38. RACIMO DE CODAS
Iluso de mí, creí que Nines había regresado a Jaca empujada por una nostalgia que yo compartía, creí que había venido empujada por la misma añoranza, por la misma atracción que a mí me había tenido cerca de un año secuestrado. Pero no era así.
Un Teo obsequioso y deferente, delicado y galante, servicial y generoso, en resumen, un Teo que nunca había existido y que yo tuve que inventar sobre la marcha, a golpe de pura tenacidad, tardó casi otro año en reconquistar su afecto y su confianza. Habían surgido dos nuevos obstáculos: una recién constituida patrulla de moscones (el menos peligroso de los cuales era Satué), con la que no había tenido que lidiar la vez anterior y es que ahora Nines sabía sacarse el olor del pescado, aderezarse como una verdadera señorita y conseguir que las miradas la siguieran; hasta yo me daba cuenta de que, de no haber estado enamorado, igual me hubiera parecido una preciosidad… Y por otra parte, la niña había aprendido a coquetear, a hacerse valer, a dar largas, a crear y alimentar expectativas sin comprometerse. Durante meses estuve sometido a una tortura que muchos conocen y que les haría preferir una negativa extemporánea y rotunda, antes que esta mezcla de esperanzada incertidumbre y angustioso suplicio.
A comienzos de la siguiente primavera, una Nines muy formal se avino a salir conmigo “otra vez en serio”. Quiero pensar que no tuvo que ver con su decisión el hecho de que me había sacado el puesto de auxiliar, promocionando mediante unas pruebas que llevaba mucho tiempo preparando: ahora me tiraba todo el día en la oficina rellenando recibos, asientos, formularios, pagarés, letras y otros papeles que al final de la jornada pasaba a la firma paternal y ampulosa de don Gustavo, mientras los recaditos del ordenanza, cafés incluidos, los llevaba a cabo un desastrado chaval que había ingresado en la plantilla y era él y no yo quien compartía las correrías de botones con Satué, con el que por cierto hizo muy buenas migas.
Y el chinchorrero de Satué, lejos de reconocer que andaba algo estancado, no perdía ocasión de manifestarme su rencor, por Nines, por mi ascenso y por esos asquerosos mamarrachos melenudos que me gustaban: con mis haberes me había comprado una maletita estéreo y, cuando le invité un día a venir a mi casa a escuchar mi flamante copia de “Abbey Road”, el primer elepé que había podido adquirir gracias al fruto de mi trabajo, fue un desastre: hizo frente común con mi abuelo, al que le propuso echar a la estufa aquella “chirriante jaula de grillos”. Lo que no sabía el majadero de Satué era que a mi pobre abuelo le patinaba el coco y, no bien nos hubimos ido a echar una cerveza, le faltó tiempo de arrojar a la estufa disco y tocadiscos. Y encima se quemó las manos.
Mientras mis tesoros se chamuscaban y a mi abuelo le vendaba las quemaduras el practicante de la casa de enfrente, atraído por los alaridos que Jeremías y Anacleta daban al unísono en el balcón, Satué, haciendo frente a su cuarta cerveza, no perdió la ocasión de remachar su faena:
- Que sepas, Jaboncín, que si el director de tu sucursal no fuera un futuro Procurador en Cortes, te hubieran dado el puesto de auxiliar en un poblacho a cien kilómetros de aquí, así va este país, donde sólo medráis los enchufados, los pelotas y los lameculos.
- Me voy con Nines – le contesté. Y se echó a llorar.
Creo que, descontando a Satué que era, como se ve, un castigo del cielo, por aquella época, me había quedado ya sin amigos. Y es que los del instituto se habían ido el otoño anterior “a estudiar fuera”. A la mayoría no volví a verlos nunca, porque cuando se hicieron abogados, filósofos, periodistas o médicos, cambiaron la pequeña ciudad episcopal por otras capitales que, si bien eran de menor belleza, singularidad y postín, ofrecían más clientela y mayores medios de vida. Desde aquí me dan ganas de mandarles, tantos años después, un cariñoso saludo, aunque no voy a hacerlo por recato.
