La
materialización más convincente que encuentro del sentimiento nacionalista es
la de un pedo: el mío me produce satisfacción y puede parecerme, en
determinadas situaciones, incluso gracioso. El de los demás es asqueroso y apesta.
Puestas
así las cosas, no entiendo por qué habría de sentir una emoción negativa ante,
por ejemplo, la pitada al himno español en la final de la Copa del Rey de
baloncesto por parte de la hinchada barcelonista en Las Palmas, este año; o el
aquelarre de Vitoria en la final de 2013; o la madre de todas las pitadas, en
la final de la Copa de fútbol, entre el Bilbao y el Barça, en el Vicente
Calderón en 2012. Admito que las masas tienen derecho a manifestar su opinión
colectiva y hay libertad de expresión, faltaría más. Para redondear la
diversión, sólo hubiera faltado que las autoridades de Las Palmas, en un
inimaginable ejercicio de cintura e imaginación política, hubieran dado paso a
continuación, en la megafonía, a una grabación de “Els Segadors”. Eso hubiera
puesto el pabellón calentito, calentito. Aunque, ¿se imagina alguien por un
momento que los hinchas del Real Madrid, en un ataque de respeto, se ponen a
escuchar en silencio el himno de la comunidad de sus adversarios deportivos? ¿A
que no? Y es que las masas se expresan de un modo muy previsible. Masa y
masacre son palabras de la misma familia, creo.
Pero
más allá de una indignación que no siento, o que lamento mucho sentir, la reflexión
que me trae hoy a esta página, es la nula articulación de nuestro pedo patrio:
no tiene letra. Un himno sin letra, qué anómala carencia. En los pasados mundiales
de fútbol, de los que fui telespectador asiduo, todos los combinados
nacionales, en respetuosa formación, con una mano en el pecho y los ojos
entornados, canturreaban la letra, al sonar el himno propio. Los chilenos que
se enfrentaban a nuestra selección, tras entonar algo tan bizarro como: “Que o
la tumba serás de los libres, / O el asilo contra la opresión”, nos pasaron por
encima, claro, nosotros sólo habíamos cantado: “Lolo loro-lo loró lo-loró lolololó
loló lorololooo looo-ló” y así no se va a ninguna parte. Esta es la letra con
la que se entona últimamente nuestro himno y, claro, no infunde ánimos.
Franceses y catalanes tienen himnos con una bonita letra, aunque yo,
personalmente, prefiero la del de Asturias.
Y no
es que no haya habido intentos por dotar a nuestra marcha real de una letra
adecuada: en tiempos de Su Excelencia era extremadamente popular esta versión: “Franco,
Franco, / que tiene el culo blanco / porque su mujer / lo lava con Ariel… /
Burro, zopenco, / cuadrúpedo, animal, / que con el tiempo lle / garás a re / buz
/ nar.” Naturalmente está muy lejos de mi intención pedir que se oficialice esta
letra. No sólo está pasada de moda, sino que además su carácter bufo nos
acarrearía la rechifla de la Asamblea General de la ONU.
Por
otra parte, también del lado oficial hubo un intento de corte falangista que no
prosperó. Lo recojo aquí, porque el poeta José María Pemán dio lo mejor de sí
con una letra que, en definitiva no cuajó:
¡Viva
España! / Alzad la frente, / hijos del pueblo español / que vuelve a resurgir.
// Gloria a la Patria / que supo seguir / sobre el azul del mar / el caminar
del sol.
¡Triunfa,
España! / Los yunques y las ruedas / canten al compás / nuevos himnos de fe. //
Juntos con ellos / cantemos en pie/ la vida nueva y fuerte / del trabajo y paz.”
Con
esto arreciarían los silbidos. Y a día de hoy, encontrar una letra de consenso
y una música que concitara el respeto o el afecto de la mayoría de los
moradores de las diecisiete autonomías es… Misión Imposible. Ni con la ayuda de
Tom Cruise podría llevarse a cabo.
Yo,
por si acaso, dejo aquí esta propuesta, por si este año Bilbao y Barça vuelven
a la final de la Copa:
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