34 ESTUDIAR ES PERDER EL TIEMPO
No sé por qué permití que me acompañara mi madre: estaba nerviosa e impertinente y no consignaré las innumerables y agrias interrupciones que intercaló en el discurso de don Gustavo. Para empezar, mencionaré que don Gustavo Lanaspa era el padre de Chus, aunque no habíamos ido a visitarlo en calidad de padre de un amigo mío, sino por su condición de director del banco Hispano Ansotano, sito en la calle Mayor y que, desde los tiempos de don Gregorio, seis años atrás, pagaba puntual y generoso una beca que permitía que un tiñoso como yo, vástago de una de las familias más menesterosas de Jaca y su comarca, pudiera cursar estudios de bachillerato, aspirar a labrarse un porvenir y codearse con la clase media de la ciudad episcopal, verbigracia con su propio hijo, a la sazón mi amigo del alma.
A la oficina se ingresaba por una puerta giratoria que constaba de cuatro grandes hojas acristaladas, cuya chirriante rotación daba acceso a un antro oscuro, oloroso a madera encerada y a eructos de carcoma ahíta, e iluminado tan sólo por cuatro flexos que proyectaban exiguos conos de luz sobre otras tantas mesas. En la penumbra menos lóbrega de semejante salón, todo en madera oscura, satinada con churretones de barniz fosilizado y preñada de crujidos, un mostrador de mármol verdinegro ostentaba un panel vertical horadado por dos ventanillas bajas y angostas con sendos letreros donde, con un remedo de letra gótica, ponía “Caja 1” y “Caja 2”, ésta última estaba siempre clausurada y, tras la otra, en un asiento alto, se erguía Cosme, el hombre más malhumorado de Jaca, cuya aspereza con los clientes que iban a retirar dinero era proverbial. En la mesa más alejada de la puerta, un rótulo rezaba “Director” y hacia allí nos encaminamos mi madre y yo. Don Gustavo nos ofreció asiento en dos sillas tapizadas de escay granate, mientras las voces de Cosme ultrajando e intimidando, con cósmica inclemencia, a un cliente que había entrado a cobrar en efectivo un cheque, no presagiaban nada bueno.
- Les mandé ayer un recado, – el tratamiento de usted se debía a la presencia de mi madre, enfundada en un vestido negro con minúsculas florecitas granates a juego con el escay de las sillas y tres tallas menor de la que debía gastar por aquel entonces, si bien era el único vestido de verano decente que guardaba su ropero y el único compatible con el luto. En resumen, el único, aparte de sus mandiles, sayales y aperos de fregona -, les he hecho venir y espero no haberles causado ninguna extorsión en sus quehaceres y obligaciones, a cambio lo que tenía que comunicarles no admite demora…
- Usté dirá, excelentísimo señor.
- Como saben, la beca que disfruta Teófilo, de la que han sido beneficiarios, se extendía tan sólo hasta la reválida de sexto…
Me seguía chocando el tratamiento tan ceremonioso. El día anterior, en su casa de la Avenida de Jose Antonio, cuando me hallaba absorto escuchando el Álbum Blanco de los Beatles, que constituía la última adquisición de Chus, entró en la habitación hecho un energúmeno:
- ¿No podéis quitar esa monserga demoníaca? ¿O a cambio bajar el volumen para que no crean los vecinos que esto es la selva del Congo? – Nos espetó a voz en cuello a Josemari, a Chus y a un servidor, extasiados ante la voz de John Lennon repitiendo obsesivamente “number nine, number nine, number nine… “. Bien es verdad, que si no hubiera gritado como un elefante cuando barrita, no le hubiéramos oído, así que puede que la música estuviera un poco alta -. ¡Siempre metidos en esta casa con esas salmodias de los watusis! ¡Largaos a los glacis a tomar el fresco! – Y desenchufó la maleta estéreo de Chus, con grave riesgo de rayar el preciado disco y, desde luego, sin dejarnos oír la voz de Ringo cerrando el álbum con “Good Night”, una de mis preferidas, porque me hacía recordar a Nines.