En cuanto a Nines, la persona con la que he compartido buena parte de mi vida (precisamente la que no voy a contar aquí), quizá alguien se esté preguntando a estas alturas, cómo es que hablando un perfecto francés y habiendo visto partes más interesantes del mundo, regresó a Jaca a seguir vendiendo pescado y a continuar festejando con un penco incapaz de haber descubierto, en su primera oportunidad, tesoro alguno de los muchos que albergaba. Ella misma desveló parte del misterio:
- Verás Teo – me dijo una tarde en la terraza del bar “Somport”, junto al Paseo. Había tal algarabía de pájaros que apenas podía oírla, además hablaba muy bajo – el motivo por el que regresé de Francia me da mucha vergüenza contarlo y mis padres, desde luego, no lo sabrán jamás. En un principio, todo era estupendo: la tienda de mis tíos, allí en una banlieue de Lyon, era un sueño. Y mis tíos eran amabilísimos conmigo: me enseñaban sobre las cosas de la tienda, quesos, patés y vinos, y aunque me hacían trabajar un montón de horas, me trataban como a una princesa. Se portaban tan bien conmigo, mi tía comprándome más cosas de las que había soñado tener y su marido Jacques Henry llevándome a verlo todo, a todas partes... Para cuando empecé a sospechar que él se estaba aprovechando de mi ingenuidad, ya era un poco tarde. Fue cuando me llevó a ver una película muy fuerte que, gracias a la implacable y recta resolución del Caudillo, está prohibida aquí y se titula “Lolita”: va de un señor mayor que se enamora de una criaja como yo. Eso le había pasado a él, me dijo el marido de mi tía. Y yo me di cuenta de que me había hecho cosas que parecían inocentes, pero no son las que un tío le hace a su sobrina. Luego siguió adelante conmigo y cuando yo intenté pararle los pies y le dije que aquello ya pasaba de castaño oscuro, me chantajeó con un recurso muy simple: si se lo decía a mi tía, le causaría un gran disgusto. De este modo me convertí en su rehén y cada vez se propasaba más conmigo... - En ese momento, el pandemónium vespertino de los pájaros reuniéndose, sobrevolando las copas de los árboles del vecino Paseo, me impidieron oír un susurro apagado en exceso que duró algún minuto - ...al final no podía más y, pasara lo que pasase, opté por decírselo a mi tía. Pensé que me ayudaría y en cierto modo lo hizo: me arregló los papeles, me dio bastante dinero y me puso en un tren camino de la frontera. Lo más curioso es que no parecía muy enfadada con Jacques Henry.
Algunos días más tarde, Nines me encaminó allí donde su tiastro había campado mientras ella estuvo en la Galia y creí que el cielo se desplomaba sobre mi cabeza.
Y lo que vino a continuación, fue todavía mejor. Y aunque quizá hayáis llegado hasta aquí con el fin de saberlo y, por tanto, merecéis que os lo cuente, la discreción me impide proseguir con ello.
FIN
San Baudilio de Llobregat a 24 de Mayo de 1970.
Querida familia:
Este disco que mando como obsequio para Teófilo, ha sido en mis circunstancias bastante difícil de conseguir, ya que yo aquí estoy en un régimen de reclusión que, si bien se va suavizando conforme mis muestras de buen juicio son más y más evidentes, es todavía severo; aunque rezar sin descanso, lo sé, me hará pronto ganar la libertad.
Mi carta y el álbum espero que os lleguen sin el displicente retraso con que aquí tratan el correo de los internos. El disco le va a gustar mucho a Teo, dádselo directamente a él: es “Let It Be”, el punto final de este Nuevo Testamento, un Evangelio merced al que algunos, como sabéis, hemos vuelto a sufrir persecución por causa de la Justicia.
