Hace treinta años, lo que más hubiera llamado la atención de un forastero desembarcado en Monzón, sin duda habría sido el pandemónium ocasionado por una carretera general con un tráfico intensísimo, atravesando el mismo centro de la localidad: la entonces Nacional 240 (hoy casi sustituida por la autovía Lérida-Huesca) hendía el cogollo de la población, sembrando la populosa avenida con los animados ruidos de las arrancadas y acelerones de los motores, la simpática barahúnda de las bocinas, los gases salutíferos del diésel pedorreados con negruzca generosidad por los vehículos pesados, las vistosas colas en los semáforos (hoy erradicados en la aplicación, a los peatones, de la vigente doctrina del sálvese quien pueda)… La libertad de comercio ocasionaba, nunca sabré por qué alambicado mecanismo, que veinte o treinta camiones diarios de cerdos, provenientes de Salamanca o Extremadura, pasaran en dirección a Cataluña, mientras otros veinte o treinta abarrotados también de porcino estresado, provenientes de Vic, de Mollerussa, o de Solsona, se dirigieran hacia el centro de la Península, dejando nuestra ciudad sumida en unos efluvios embriagadores en el aire así purinificado.
Todo esto pertenece al ayer o casi: no hemos llegado aún al sueño visionario de uno de nuestros anteriores alcaldes, hombre ambicioso que prometía convertir la otrora saturada carretera en un bulevar, pero, como decimos las gentes deseosas de asimilar la propaganda que nos enchufan los medios, “hemos ganado bastante en calidad de vida”, desde que la circunvalación sacó los vehículos en tránsito del núcleo urbano, a buenas horas mangas verdes, ahora que se ha desmantelado casi toda la industria.
En fin, la antigua carretera que viene de Lérida, cruza el río Sosa y, paralela a la exigua corriente de agua que otrora fuera el colector principal de la ciudad, atraviesa un cuarto de “milla de oro” que Monzón despliega de Este a Oeste, partiendo así el núcleo urbano casi por la mitad, al Sur el castillo y la parte “más antigua” y al Norte el reciente despliegue de establecimientos relevantes: un hotel, el Juzgado y la Agencia Tributaria, cafés y tiendas, hasta llegar a la Escuela de Idiomas, donde el nonato bulevar ha girado en una rotonda atestada y se dispone a abandonar “el centro urbano” en dirección a Barbastro.
Para evitarles a los aborígenes la sensación cansina de ver su omnipresente castillo, se urdió en los primeros setenta la catástrofe urbanística del edificio Loarre, que alza sus diez pisos, sin contar los áticos, por encima del río Sosa a lo largo de cien metros de fachada, creando una gigantesca pantalla de ladrillo, que obstruye toda posible vista al maltrecho casco urbano de la parte vieja y al propio castillo, espectáculo hurtado a un concurrido parque donde las mamás pasan la tarde con sus criaturas como si estuvieran todos castigados “cara a la pared”. Hace cuarenta años este desmedido bloque era “lo más” (moderno, elegante, lujoso… ) y todos soñábamos con adquirir un piso (con garaje) en sus intrincadas entrañas, cosa que algunos consiguieron. Mas, ay, los sueños de los que planifican y ordenan devienen rápidamente en pesadillas para ellos y para todos los demás. Menudo pegote.
Panorámica centrada en la iglesia de Santa María |
Todo esto pertenece al ayer o casi: no hemos llegado aún al sueño visionario de uno de nuestros anteriores alcaldes, hombre ambicioso que prometía convertir la otrora saturada carretera en un bulevar, pero, como decimos las gentes deseosas de asimilar la propaganda que nos enchufan los medios, “hemos ganado bastante en calidad de vida”, desde que la circunvalación sacó los vehículos en tránsito del núcleo urbano, a buenas horas mangas verdes, ahora que se ha desmantelado casi toda la industria.
El pequeño río y el gran bloque |
Panorámica desde el Este |
En fin, la antigua carretera que viene de Lérida, cruza el río Sosa y, paralela a la exigua corriente de agua que otrora fuera el colector principal de la ciudad, atraviesa un cuarto de “milla de oro” que Monzón despliega de Este a Oeste, partiendo así el núcleo urbano casi por la mitad, al Sur el castillo y la parte “más antigua” y al Norte el reciente despliegue de establecimientos relevantes: un hotel, el Juzgado y la Agencia Tributaria, cafés y tiendas, hasta llegar a la Escuela de Idiomas, donde el nonato bulevar ha girado en una rotonda atestada y se dispone a abandonar “el centro urbano” en dirección a Barbastro.
Panorámica desde el barrio de la Jacilla |
Para evitarles a los aborígenes la sensación cansina de ver su omnipresente castillo, se urdió en los primeros setenta la catástrofe urbanística del edificio Loarre, que alza sus diez pisos, sin contar los áticos, por encima del río Sosa a lo largo de cien metros de fachada, creando una gigantesca pantalla de ladrillo, que obstruye toda posible vista al maltrecho casco urbano de la parte vieja y al propio castillo, espectáculo hurtado a un concurrido parque donde las mamás pasan la tarde con sus criaturas como si estuvieran todos castigados “cara a la pared”. Hace cuarenta años este desmedido bloque era “lo más” (moderno, elegante, lujoso… ) y todos soñábamos con adquirir un piso (con garaje) en sus intrincadas entrañas, cosa que algunos consiguieron. Mas, ay, los sueños de los que planifican y ordenan devienen rápidamente en pesadillas para ellos y para todos los demás. Menudo pegote.
¿Has alquilao un helicotero?
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