- Ya me disculparás por lo de ayer – ahora se dirigía a mí – pero es que esos melenudos estrafalarios me sublevan. Además, no entendéis lo que cantan, si es que a eso se le puede llamar cantar… La jota a cambio, eso sí que es cantar…
No sé por qué permití que me acompañara mi madre: estaba nerviosa e impertinente y no consignaré las innumerables y agrias interrupciones que intercaló en el discurso de don Gustavo. Para empezar, mencionaré que don Gustavo Lanaspa era el padre de Chus, aunque no habíamos ido a visitarlo en calidad de padre de un amigo mío, sino por su condición de director del banco Hispano Ansotano, sito en la calle Mayor y que, desde los tiempos de don Gregorio, seis años atrás, pagaba puntual y generoso una beca que permitía que un tiñoso como yo, vástago de una de las familias más menesterosas de Jaca y su comarca, pudiera cursar estudios de bachillerato, aspirar a labrarse un porvenir y codearse con la clase media de la ciudad episcopal, verbigracia con su propio hijo, a la sazón mi amigo del alma.
A la oficina se ingresaba por una puerta giratoria que constaba de cuatro grandes hojas acristaladas, cuya chirriante rotación daba acceso a un antro oscuro, oloroso a madera encerada y a eructos de carcoma ahíta, e iluminado tan sólo por cuatro flexos que proyectaban exiguos conos de luz sobre otras tantas mesas. En la penumbra menos lóbrega de semejante salón, todo en madera oscura, satinada con churretones de barniz fosilizado y preñada de crujidos, un mostrador de mármol verdinegro ostentaba un panel vertical horadado por dos ventanillas bajas y angostas con sendos letreros donde, con un remedo de letra gótica, ponía “Caja 1” y “Caja 2”, ésta última estaba siempre clausurada y, tras la otra, en un asiento alto, se erguía Cosme, el hombre más malhumorado de Jaca, cuya aspereza con los clientes que iban a retirar dinero era proverbial. En la mesa más alejada de la puerta, un rótulo rezaba “Director” y hacia allí nos encaminamos mi madre y yo. Don Gustavo nos ofreció asiento en dos sillas tapizadas de escay granate, mientras las voces de Cosme ultrajando e intimidando, con cósmica inclemencia, a un cliente que había entrado a cobrar en efectivo un cheque, no presagiaban nada bueno.
- Les mandé ayer un recado, – el tratamiento de usted se debía a la presencia de mi madre, enfundada en un vestido negro con minúsculas florecitas granates a juego con el escay de las sillas y tres tallas menor de la que debía gastar por aquel entonces, si bien era el único vestido de verano decente que guardaba su ropero y el único compatible con el luto. En resumen, el único, aparte de sus mandiles, sayales y aperos de fregona -, les he hecho venir y espero no haberles causado ninguna extorsión en sus quehaceres y obligaciones, a cambio lo que tenía que comunicarles no admite demora…
- Usté dirá, excelentísimo señor.
- Como saben, la beca que disfruta Teófilo, de la que han sido beneficiarios, se extendía tan sólo hasta la reválida de sexto…
Me seguía chocando el tratamiento tan ceremonioso. El día anterior, en su casa de la Avenida de Jose Antonio, cuando me hallaba absorto escuchando el Álbum Blanco de los Beatles, que constituía la última adquisición de Chus, entró en la habitación hecho un energúmeno:
- ¿No podéis quitar esa monserga demoníaca? ¿O a cambio bajar el volumen para que no crean los vecinos que esto es la selva del Congo? – Nos espetó a voz en cuello a Josemari, a Chus y a un servidor, extasiados ante la voz de John Lennon repitiendo obsesivamente “number nine, number nine, number nine… “. Bien es verdad, que si no hubiera gritado como un elefante cuando barrita, no le hubiéramos oído, así que puede que la música estuviera un poco alta -. ¡Siempre metidos en esta casa con esas salmodias de los watusis! ¡Largaos a los glacis a tomar el fresco! – Y desenchufó la maleta estéreo de Chus, con grave riesgo de rayar el preciado disco y, desde luego, sin dejarnos oír la voz de Ringo cerrando el álbum con “Good Night”, una de mis preferidas, porque me hacía recordar a Nines.
- Ya me disculparás por lo de ayer – ahora se dirigía a mí – pero es que esos melenudos estrafalarios me sublevan. Además, no entendéis lo que cantan, si es que a eso se le puede llamar cantar… La jota a cambio, eso sí que es cantar…
Se me ha hecho muy corto!!! Jajaja!!!
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