Vuelve (por quinta vez y ojalá no sea la
última) el orate/detective sin nombre a narrarnos, en primera persona, un
relato totalmente inverosímil, aunque con una verdad auténtica y certera, más
allá de las mansas apariencias de la realidad, de la materialidad objetiva y
del copón de Bullas. Aparece nuestro agudo pícaro/majareta/justiciero con toda
su corte de secundarios, unos clásicos, como su hermana Cándida, la marchita
prostituta de buen corazón y obtuso entendimiento, o el comisario Flores,
adalid del indestructible binomio poder-corrupción; otros nuevos para el caso,
como la escultural Olga Baxter, la modelo desaparecida o la increíble, la
impagable, señorita Westinghouse, un travesti ex guardia civil, cuyas
sorprendentes metamorfosis son algunas de las mejores creaciones de Eduardo
Mendoza.
Eduardo Mendoza, vale más que lo diga ya,
es uno de mis escritores españoles predilectos: de mis contemporáneos, sin
ningún género de duda, el que prefiero. No sé qué me gusta más: ¿el lenguaje
que parece recién acarreado y fresco desde el mismísimo Siglo de Oro? ¿El
humor, que me ha hecho reír, leyéndolo en un transporte público, hasta que la
gente se me ha quedado mirando como si fuera un perturbado? ¿La mirada, a un
tiempo perspicaz e ingenua, gamberra y certera, vitriólica y cariñosa, sobre
nuestro solar patrio de los últimos tiempos? Tal vez todo ello junto, añadiendo
la factura y el nombre de sus personajes, la más ilustre constelación de
nuestra literatura reciente, sirvan de ejemplo don Lorenzo Verdugones,
Marichuli Mercadal, Nemesio Cabra Gómez, el abogado Macabrós, la Porritos,
Pardalot, el señor Miscosillas. en fin…
Y de esta quinta entrega de la serie del
investigador chiflado, ¿qué? ¿No está un poco viejo? ¿No declina el interés?
¿No es más de lo mismo? ¿A que tiene menos gracia? Confieso que anduve un tanto
despistado con motivo de haber leído unas cuantas críticas tibias, e incluso
alguna fría. Mendoza parece haber pasado del libro de literatura de COU a una
cierta indiferencia y desapego de los entendidos. Los tiempos no son propicios
a una literatura tan personal como la del veterano escritor que, además, ha
cometido dos pecados recientes de estos que te condenan al ostracismo en los
medios. Uno: es un autor consagrado que ha ganado el sustancioso premio Planeta
y eso suele querer decir, normalmente, que está acabado. Y dos: lo ha ganado
con una novela en la que se hace mofa y befa de la versión oficial de la 2º
República, su ambiente y sus gentes, ¡revisionismo! ¿Cómo se ha atrevido?
Bueno, pues a mí me ha parecido tan
ocurrente, certero y divertido como siempre. Más sosegado, menos vivaz, menos
cáustico solo en apariencia y… sí, es verdad, en algunos chistes, se le va un
poco la mano, pero es marca de la casa.
La historia en cambio me ha parecido del
todo consistente, completa, cerrada, tejida con mano maestra, magníficamente
elaborada y resuelta: no tiene un ritmo trepidante ni un suspense arrebatador,
en muchos momentos recuerda los modos narrativos del teatro. Siempre es
divertida y sorprendente, un renovado hallazgo.
La narración se teje en dos periodos: el
ahora de los días presentes y un tiempo de hace algo más de 30 años, cuando el
protagonista estaba recluido en un sanatorio mental. Se sigue el esquema de las
dos primeras entregas, “El misterio de la cripta embrujada y “El laberinto de
las aceitunas”, esquema que detallaré por si alguien no ha tenido la suerte de
leerlas: el avieso comisario Flores, siempre en connivencia con los delitos de
los poderosos, echa mano de nuestro personaje cuando necesita “colgarle el
muerto” a alguien, saca del manicomio al pobre diablo, el cual tiene la
desfachatez de resolver el caso, en el que suele encontrar conexiones con el poder
y el empresariado catalán al más alto nivel. Lo que le vale su regreso al
encierro.
En esta ocasión se trata de inculparlo
del asesinato de una joven modelo, llamada Olga Baxter. El protagonista, con
una cohorte de desechos sociales, desenreda la madeja y, a la vista de sus
avispadas conclusiones, es devuelto por el comisario al sanatorio/trullo..
Pero esta vez han quedado puntadas sin
hilo y el loco/investigador, ya libre en el presente, cierra el caso en unos
espectaculares últimos capítulos, donde el devastador paso del tiempo pone de
relieve una insondable melancolía que el bienhumorado Mendoza apenas logra
enmascarar en sus ocurrentes párrafos.
Uno de sus más reiterados recursos es
“hacer hablar a la gente” con un personaje que es un oído que transcribe.
Explorando la supuesta banalidad de las confidencias, traza un panorama muy
completo, entre chusco y acerado, de la sociedad y el momento que compartimos.
En esta novela hay tal acopio de perlas, que me ha costado elegir una:
“Sin levantar la cabeza farfulló una
dirección en la confluencia de la calle Concilio de Trento con Julián Besteiro.
La felicité por su habilidad y rapidez. El chico había terminado de liar el
canuto y se lo llevó a los labios. —Oye —dijo—, si encuentras el estudio de
televisión y tienes ocasión de hablar con el bujarrón, le dices que lo de la
independencia está hecho, tanto si le gusta como si no. Y que si los españoles
dejan de comprarnos cava, arrancaremos las cepas del Penedés y plantaremos
cannabis. —También le puedes decir —añadió la chica cuando ya me iba— que
cuando seamos independientes, como nos echarán de la zona euro y a la peseta no
podremos volver, ya no habrá ricos ni pobres en Cataluña. Se les veía relajados
y de buen rollo.”
Si ya conoces la saga, estás de
enhorabuena, esta dignísima continuación te va a satisfacer; si no la conoces,
apenas dudo de que, tras leerla, sientas ganas de comenzar por la primera,
hasta donde yo sé, la única llevada al cine. Y sorprende que en la apoplejía
que aqueja al cine español, una de las mejores posibilidades de la serie negra
sólo se haya explotado en la pantalla una única vez, con la primera de las
cinco entregas, “El misterio de la cripta embrujada”, lamentablemente llevada
al cine como “La cripta” y en la que se pierde todo: el lenguaje sutil y elaborado,
el feísmo radical de la miseria y los bajos fondos, la ironía cáustica y el
humor chabacano, la aproximación sarcástica a la sociedad actual y la
estructura compleja y evasiva del relato. Mal adaptada, mal dirigida, mal
ambientada y mal interpretada, remite a un involuntario homenaje a la lectura,
un tributo a la letra impresa, una sugerencia de por qué no hay que dejar de beber
de la página escrita.
¿Y cómo será leer a Mendoza en inglés? |
No hay comentarios:
Publicar un comentario