18 EL
CORAZÓN ES UN MÚSCULO INGOBERNABLE
Gracias a mi hermano, no me iba a quedar sin
pareja en la verbena de san Juan ni en la de santa Orosia. El muy rastrero se
había echado novia formal. Era la hija mayor del pescadero, se llamaba Antonia
y se habían puesto “a festejar”. Este término era un tanto misterioso para mí y
me traía a la imaginación algunas neblinosas ensoñaciones eróticas, pues la tal
Antonia no estaba nada mal… Un poco mayor, claro, lo menos tenía veinte o
veintidós años, pero si te olvidabas de su olor a tripas de sardina y de su voz
aflautada y chillona, tenía un pase. Mi hermano me aclaró, tras las collejas y
papirotazos de rigor, que, cuando vas en plan serio, ya no piensas solo en
magrear, hay que hablar de amor y del futuro. Eso es lo que hacían ellos en el
patio colindante con la pescadería, las manos quietas, sólo hablar y hablar. Al
parecer, cuando ella subía a su casa, a mi hermano le dolían tanto “sus partes
varoniles”, que se aliviaba orinando en la cartera o alforja de una Vespa que
un pobre tipo tenía aparcada en aquel patio.
- ¿Por
qué dentro de la cartera de la moto?
- Hombre,
tú dirás, si a la mañana siguiente ven la meada en el suelo, hace mal efecto.
Que nadie se sorprenda: esa era la manera de
discurrir y de razonar de mi hermano. Pero a lo que iba, el muy mendrugo estaba
tan encaprichado con Antonia, que no era capaz de negarse a ninguna de sus
arbitrariedades. La última de las cuales me concernía, bien que a mi pesar.
Antonia tenía una hermana pequeña a la que llamaban Nines y a la que yo no
conocía, pues no iba al instituto y, fuera de él, nunca me había fijado en
ella. Las dos hermanas trabajaban en la pescadería de su padre, un coloso
colorado cuyo resuello afilado e incesante helaba la sangre. El dueño de tal
establecimiento, donde mi madre me mandaba a menudo a comprar chirlas, se
llamaba Modesto, aunque todo el mundo lo apodaba el Congrio, por lo feo y mal
encarado que era. Llevaba siempre un sanguinolento delantal a rayas
horizontales verdes y negras, del tamaño de un frontón mediano y sus diligentes
hijas le tenían un temor reverencial.
- Antonia
me ha propuesto que te presentemos a Nines, Teo – desveló mi hermano -. A lo
que parece, la chavalita está colada por ti, qué mal gusto, pobrecilla, debe
tratarse de una pervertida. Está un poco arguellada, pero ya tiene los catorce,
por edad te va bien y cuando se desarrolle, se pondrá buena, no tanto como su
hermana, pero se pondrá buena, ya lo verás. – Y diciendo esto, dibujó con ambas
manos una botella de coca cola en el aire. - Y a Antonia le hace mucha gracia
promover un noviazgo entre dos parejas de hermanos, le parece muy fino, así
como de familias bien, de las que salen en las revistas.
- Estás
mal de la azotea.
-
Piénsatelo, Teo.
- Es que
resulta que yo estoy por otra.
-Piénsatelo, Teo. Más vale pájaro en mano, que
patada en los cojones.
Mi hermano era el único que me llamaba Teo, en
lugar de Pinchaúvas o el imperdonable Filito con el que me obsequiaba mi
“cariñosa” madre. Hubiera sido un punto a favor de mi hermano, si no fuera
porque había tomado la costumbre, cada vez que yo aparecía por casa con mi
amigo Mateo, de vociferarnos, a modo de bienvenida, mientras nos obsequiaba con
dos sonoras y dolorosas sardinetas:
- Teo y
Mateo, el culo y el “peo”.
En principio, me negué a “heredar” novia de una
manera tan humillante. Por otro lado, Nines era una criaja escuálida, con el
pelo increíblemente lacio y oscuro. Tenía los ojos brillantes y un poco
saltones y una boca como una hendidura larga y recta, de labios casi
inexistentes, que recordaba la ranura de una hucha. Además sus formas femeninas
estaban casi enteramente por desarrollarse y, sin ser yo un Adonis que pudiera
aspirar a salir con Miss Universo, jamás me habría fijado en ella por mi propia
iniciativa. Sin olvidar que su padre, si se enterara de que comenzábamos a
tontear, podía rodear mi cabeza entera con una sola de sus manos y exprimirla
como un limón, para condimentar con el zumo de ella sus malolientes pescados.
El gigante había pintado con sus propias manazas un ingenioso jeroglífico en el
cartel de la tienda que rezaba “PPP-K-2 Rapún”, Rapún era su apellido y lo que
le antecedía, quería significar “pescados”. El señor Modesto estaba muy
orgulloso de su ocurrencia. Recuerdo que un día, años atrás, Zaborras quiso
hacerse el gracioso entrando en la pescadería, a la sazón llena de gorjeantes
amas de casa, y chillando:
- ¡Padre
Congrio! ¡Padre Congrio! ¡Quiero confesarme de mis pe-pe-pecados!
Esto hizo que nos partiéramos de risa, pero el infortunado
Zaborras fue víctima de la iracunda persecución de un Modesto que, con
inconcebible rapidez dado su tamaño, rodeó el mostrador, asió una faneca de las
que yacían en las cajas con hielo escarchado y salió trotando a la calle en pos
de Zaborras. Cuando el pescadero vio que el descarado crío se le escapaba, le
arrojó la faneca con tal precisión y fuerza que, alcanzado en pleno colodrillo,
Zaborras quedó conmocionado y tuvimos que ayudarle a volver a su casa. Primero
le echamos abundante agua de la fuente, en la Plaza del Marqués de La Cadena,
donde yo lavé cuidadosamente la faneca para llevármela a mi propio hogar, pues
nuestras cenas adolecían de falta de proteínas. La madre de Zaborras puso el
grito en el cielo al ver que a su angelito le costaba enfocar la mirada y
amenazó con denunciar a Modesto, pero el maltrecho Zaborras se recuperó y todo
quedó en agua de borrajas.
Con estas evocaciones estaba cavilando yo, removiendo
una mezcla con otros pros y contras, entre los que no dejaré de confesar que,
para acrecentar la ignominia de mi proceder, estaba valorando el aspecto
práctico de esta, llamémosla, relación en perspectiva. Decidí al final, en mi
candorosa abyección, acceder a los planes de mi hermano y establecer un lazo,
por mi parte, ficticio, que redundaría en mi utilidad y provecho. Serviría para
pavonearme y fardar ante mis bulliciosos amigotes y, quién sabe si para darle
algún tipo de celos, de envidia, de mortificación o de herida en el orgullo a
Cheles, una demostración que me permitiera crecer en valía ante sus hermosos
ojos.
Así que, mi hermano y Antonia, como unos
celestinos de tres al cuarto, concertaron una ocasión, un lugar y una hora para
la cita a la que, como trasunto de mi estado de ánimo, llegue tarde. Nines ya
estaba allí medio escondida, sentada, con una faldita plisada azul claro, que
le estaba un poco grande, y una blusa blanca. Se había recogido el pelo en dos
coletas lsterales, con el resultado de que aún parecía más cría. Me dio un poco
de lástima y decidí intentar caerle bien. Busqué la frase más adecuada para
romper el hielo con desenvoltura y simpatía, y evitar que se abochornara o algo
así. Debí elegir mal, porque empecé:
- Oye, ¿es verdad que yo te gusto?
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