácter quizá poco significativo, le diría a su mujer al acostarse, sin más motivo aparente que la alcanzada simpleza de espíritu: "hoy ha vuelto a ser el día más feliz de mi vida".
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