32 WINDS OF CHANGE
Consignaré ahora un periodo de incertidumbre y desasosiego cuya trascendencia no fui capaz de detectar en su momento, atribuyéndolo sin más a la tensión de la Reválida.
Y es que, en aquellos tiempos de desmedidas exigencias académicas, pasamos numerosas tardes y alguna que otra noche consagrados a diferenciar entre las agudas ocurrencias de Pascal, alias “La Caña Pensante”, y las elaboradas disquisiciones de Descartes y su puñetera glándula pineal, entre la derivada de la tangente y la de la cotangente, entre un sonoro verso de Rubén Darío y un desnudo aforismo de Antonio Machado; nos empollamos listas abultadas de tragedias de Shakespeare, de conquistadores y libertadores de los más variados imperios y naciones, o de las configuraciones de la corteza y el núcleo de los átomos más populares.
Con minuciosa paciencia de relojero, hacíamos chuletas minúsculas y, cuando íbamos a ocultarlas en el capuchón de un bolígrafo Bic, descubríamos con desaliento que no nos servirían para nada que no fuera correr emocionantes riesgos, puesto que ya habíamos memorizado su contenido.
Chus enterraba durante horas su ganchuda nariz y sus recién estrenadas patillas, cuya ostentación le había hecho acreedor al cariñoso apodo de Carafelpudo, entre las páginas de la Historia del Arte Contada a los Pajilleros, esforzándose por determinar cuál era la más Calipigia de las Venus y el padre que la cinceló, mientras Josemari relamía la grasienta pelusa de su incipiente bigote y bizqueaba con sus recién estrenadas gafas (“sólo para estudiar y para ver la tele, no penséis que me he convertido en un cuatro ojos, chavales”) buscando las palabras más difíciles de la traducción de francés y luego las palabrotas más soeces en la engolada lengua de los gabachos: putain, con, baiser, cocu, voyou, chier, foutu… y se descojonaba de risa, diciendo con ampulosa fatuidad “je chie sur ta putain de mère”, luego se lo espetaba al pobre Jezú que, como era una nulidad en idiomas extranjeros, en lugar de saltarle los dientes de un guantazo, le contestaba “megsi bocú, mesié Buguisiego”, en fin, así pasábamos los ratos y mitigábamos las tensiones y ansiedades de la inminente prueba.
Prueba que, por otra parte, no resultó tan sencilla como, dos años atrás, la de Grado Elemental: al bueno de Josemari, se lo fornicaron por un par de errores de bulto: en un problema que comenzaba con “cuál es el volumen del mayor depósito que se puede construir con éste y el otro trozo de chapa así y asá…” al tío le había dado cero y se quedó tan ancho. Y en su ejercicio de Física, el depósito tardaba en vaciársele 124.500 años, merced a un uso equivocado del principio de Bernoulli, porque, desde que llevaba gafas, según decía no veía bien la pizarra y no lo había podido copiar correctamente. Cuando se enteró de que lo habían tumbado, se puso a llorar como si, en vez de dieciséis años, tuviera cuatro: unas burbujillas de moco coronaban el frontispicio de su bigote. “Hostia, mi padre me va a matar. Y encima no me comprará el pase de la piscina. Y para la Asunción, no me dejará ir a Canfranc, a las fiestas, que el año pasado estuve en casa de mis tíos y, como ya os conté, me puse morado de meterle mano a mi prima, y este año se jodió, porque tendré que estudiar para septiembre… ¡Y me habían prometido una motoreta!” A Chus y a mí nos daba un poco de pena, imaginando que su severo progenitor, dentista por más señas, le hurgaba con el torno en los colmillos, pero claro, nosotros habíamos sacado un seis y teníamos un verano expedito por delante, limpio para hacer planes.