No sé si os afectan o no demasiado las nuevas de mí, rehusado como padre por el propio Teo, llevado por el mal camino por su hermano Rosendo que, hablándome de una renovada Eucaristía, se aprovechó de mi buena fe, e ignorado por los demás. Un sucinto resumen de mi Gólgota os hará saber que estuve un año en el penal de El Puerto de Santa María, de los tres en que se sustanció mi condena, tan sólo uno. El motivo fue volver a sentir la inmensa e insobornable llamada de la Fe y de la Gracia Santificante, lo que me llevó a intentar sustituir al capellán de la cárcel en sus sagradas funciones, pues no me parecía un Ministro de Dios, sino un despreciable vertedero de depravación y corruptelas, y un sodomita. Tras suplantarlo en dos ceremonias menores y una misa, me mandaron aquí, que es como una casa de reposo, aunque algunos de los huéspedes están locos como cencerros, el Señor se apiade de ellos y enjuicie misericordioso sus almas carentes de juicio.
El compañero más grato y valedero con el que me relaciono ha resultado ser un muchacho de Jaca, que se fue de voluntario a la marina y, armado tan sólo de sus firmes convicciones, yo diría que apostólicas, organizó una insurrección que, habiendo fracasado, lo condujo por inextricables vericuetos a este hogar de pecadores arrepentidos y de orates. El chico pinta cuadros en sus ratos libres, que aquí son casi todos, y muy bien por cierto; además, oh sorpresas de un mundo muy muy pequeño, dice ser un buen amigo de Teófilo, al que me encarga mandar recuerdos. Me dijo su nombre, que es el de un evangelista... ¿Marcos? ¿Lucas? Bueno, Teo ya lo conoce, hacedle llegar esta carta en la que le pido que me escriba, por favor, aquí hay pocas cosas que hacer y el tiempo, al compás de los rezos, pasa muy despacio. Un abrazo.
Serafín.
Iluso de mí, creí que Nines había regresado a Jaca empujada por una nostalgia que yo compartía, creí que había venido empujada por la misma añoranza, por la misma atracción que a mí me había tenido cerca de un año secuestrado. Pero no era así.
Un Teo obsequioso y deferente, delicado y galante, servicial y generoso, en resumen, un Teo que nunca había existido y que yo tuve que inventar sobre la marcha, a golpe de pura tenacidad, tardó casi otro año en reconquistar su afecto y su confianza. Habían surgido dos nuevos obstáculos: una recién constituida patrulla de moscones (el menos peligroso de los cuales era Satué), con la que no había tenido que lidiar la vez anterior y es que ahora Nines sabía sacarse el olor del pescado, aderezarse como una verdadera señorita y conseguir que las miradas la siguieran; hasta yo me daba cuenta de que, de no haber estado enamorado, igual me hubiera parecido una preciosidad… Y por otra parte, la niña había aprendido a coquetear, a hacerse valer, a dar largas, a crear y alimentar expectativas sin comprometerse. Durante meses estuve sometido a una tortura que muchos conocen y que les haría preferir una negativa extemporánea y rotunda, antes que esta mezcla de esperanzada incertidumbre y angustioso suplicio.
A comienzos de la siguiente primavera, una Nines muy formal se avino a salir conmigo “otra vez en serio”. Quiero pensar que no tuvo que ver con su decisión el hecho de que me había sacado el puesto de auxiliar, promocionando mediante unas pruebas que llevaba mucho tiempo preparando: ahora me tiraba todo el día en la oficina rellenando recibos, asientos, formularios, pagarés, letras y otros papeles que al final de la jornada pasaba a la firma paternal y ampulosa de don Gustavo, mientras los recaditos del ordenanza, cafés incluidos, los llevaba a cabo un desastrado chaval que había ingresado en la plantilla y era él y no yo quien compartía las correrías de botones con Satué, con el que por cierto hizo muy buenas migas.
