Una de las más enojosas tareas
encomendadas al ser humano es la de realizarse, la de alcanzar el cumplimiento
de unos fines o de unos objetivos durante su azarosa existencia. Uno tendería
de natural a tumbarse al sol y rascarse ciertas partes de su anatomía, como
hace, pongamos por ejemplo, un gato. Pero no señor: fuerzas sobrenaturales, si
uno cree en ellas, y exigencias culturales y sociales lo atosigan a uno con ese
ansia equívoca y, a la postre, aniquiladora que es realizarse.
Dejaré de lado tanto la concepción
religiosa que no me interesa, como las concepciones vulgares en mi ámbito
histórico y socioeconómico, desde las del triunfo, ser el número uno, alcanzar
el éxito, el afán de superación, no ser un perdedor… hasta las de andar montado
en el dólar, tanto ganas, tanto vales y similares, finalizando con la más obvia
y tontorrona de todas: sé tú mismo (no tienes más remedio que ser tú mismo, lo
cual, a veces, es devastador).
Cuando empecé a estudiar filosofía
(porque era materia obligatoria), un profesor de esos que un adolescente tiene,
a veces, la suerte de toparse, entre otras muchísimas martingalas, nos dio a
conocer una sencillísima receta que, ahora mismo, he olvidado a quién se
atribuye, tal vez al poeta cubano José Martí o al profeta Mahoma. Me inclino
más por este último, que urdió una religión entera a base de sencillas recetas:
no comes jamón y el dios que ha tenido la ocurrencia de prohibírtelo, se pone
orgulloso con tu conducta, ya te digo.
Bueno pues, según Mahoma o algún otro
iluminado, un hombre, para realizarse, tiene que tener un hijo, plantar un
árbol y escribir un libro. A la que haces estas tres cosas, ya te puedes morir
en paz porque has cumplido lo que de ti, como ser humano, se esperaba. Las
bondades de plantar un árbol parecen indiscutibles, al menos, en la cultura en
la que estamos inmersos. Las de tener un hijo que puede ser un desastre (y en
plena explosión demográfica) o escribir un libro, habiendo tantos que nadie
lee, ya son más discutibles, pero al menos esta concepción marca un camino, ya
que los bípedos implumes venimos al mundo sin manual de instrucciones. Otros
bichejos traen las normas que regirán su existencia marcadas en su código
genético y además, si fracasan, nadie se llevará las manos a la cabeza. Justo a
nosotros tenía que tocarnos esta indefinición en nuestra existencia: no me
extraña que haya tantos nacionalistas radicales, tantos fanáticos religiosos, tantos
pirados de la gastronomía, tantos hinchas violentos y tantos acaparadores
insolidarios.
Porque lo que ocurre es que los objetivos
mínimos de realización humana son exigentes y complejos. No sólo es plantar un
árbol: hay que regarlo, cuidarlo, podarlo y tardas un montón de años en verlo
fructificar, encontrarlo lo bastante frondoso como para cobijarte en su sombra,
o tenerlo listo para la sierra que lo convertirá en muebles de diseño. Lo del
hijo es aún más difícil, criar es una tarea tan sacrificada como desalentadora.
Y ya no te digo nada de haber escrito un libro, sudando tinta durante
interminables horas, e ir a llamar a la puerta de editor tras editor, que te
dan con ella en las narices.
Es por esto que, apiadado de nuestro
cruel destino y teniendo en cuenta los ideales democráticos por los que todos
tenemos derecho al máximo resultado sin esfuerzo, propongo, para quien quiera
servirse de ella, una receta de realización humana mucho más sencilla y menos
exigente que, a no dudar, confortará muchos espíritus pusilánimes como ha hecho
con el mío: para cumplir la labor de un hombre solo es necesario
ESCRIBIR UN ÁRBOL,
TENER UN LIBRO
Y PLANTAR UN HIJO.
Si así se hace la vida más sencilla,
disfrutémosla ajenos a cualquier otra preocupación.
De nada.
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