Por otro lado, Jezú era una víctima crónica de las malas calificaciones: ni siquiera había podido presentarse a la prueba, pues le habían quedado cuatro asignaturas y, dado que su padre, militar de profesión, ya le había amenazado dos o tres veces encañonándole con la pistola, había aplicado toda su industria, que era muchísima, a falsificar los resultados en el mismísimo libro azul: los cuatro suspensos, se convirtieron en cuatro sobresalientes y, con una imprentilla de mano, se había hecho una elegante papeleta acreditativa de haber superado el examen de Reválida, en la que, para mi gusto, estaban de más unas flores con las que había elaborado una cenefa alrededor. Y había incluido un pomposo texto de felicitación, por el brillante resultado, que tampoco venía a cuento. “¿Dónde has mangado los sellos?” le preguntó Josemari, pues los tampones eran los auténticos, “en Secretaría los distrahe un momentiyo”, respondió lacónico Jezú que, si se pudieran ganar las notas en la trapacería o en el tapete verde, hubiera hecho pleno de Matrículas de Honor.
Mateo era otro de los damnificados en la masacre, aunque él no le dio la menor importancia: “cuando llegue el momento de liderar el movimiento obrero, de nada servirán los saberes embalsamados de las momias académicas. Yo tenía pensado hacer Artes Aplicadas y Oficios Artísticos en Zaragoza, pero ahora mi prioridad es entrar en algún taller y comenzar a contactar con las masas trabajadoras. Se avecinan tiempos de gran agitación social y lo del dibujo y la pintura lo puedo aprender en los cursos por correspondencia de CCC.” Como veis, consolándose era mejor que Boecio, y aún añadió: “aunque cuando cumpla los dieciocho, me iré a hacer la mili de voluntario a la Marina. Es muy importante fomentar el contacto de los soldados con las ideas marxistas y maoístas, porque si carecemos de su apoyo armado, la Revolución irá mucho más lenta”. “¿Sabes si son cómodos los calabozos de los barcos?” Le pregunté a mi amigo que, desde luego, me parecía un poco pas-Mao (o marxiano). “Bueno. Los oficiales tendrán que aguantarse cuando los encerremos allí, aunque la mayoría ten por seguro que se unirán a la insurrección”. El pobre Mateo era, no sólo despierto, sino hasta sutil, perspicaz y reflexivo en todos los temas de lo intelectual, lo científico, lo artístico y lo mundano… menos en uno, como le ocurría a don Quijote. A Mateo, el chino del libro rojo le había convertido la sesera en requesón.
Consignaré ahora un periodo de incertidumbre y desasosiego cuya trascendencia no fui capaz de detectar en su momento, atribuyéndolo sin más a la tensión de la Reválida.
Y es que, en aquellos tiempos de desmedidas exigencias académicas, pasamos numerosas tardes y alguna que otra noche consagrados a diferenciar entre las agudas ocurrencias de Pascal, alias “La Caña Pensante”, y las elaboradas disquisiciones de Descartes y su puñetera glándula pineal, entre la derivada de la tangente y la de la cotangente, entre un sonoro verso de Rubén Darío y un desnudo aforismo de Antonio Machado; nos empollamos listas abultadas de tragedias de Shakespeare, de conquistadores y libertadores de los más variados imperios y naciones, o de las configuraciones de la corteza y el núcleo de los átomos más populares.
Con minuciosa paciencia de relojero, hacíamos chuletas minúsculas y, cuando íbamos a ocultarlas en el capuchón de un bolígrafo Bic, descubríamos con desaliento que no nos servirían para nada que no fuera correr emocionantes riesgos, puesto que ya habíamos memorizado su contenido.
Chus enterraba durante horas su ganchuda nariz y sus recién estrenadas patillas, cuya ostentación le había hecho acreedor al cariñoso apodo de Carafelpudo, entre las páginas de la Historia del Arte Contada a los Pajilleros, esforzándose por determinar cuál era la más Calipigia de las Venus y el padre que la cinceló, mientras Josemari relamía la grasienta pelusa de su incipiente bigote y bizqueaba con sus recién estrenadas gafas (“sólo para estudiar y para ver la tele, no penséis que me he convertido en un cuatro ojos, chavales”) buscando las palabras más difíciles de la traducción de francés y luego las palabrotas más soeces en la engolada lengua de los gabachos: putain, con, baiser, cocu, voyou, chier, foutu… y se descojonaba de risa, diciendo con ampulosa fatuidad “je chie sur ta putain de mère”, luego se lo espetaba al pobre Jezú que, como era una nulidad en idiomas extranjeros, en lugar de saltarle los dientes de un guantazo, le contestaba “megsi bocú, mesié Buguisiego”, en fin, así pasábamos los ratos y mitigábamos las tensiones y ansiedades de la inminente prueba.