Y el chinchorrero de Satué, lejos de reconocer que andaba algo estancado, no perdía ocasión de manifestarme su rencor, por Nines, por mi ascenso y por esos asquerosos mamarrachos melenudos que me gustaban: con mis haberes me había comprado una maletita estéreo y, cuando le invité un día a venir a mi casa a escuchar mi flamante copia de “Abbey Road”, el primer elepé que había podido adquirir gracias al fruto de mi trabajo, fue un desastre: hizo frente común con mi abuelo, al que le propuso echar a la estufa aquella “chirriante jaula de grillos”. Lo que no sabía el majadero de Satué era que a mi pobre abuelo le patinaba el coco y, no bien nos hubimos ido a echar una cerveza, le faltó tiempo de arrojar a la estufa disco y tocadiscos. Y encima se quemó las manos.
Mientras mis tesoros se chamuscaban y a mi abuelo le vendaba las quemaduras el practicante de la casa de enfrente, atraído por los alaridos que Jeremías y Anacleta daban al unísono en el balcón, Satué, haciendo frente a su cuarta cerveza, no perdió la ocasión de remachar su faena:
- Que sepas, Jaboncín, que si el director de tu sucursal no fuera un futuro Procurador en Cortes, te hubieran dado el puesto de auxiliar en un poblacho a cien kilómetros de aquí, así va este país, donde sólo medráis los enchufados, los pelotas y los lameculos.
- Me voy con Nines – le contesté. Y se echó a llorar.
Creo que, descontando a Satué que era, como se ve, un castigo del cielo, por aquella época, me había quedado ya sin amigos. Y es que los del instituto se habían ido el otoño anterior “a estudiar fuera”. A la mayoría no volví a verlos nunca, porque cuando se hicieron abogados, filósofos, periodistas o médicos, cambiaron la pequeña ciudad episcopal por otras capitales que, si bien eran de menor belleza, singularidad y postín, ofrecían más clientela y mayores medios de vida. Desde aquí me dan ganas de mandarles, tantos años después, un cariñoso saludo, aunque no voy a hacerlo por recato.
En cuanto a Nines, la persona con la que he compartido buena parte de mi vida (precisamente la que no voy a contar aquí), quizá alguien se esté preguntando a estas alturas, cómo es que hablando un perfecto francés y habiendo visto partes más interesantes del mundo, regresó a Jaca a seguir vendiendo pescado y a continuar festejando con un penco incapaz de haber descubierto, en su primera oportunidad, tesoro alguno de los muchos que albergaba. Ella misma desveló parte del misterio:
- Verás Teo – me dijo una tarde en la terraza del bar “Somport”, junto al Paseo. Había tal algarabía de pájaros que apenas podía oírla, además hablaba muy bajo – el motivo por el que regresé de Francia me da mucha vergüenza contarlo y mis padres, desde luego, no lo sabrán jamás. En un principio, todo era estupendo: la tienda de mis tíos, allí en una banlieue de Lyon, era un sueño. Y mis tíos eran amabilísimos conmigo: me enseñaban sobre las cosas de la tienda, quesos, patés y vinos, y aunque me hacían trabajar un montón de horas, me trataban como a una princesa. Se portaban tan bien conmigo, mi tía comprándome más cosas de las que había soñado tener y su marido Jacques Henry llevándome a verlo todo, a todas partes... Para cuando empecé a sospechar que él se estaba aprovechando de mi ingenuidad, ya era un poco tarde. Fue cuando me llevó a ver una película muy fuerte que, gracias a la implacable y recta resolución del Caudillo, está prohibida aquí y se titula “Lolita”: va de un señor mayor que se enamora de una criaja como yo. Eso le había pasado a él, me dijo el marido de mi tía. Y yo me di cuenta de que me había hecho cosas que parecían inocentes, pero no son las que un tío le hace a su sobrina. Luego siguió adelante conmigo y cuando yo intenté pararle los pies y le dije que aquello ya pasaba de castaño oscuro, me chantajeó con un recurso muy simple: si se lo decía a mi tía, le causaría un gran disgusto. De este modo me convertí en su rehén y cada vez se propasaba más conmigo... - En ese momento, el pandemónium vespertino de los pájaros reuniéndose, sobrevolando las copas de los árboles del vecino Paseo, me impidieron oír un susurro apagado en exceso que duró algún minuto - ...al final no podía más y, pasara lo que pasase, opté por decírselo a mi tía. Pensé que me ayudaría y en cierto modo lo hizo: me arregló los papeles, me dio bastante dinero y me puso en un tren camino de la frontera. Lo más curioso es que no parecía muy enfadada con Jacques Henry.
