37. CERRANDO EL BUCLE
Para librarme de Satué, determiné ir al "Biarritz" atraído por el espejismo de recuperar a mis antiguos amigos. Al primero que vi fue a Jezú:
- Coño, Serafiniyo, sí casía tiempo que no te dehaba de vé.
Su acento me confortó, pero fue apenas la sombra de una quimera. Enseguida apareció el matraco aquel de Prieto, que acarreaba a Chus y Josemari prendidos de unas invisibles correas, como si fueran dos caniches.
- Hombre Pinchaúvas – me dijeron éstos al unísono, puede que lo hubieran ensayado – has venido a pagarte unas cervezas.
- Con ese trajecito de potentado, vuestro amiguito Pinchahigos se paga unos cubalibres de Gordons y no se hable más – apostilló Prieto.
A regañadientes, puesto que iban a dilapidarse mis ganancias de medio mes, pagué fraternalmente una ronda de cubalibres para aquella desenvuelta pandilla, más un huevo duro que adicionalmente había pedido el tal Prieto, coste añadido que no me hubiera importado sobrellevar, si el muy hijoputa no lo hubiera cascado con ostentación en mi cabeza. “¡Champú al huevo!” fue su manera de hacerse el festivo.
Intercambié cuatro vaguedades deslavazadas sobre el estudio y el trabajo con Chus y Josemari, hasta que su nuevo supervisor, el vástago del Teniente Coronel, volvió a la carga.
- Vamos, Pinchatortas, es hora de que te pagues otra ronda, los banqueros estáis forrados, cabroncete, ¡Marisa, pon otra de cubalibres y, para mí, con otro huevo duro!
Aquello me pareció un tanto abusivo y traté de eludir mi supuesta obligación:
- Tampoco creas que en el Banco del padre de Chus pagan tanto – dije a modo de excusa.
- Ya lo veo, Pinchapelotas, no te llega ni para champú: qué pelo tan grasiento – dijo Prieto, mientras me cogía de mis greñas que, aunque habían repuntado un poco, no eran las lustrosas guedejas de Paul McCartney, el cual por su parte, en ese momento, deslizaba desde unos altavoces la sublime “Get Back”, inundando de belleza aquella elegante cafetería.
- Suéltame maricón, joder, que me haces daño.
Al decir estas, de todo punto, temerarias palabras, no calibré en toda su extensión el armario sin escrúpulos que se alzaba frente a mi sardinética humanidad. Prieto profirió una retahíla sin freno:
- ¿Pero qué se ha creído este raquítico de mierda? ¿No te enseñan respeto en el Banco? ¿Te crees que me vas a insultar delante de todos, sin que te reviente la cabeza?
Y me derribó de un papirotazo, poniéndose acto seguido a pisotearme, precisamente, la cabeza con frenética insania, qué cabrón.
Yo iba sangrando escandalosamente por el cuero cabelludo, por la nariz, por una ceja y por el labio superior, y Josemari y Chus me acompañaban a casa.
- Tendrás que disculpar a Prieto, pero es que tiene mucho carácter. El otro día le atizó en los morros a la Lupe, que está coladita por él, solo porque le llamó “soso”.
- Lo malo es cómo te ha quedado el traje: mañana no te puedes presentar delante de mi padre con estos harapos arruinados.
- Sentimos de corazón lo que te ha pasado, Pinchi, es que Prieto, el pobre, es una fuerza de la naturaleza y no calibra su corpulencia. Pásate cualquier otro día por el Biarritz. Seguro que se disculpa y tan amigos. Así tendremos nosotros ocasión de invitarte a una cerveza.
Un poco mareado aún, me agarraba al portal de Puerta Nueva y mis colegas regresaron por la Calle Bellido, no sin antes advertirme:
- ¡Pásate cualquier otro día!
- No te vayas a olvidar.
Por supuesto que me olvidé, al menos de momento. Tampoco me iba tan mal con Satué.
… … …
Y he de reconocer que fue el bueno de Satué mi Ángel de la Anunciación, no se lo dije nunca pero eso le hubiera gustado, pues pese a estar reñido con el sexto mandamiento y con el noveno, el hombre era beato, de los de comunión semanal, no tan beato como Serafín, pero casi.
Íbamos paseando por la calle Mayor en el domingo más primaveral que se había visto aquél año en la pequeña ciudad. Satué, que presumía de ser un veterano de la Caja Agraria, se había quitado la chaqueta e iba en mangas de camisa, yo me cocía bajo mi americana de Gales y el coche de la Estación nos adelantó petardeando y se paró en las cuatro esquinas, frente al Ayuntamiento. Me había distraído pensando que, si me quitaba la infernal americana para aliviar la cocción de mis axilas, dos inmensos cercos de sudor saldrían a la luz, menoscabando mi distinción y si, además, me veía don Gustavo, me soltaría mañana el sermón de las apariencias que debíamos guardar los miembros de la comunidad bancaria. Entonces Satué me dio un codazo:
- Mira, mira, mira lo que tenemos ahí. Qué pimpollo se acaba de bajar del coche de la Estación. Y qué maletita lleva. Ésa no es de aquí, con esta bendición del turismo cada vez llegan forasteras más guapas, ésa, con unos centímetros más, sería de concurso, menudo porte que se gasta la gachí. Y que conste que las lapiceras delgaduchas no son mi tipo, pero con ésa haría una excepción, fíjate como mueve el pelo, hace cosquillitas a distancia sólo con mirarlo.
Cambié cuatro veces de color en tres segundos y arranqué a correr, dejando un tanto perplejo a Satué con mi defección. Como la chica se iba a meter en un portal, vociferé como un poseso:
- ¡Nines! ¡Nines! ¡Nines!