Prueba que, por otra parte, no resultó tan sencilla como, dos años atrás, la de Grado Elemental: al bueno de Josemari, se lo fornicaron por un par de errores de bulto: en un problema que comenzaba con “cuál es el volumen del mayor depósito que se puede construir con éste y el otro trozo de chapa así y asá…” al tío le había dado cero y se quedó tan ancho. Y en su ejercicio de Física, el depósito tardaba en vaciársele 124.500 años, merced a un uso equivocado del principio de Bernoulli, porque, desde que llevaba gafas, según decía no veía bien la pizarra y no lo había podido copiar correctamente. Cuando se enteró de que lo habían tumbado, se puso a llorar como si, en vez de dieciséis años, tuviera cuatro: unas burbujillas de moco coronaban el frontispicio de su bigote. “Hostia, mi padre me va a matar. Y encima no me comprará el pase de la piscina. Y para la Asunción, no me dejará ir a Canfranc, a las fiestas, que el año pasado estuve en casa de mis tíos y, como ya os conté, me puse morado de meterle mano a mi prima, y este año se jodió, porque tendré que estudiar para septiembre… ¡Y me habían prometido una motoreta!” A Chus y a mí nos daba un poco de pena, imaginando que su severo progenitor, dentista por más señas, le hurgaba con el torno en los colmillos, pero claro, nosotros habíamos sacado un seis y teníamos un verano expedito por delante, limpio para hacer planes.
Por otro lado, Jezú era una víctima crónica de las malas calificaciones: ni siquiera había podido presentarse a la prueba, pues le habían quedado cuatro asignaturas y, dado que su padre, militar de profesión, ya le había amenazado dos o tres veces encañonándole con la pistola, había aplicado toda su industria, que era muchísima, a falsificar los resultados en el mismísimo libro azul: los cuatro suspensos, se convirtieron en cuatro sobresalientes y, con una imprentilla de mano, se había hecho una elegante papeleta acreditativa de haber superado el examen de Reválida, en la que, para mi gusto, estaban de más unas flores con las que había elaborado una cenefa alrededor. Y había incluido un pomposo texto de felicitación, por el brillante resultado, que tampoco venía a cuento. “¿Dónde has mangado los sellos?” le preguntó Josemari, pues los tampones eran los auténticos, “en Secretaría los distrahe un momentiyo”, respondió lacónico Jezú que, si se pudieran ganar las notas en la trapacería o en el tapete verde, hubiera hecho pleno de Matrículas de Honor.
Mateo era otro de los damnificados en la masacre, aunque él no le dio la menor importancia: “cuando llegue el momento de liderar el movimiento obrero, de nada servirán los saberes embalsamados de las momias académicas. Yo tenía pensado hacer Artes Aplicadas y Oficios Artísticos en Zaragoza, pero ahora mi prioridad es entrar en algún taller y comenzar a contactar con las masas trabajadoras. Se avecinan tiempos de gran agitación social y lo del dibujo y la pintura lo puedo aprender en los cursos por correspondencia de CCC.” Como veis, consolándose era mejor que Boecio, y aún añadió: “aunque cuando cumpla los dieciocho, me iré a hacer la mili de voluntario a la Marina. Es muy importante fomentar el contacto de los soldados con las ideas marxistas y maoístas, porque si carecemos de su apoyo armado, la Revolución irá mucho más lenta”. “¿Sabes si son cómodos los calabozos de los barcos?” Le pregunté a mi amigo que, desde luego, me parecía un poco pas-Mao (o marxiano). “Bueno. Los oficiales tendrán que aguantarse cuando los encerremos allí, aunque la mayoría ten por seguro que se unirán a la insurrección”. El pobre Mateo era, no sólo despierto, sino hasta sutil, perspicaz y reflexivo en todos los temas de lo intelectual, lo científico, lo artístico y lo mundano… menos en uno, como le ocurría a don Quijote. A Mateo, el chino del libro rojo le había convertido la sesera en requesón.
Me informa un lector (¡albricias, tengo un lector atento!) de que en toda la entrada he estado confundiendo los nombres de Chus y Josemari, dado que se establecen contradicciones con lo narrado hasta este momento. He corregido el error y he dado gracias al cielo y a David.
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