Algunos días más tarde, Nines me encaminó allí donde su tiastro había campado mientras ella estuvo en la Galia y creí que el cielo se desplomaba sobre mi cabeza.
Y lo que vino a continuación, fue todavía mejor. Y aunque quizá hayáis llegado hasta aquí con el fin de saberlo y, por tanto, merecéis que os lo cuente, la discreción me impide proseguir con ello.
FIN
San Baudilio de Llobregat a 24 de Mayo de 1970.
Querida familia:
Este disco que mando como obsequio para Teófilo, ha sido en mis circunstancias bastante difícil de conseguir, ya que yo aquí estoy en un régimen de reclusión que, si bien se va suavizando conforme mis muestras de buen juicio son más y más evidentes, es todavía severo; aunque rezar sin descanso, lo sé, me hará pronto ganar la libertad.
Mi carta y el álbum espero que os lleguen sin el displicente retraso con que aquí tratan el correo de los internos. El disco le va a gustar mucho a Teo, dádselo directamente a él: es “Let It Be”, el punto final de este Nuevo Testamento, un Evangelio merced al que algunos, como sabéis, hemos vuelto a sufrir persecución por causa de la Justicia.
No sé si os afectan o no demasiado las nuevas de mí, rehusado como padre por el propio Teo, llevado por el mal camino por su hermano Rosendo que, hablándome de una renovada Eucaristía, se aprovechó de mi buena fe, e ignorado por los demás. Un sucinto resumen de mi Gólgota os hará saber que estuve un año en el penal de El Puerto de Santa María, de los tres en que se sustanció mi condena, tan sólo uno. El motivo fue volver a sentir la inmensa e insobornable llamada de la Fe y de la Gracia Santificante, lo que me llevó a intentar sustituir al capellán de la cárcel en sus sagradas funciones, pues no me parecía un Ministro de Dios, sino un despreciable vertedero de depravación y corruptelas, y un sodomita. Tras suplantarlo en dos ceremonias menores y una misa, me mandaron aquí, que es como una casa de reposo, aunque algunos de los huéspedes están locos como cencerros, el Señor se apiade de ellos y enjuicie misericordioso sus almas carentes de juicio.
El compañero más grato y valedero con el que me relaciono ha resultado ser un muchacho de Jaca, que se fue de voluntario a la marina y, armado tan sólo de sus firmes convicciones, yo diría que apostólicas, organizó una insurrección que, habiendo fracasado, lo condujo por inextricables vericuetos a este hogar de pecadores arrepentidos y de orates. El chico pinta cuadros en sus ratos libres, que aquí son casi todos, y muy bien por cierto; además, oh sorpresas de un mundo muy muy pequeño, dice ser un buen amigo de Teófilo, al que me encarga mandar recuerdos. Me dijo su nombre, que es el de un evangelista... ¿Marcos? ¿Lucas? Bueno, Teo ya lo conoce, hacedle llegar esta carta en la que le pido que me escriba, por favor, aquí hay pocas cosas que hacer y el tiempo, al compás de los rezos, pasa muy despacio. Un abrazo.
Serafín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario