En mi pueblo son todos del Madrid o del
Barcelona, la afición por el equipo local es escasa. No obstante, los domingos
acude mucha gente al campo: “a mí no me gusta mucho el fútbol”, me dice un
paisano, “a mí lo que me llama es el tema de la violencia y poder desfogarme,
por eso voy a verlo”. Las pocas veces que yo he acudido, me sorprende la
recurrente agresividad verbal contra árbitros y linieres. Las invectivas
siempre tienen el mismo contenido: comentarios poco elogiosos acerca de los
ascendientes de los jueces del partido, desde la socorrida alusión al oficio de
la madre del trencilla, pasando por el malsonante “¡Hijo de sesenta leches!”,
hasta mi favorito que fue prorrumpido en una época en la que los equipos
arbitrales aún vestían uniforme negro. Un airado espectador le espetó al del
silbato: “¡Que te has hecho el traje con la sotana de tu padre!”
Viene este garrulo circunloquio a cuento
de que fue en esa ocasión precisa, en la que comencé a cavilar acerca de la
ascendencia numerosísima que ha sido necesaria para traer a cada uno de
nosotros al mundo. Ya había leído algo de que todos somos descendientes de
todos en un libro titulado “El país de García” de José Vicente Torrente,
imprescindible para todo aquél interesado en conocer esta remota, polvorienta y
despoblada provincia donde me parieron.
La cuestión es simple: uno ha nacido de
dos padres, tiene cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos,
treinta y dos como-se-llamen. De tal modo que, por cada generación, los
ascendientes de uno se doblan. Y es de sobra conocida la tremenda expansión de
las potencias de 2. ¿O no?
Imagínate que ciframos cada generación en
30 años, es una cifra prudente, un ciclo basado en los usos de nuestro tiempo,
pero hay que recordar que las tatarabuelas de nuestras tatarabuelas procreaban
apenas salidas de la pubertad. Retrocedamos con la imaginación hasta el año 1114.
Nos hallamos en un castillo entre hombres de armas, escuderos, juglares,
malabaristas… Allí está, ése, el porquerizo es uno de nuestros antecesores.
Reflexionemos: 900 años atrás nos da un exponente de 900 : 30 = 30. Y
calculando el número de antepasados totales en aquella época resulta 230 =
2 x 2 x 2 x 2 x … (treinta veces) … x 2 = 1.073.741.824 que es, probablemente
una cifra superior a la cantidad de gente que, por entonces, poblaba el mundo.
Si nos remontáramos al instante en que Nerón incendia la ciudad de Roma para
que la catástrofe inspire su lira, el resultado puede ser escalofriante.
En el libro de José Vicente Torrente se
concluye con un alegato contra la segregación y la desigualdad basado en este
simple hecho: todos somos de la misma familia, pues tenemos millares de
antepasados comunes.
A mí se me quedó la mosca detrás de la
oreja… Físicamente no era posible tanta parentela y no porque me crea el cuento
de nuestros primeros padres, pero me dio una pista. Si uno se casa con su
hermana, el hijo de ambos tendrá tan sólo dos abuelos. Si una prima hermana se
hubiera casado conmigo, nuestro hijo tendría cuatro abuelos, pero sólo seis
bisabuelos. Tal fenómeno de endogamia reduce el crecimiento exponencial del
número de antecesores. De paso, como parece considerarse genéticamente poco
recomendable, me da un malvado motivo de jolgorio a costa de las concepciones
etnocéntricas, de los arios de Hitler a los vascos de Sabino Arana… Acarreamos
pues un insospechado mestizaje que, como al infortunado árbitro que vino a
pitar a mi pueblo nos hace hijos de sesenta leches ¡en tan solo seis
generaciones! La monda. Piénsalo.
En cuanto a la solución de la broma
algebraica, (x – a) (x – b) (x – c) (x – d) … (x – z) = 0, porque uno de los
factores es x – x = 0 y así el producto da cero. No me peguéis, es bueno.
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