Pues sí, confieso haberme esforzado durante cerca de cuarenta años en ser un buen profesor de Ciencias Naturales y, bueno, admito no haberlo conseguido ni de lejos. Batallaba con bizarría con algunas carencias, por ejemplo, creo haber dicho ya que mi vocabulario específico para designar la naturaleza por entero constaba de tres palabras: bicho, planta y piedra.
En Albelda, un animoso muchacho y excelente alumno me trajo una muestra mineral, hallada por él en el rico entorno que lo inanimado exterioriza por aquellos lugares. “¿Qué es esto?” me preguntó con interés. “Una piedra”, le respondí con mi mejor buena fe. “Ya, pero ¿cuál?” insistió confiando en los sólidos resortes de mi ciencia. “Pues no lo sé. Consúltalo allí en el atlas de mineralogía”. Aunque me hubiera ido la vida en ello, no hubiera sabido decirle si cuarcita, calcita o calcopirita, así que preferí no abusar de mi ignorancia, ni de la suya.
Y no sé por qué, pienso que la taxonomía de los antiguos Reinos, Vegetal, Mineral y Animal, era más accesible que las difusas repúblicas que salen en los manuales recientes, donde los muchachos son enfrentados a un batiburrillo de ecosistemas, presuponiendo unas capacidades científicas que ignoro cómo, cuándo y dónde han podido desarrollar: en los últimos tiempos disfrutaba de alumnos a los que el empacho de documentales había hecho creer que lo sabían todo sobre los animales. Decían con aplomo que las avispas asesinas eran más poderosas que la ballena azul y que el delfín nariz de botella era más inteligente que el orangután de Borneo… Pero ignoraban si una tortuga es un mamífero o un reptil, o no sabían cuántas patas tiene una mosca.
De las láminas de la enciclopedia he extraído estas clasificaciones muy básicas (y, probablemente, con criterios ya obsoletos) de los vasallos del reino natural… Y lo he hecho por compartir la belleza un tanto ingenua de estos coloridos “archivadores” de los seres animados e inanimados y porque recuerdo, ya con ternura, la ardua pelea que tuve, curso tras curso, para implementarlos en las meninges rebeldes pero curiosas de unos cuántos centenares de chicos y chicas, entre los que no descarto que hoy haya un genuino naturalista. O hasta más de uno.
En Albelda, un animoso muchacho y excelente alumno me trajo una muestra mineral, hallada por él en el rico entorno que lo inanimado exterioriza por aquellos lugares. “¿Qué es esto?” me preguntó con interés. “Una piedra”, le respondí con mi mejor buena fe. “Ya, pero ¿cuál?” insistió confiando en los sólidos resortes de mi ciencia. “Pues no lo sé. Consúltalo allí en el atlas de mineralogía”. Aunque me hubiera ido la vida en ello, no hubiera sabido decirle si cuarcita, calcita o calcopirita, así que preferí no abusar de mi ignorancia, ni de la suya.
Y no sé por qué, pienso que la taxonomía de los antiguos Reinos, Vegetal, Mineral y Animal, era más accesible que las difusas repúblicas que salen en los manuales recientes, donde los muchachos son enfrentados a un batiburrillo de ecosistemas, presuponiendo unas capacidades científicas que ignoro cómo, cuándo y dónde han podido desarrollar: en los últimos tiempos disfrutaba de alumnos a los que el empacho de documentales había hecho creer que lo sabían todo sobre los animales. Decían con aplomo que las avispas asesinas eran más poderosas que la ballena azul y que el delfín nariz de botella era más inteligente que el orangután de Borneo… Pero ignoraban si una tortuga es un mamífero o un reptil, o no sabían cuántas patas tiene una mosca.
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