Para librarme de Satué, determiné ir al "Biarritz" atraído por el espejismo de recuperar a mis antiguos amigos. Al primero que vi fue a Jezú:
- Coño, Serafiniyo, sí casía tiempo que no te dehaba de vé.
Su acento me confortó, pero fue apenas la sombra de una quimera. Enseguida apareció el matraco aquel de Prieto, que acarreaba a Chus y Josemari prendidos de unas invisibles correas, como si fueran dos caniches.
- Hombre Pinchaúvas – me dijeron éstos al unísono, puede que lo hubieran ensayado – has venido a pagarte unas cervezas.
- Con ese trajecito de potentado, vuestro amiguito Pinchahigos se paga unos cubalibres de Gordons y no se hable más – apostilló Prieto.
A regañadientes, puesto que iban a dilapidarse mis ganancias de medio mes, pagué fraternalmente una ronda de cubalibres para aquella desenvuelta pandilla, más un huevo duro que adicionalmente había pedido el tal Prieto, coste añadido que no me hubiera importado sobrellevar, si el muy hijoputa no lo hubiera cascado con ostentación en mi cabeza. “¡Champú al huevo!” fue su manera de hacerse el festivo.
Intercambié cuatro vaguedades deslavazadas sobre el estudio y el trabajo con Chus y Josemari, hasta que su nuevo supervisor, el vástago del Teniente Coronel, volvió a la carga.
- Vamos, Pinchatortas, es hora de que te pagues otra ronda, los banqueros estáis forrados, cabroncete, ¡Marisa, pon otra de cubalibres y, para mí, con otro huevo duro!
Aquello me pareció un tanto abusivo y traté de eludir mi supuesta obligación:
- Tampoco creas que en el Banco del padre de Chus pagan tanto – dije a modo de excusa.
- Ya lo veo, Pinchapelotas, no te llega ni para champú: qué pelo tan grasiento – dijo Prieto, mientras me cogía de mis greñas que, aunque habían repuntado un poco, no eran las lustrosas guedejas de Paul McCartney, el cual por su parte, en ese momento, deslizaba desde unos altavoces la sublime “Get Back”, inundando de belleza aquella elegante cafetería.
- Suéltame maricón, joder, que me haces daño.
Al decir estas, de todo punto, temerarias palabras, no calibré en toda su extensión el armario sin escrúpulos que se alzaba frente a mi sardinética humanidad. Prieto profirió una retahíla sin freno:
- ¿Pero qué se ha creído este raquítico de mierda? ¿No te enseñan respeto en el Banco? ¿Te crees que me vas a insultar delante de todos, sin que te reviente la cabeza?
Y me derribó de un papirotazo, poniéndose acto seguido a pisotearme, precisamente, la cabeza con frenética insania, qué cabrón.
Yo iba sangrando escandalosamente por el cuero cabelludo, por la nariz, por una ceja y por el labio superior, y Josemari y Chus me acompañaban a casa.
- Tendrás que disculpar a Prieto, pero es que tiene mucho carácter. El otro día le atizó en los morros a la Lupe, que está coladita por él, solo porque le llamó “soso”.
- Lo malo es cómo te ha quedado el traje: mañana no te puedes presentar delante de mi padre con estos harapos arruinados.
- Sentimos de corazón lo que te ha pasado, Pinchi, es que Prieto, el pobre, es una fuerza de la naturaleza y no calibra su corpulencia. Pásate cualquier otro día por el Biarritz. Seguro que se disculpa y tan amigos. Así tendremos nosotros ocasión de invitarte a una cerveza.
Un poco mareado aún, me agarraba al portal de Puerta Nueva y mis colegas regresaron por la Calle Bellido, no sin antes advertirme:
- ¡Pásate cualquier otro día!
- No te vayas a olvidar.
Por supuesto que me olvidé, al menos de momento. Tampoco me iba tan mal con Satué.
… … …
Y he de reconocer que fue el bueno de Satué mi Ángel de la Anunciación, no se lo dije nunca pero eso le hubiera gustado, pues pese a estar reñido con el sexto mandamiento y con el noveno, el hombre era beato, de los de comunión semanal, no tan beato como Serafín, pero casi.
Íbamos paseando por la calle Mayor en el domingo más primaveral que se había visto aquél año en la pequeña ciudad. Satué, que presumía de ser un veterano de la Caja Agraria, se había quitado la chaqueta e iba en mangas de camisa, yo me cocía bajo mi americana de Gales y el coche de la Estación nos adelantó petardeando y se paró en las cuatro esquinas, frente al Ayuntamiento. Me había distraído pensando que, si me quitaba la infernal americana para aliviar la cocción de mis axilas, dos inmensos cercos de sudor saldrían a la luz, menoscabando mi distinción y si, además, me veía don Gustavo, me soltaría mañana el sermón de las apariencias que debíamos guardar los miembros de la comunidad bancaria. Entonces Satué me dio un codazo:
- Mira, mira, mira lo que tenemos ahí. Qué pimpollo se acaba de bajar del coche de la Estación. Y qué maletita lleva. Ésa no es de aquí, con esta bendición del turismo cada vez llegan forasteras más guapas, ésa, con unos centímetros más, sería de concurso, menudo porte que se gasta la gachí. Y que conste que las lapiceras delgaduchas no son mi tipo, pero con ésa haría una excepción, fíjate como mueve el pelo, hace cosquillitas a distancia sólo con mirarlo.
Cambié cuatro veces de color en tres segundos y arranqué a correr, dejando un tanto perplejo a Satué con mi defección. Como la chica se iba a meter en un portal, vociferé como un poseso:
- ¡Nines! ¡Nines! ¡Nines!
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