¡Caracoles! ¡Ostras! ¡Cáspita! ¡Jopelines! ¡Rábanos! ¡Zambomba! ¡Córcholis! ¡Carape! ¡Diantre! ¡Cáscaras! ¡Canastos! ¡Zapateta! ¡Caramba! ¡Rayos! ¡Repámpanos! ¡Caray! Éste, y aún mucho más largo es el repertorio de exclamaciones eufemísticas usadas para expresar sorpresa, turbación o incomodidad, lo cual denota que el español era una lengua muy apta para la hipocresía. Y digo era, porque estas expresiones están, como se dice ahora, muy desfasadas, obsoletas, son viejunas, el hablante real usa ya tan sólo dos: ¡Coño! y ¡Hostia!
Que debieron ser, más o menos, las que yo debí usar cuando contemplé este perturbador suicidio colectivo de una miríada de pequeños caracoles, inmóviles y puede que ya un tanto calcinados en medio de una obra de arte contemporáneo ¿o formando parte de ella?
Como sin duda ocurre en tu hábitat, también en el mío los muchachos se dedican a dejar las más variadas señales de autoafirmación en cuanta pared, puerta o tapia encuentran a su paso. Provistos de uno o varios envases de pintura en aerosol, decoran con sus más o menos elaboradas imágenes, anotaciones o firmas cuanta superficie se alza ante su ir y venir.
En mi pueblo, como pasa con todo, tienen dividido al vecindario: la mitad opinan que aquello es decorar y dar una nota de color al paisaje urbano y la otra mitad considera que aquello es simplemente enmugrecer y degradar las fachadas con mamarrachos y rayujos. Como somos impares, me toca a mí deshacer el empate (a 1.515) y, debido a mi tibieza y medianía, juzgo que aquello es, simplemente abigarrar (¿os imagináis a los adultos en Altamira diciendo: “Troglodín, Cromañico, no emporqueis las paredes de las cavernas con los pintarrajos de esas ridículas mascotas”?)
Con las lluvias primaverales, muy abundantes este año, miles de caracoles se han dado al turismo, haciendo su sosegado “caravaning” por toda suerte de superficies… El caso es que llegaron a estos muros que la moda del grafiti no había perdonado y, o bien extasiados por la belleza y el cromatismo de las grafías, o bien atontados por la toxicidad de las pinturas, decidieron montar una acampada vertical y populosa.
En estas salió un sol de justicia, el de la primera y ruda ola de calor por estos pagos y los pobres se debieron achicharrar, evaporándose de su liviana cáscara que quedó allí como testimonio de la insaciable barbarie de la naturaleza.
De nosotros, puede que aún quede menos rastro en un verano futuro, pero mientras, pasé con la cámara y fotografié la curiosa necrópolis de los inermes gasterópodos.
Que debieron ser, más o menos, las que yo debí usar cuando contemplé este perturbador suicidio colectivo de una miríada de pequeños caracoles, inmóviles y puede que ya un tanto calcinados en medio de una obra de arte contemporáneo ¿o formando parte de ella?
Como sin duda ocurre en tu hábitat, también en el mío los muchachos se dedican a dejar las más variadas señales de autoafirmación en cuanta pared, puerta o tapia encuentran a su paso. Provistos de uno o varios envases de pintura en aerosol, decoran con sus más o menos elaboradas imágenes, anotaciones o firmas cuanta superficie se alza ante su ir y venir.
En mi pueblo, como pasa con todo, tienen dividido al vecindario: la mitad opinan que aquello es decorar y dar una nota de color al paisaje urbano y la otra mitad considera que aquello es simplemente enmugrecer y degradar las fachadas con mamarrachos y rayujos. Como somos impares, me toca a mí deshacer el empate (a 1.515) y, debido a mi tibieza y medianía, juzgo que aquello es, simplemente abigarrar (¿os imagináis a los adultos en Altamira diciendo: “Troglodín, Cromañico, no emporqueis las paredes de las cavernas con los pintarrajos de esas ridículas mascotas”?)
Con las lluvias primaverales, muy abundantes este año, miles de caracoles se han dado al turismo, haciendo su sosegado “caravaning” por toda suerte de superficies… El caso es que llegaron a estos muros que la moda del grafiti no había perdonado y, o bien extasiados por la belleza y el cromatismo de las grafías, o bien atontados por la toxicidad de las pinturas, decidieron montar una acampada vertical y populosa.
En estas salió un sol de justicia, el de la primera y ruda ola de calor por estos pagos y los pobres se debieron achicharrar, evaporándose de su liviana cáscara que quedó allí como testimonio de la insaciable barbarie de la naturaleza.
De nosotros, puede que aún quede menos rastro en un verano futuro, pero mientras, pasé con la cámara y fotografié la curiosa necrópolis de los inermes gasterópodos.
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