13. SERAFÍN
PRESENCIA EL NUEVO ADVENIMIENTO
Serafín encaminó sus pasos hacia la Plaza
de Toros Monumental, según había leído en el periódico de la víspera. Casi no
había pegado ojo en la pensionzucha de la calle Tallers, donde se había
hospedado a cambio de desembolsar veinticinco pesetas y tomar la dirección de
un rosario vespertino con un grupo de beatas vocingleras, estrafalarias,
distraídas y muy repintadas que, encima, al concluir los rezos, le hicieron
diversas propuestas, todas ellas deshonestas, que Serafín rechazó, no tanto
amparado en su fe inquebrantable, como en la alarmante falta de peculio, dado
el nivel astronómico de los precios vigentes en la urbe que, esa misma mañana,
le había acogido con un calor sofocante.
Es más, Serafín llegó, pese a su escasa
mundanidad, a sospechar que había recalado en un antro del afamado putiferio
local, debido al extraño accesorio que campeaba en la habitación que le había
sido asignada y que, según se pudo informar, tenía el pecaminoso nombre de
bidet. Por lo demás la alcoba era, en verdad, inmunda. Al llegar y dejar su
magro equipaje, había sorprendido, al retirar el cubrecama, el inicio de la
segunda parte de un partido de fútbol, que disputaban chinches contra ladillas.
De momento iban venciendo las chinches por dos a uno, merced al dominio del
juego aéreo de una gruesa polilla que habían fichado.
No obstante, no fueron los quebrantos
ocasionados por la falta de higiene del establecimiento lo que le había
impedido pegar ojo, sino el nerviosismo que le causaba la expectativa del
grandísimo acontecimiento que se avecinaba. Si las proféticas apariciones de
san Ricardito en sus inquietos sueños eran fruto, no de la escasez de hidratos
de carbono y grasas y la ausencia de proteínas en su dieta, sino que provenían,
como él casi certificaba, de la divina inspiración, del soplo del paráclito, se
trataba nada menos que del segundo advenimiento del Señor, encarnado en la piel
de un músico bohemio, melenudo y estrafalario, pero, ¿quién era él para
descifrar los designios inescrutables del Hijo de Dios, hecho hombre por
segunda vez, para anunciar, en este caso, la buena nueva del fin de los
tiempos? El fin de la iniquidad y del sufrimiento: la ansiada llegada del
Reino. Pero, ¿y si este hombre a cuya Presencia iba a dirigirse mañana no era
sino el Anticristo? ¿Cómo sabría Serafín en su corazón que estaba ante la
presencia del Salvador? ¿Cómo evitar esta última finta, esta añagaza del Maligno,
encarnado tal vez en un falso Mesías, pergeñando su error fatal, su condenación
eterna a golpes de guitarra?
Las chinches celebraban la victoria (tres
a uno al final del encuentro) horadando con tesón sus nalgas. Ya de madrugada,
Serafín salió de la habitación abrasadora y hedionda y bajó a refrescar sus
glúteos estragados por la comezón en la vecina fuente de Canaletas. Restregó
agua no muy fresca por debajo de su sayal cárdeno, intentando sin éxito ahogar
a las eufóricas chinches y quedó empapado de cintura para abajo. En la cercana
plaza de Cataluña, un reloj situado sobre el café Zurich marcaba las cuatro y
diez. Un borrachín se le acercó trastabillando y besó el cordón del hábito del
sobresaltado Serafín con un respeto apenas mitigado por el hipo y las arcadas.
El beodo musitó con voz ronca:
-
Tome, padre, para sus pobres… - Y le tendió una moneda de dos cincuenta que
Serafín tomó reflexivamente, dando las gracias con una inclinación de cabeza.
No había pensado hasta entonces en los problemas ocasionados por su falta de
numerario, pero allí se le presentaba la solución: amparado en sus astrosos
hábitos, ejercería la mendicidad por las calles de la Ciudad Condal, cuando sus
pasos lo encaminaran a la inexcusable cita de la noche siguiente. Así podría costearse
la entrada al evento que, a no dudar, tendría un precio astronómico y de paso
tomarse un refrigerio y quién sabe si costearse otra pensión en un barrio más
acomodado, donde las cagarrutas no flotaran en el bidet y el DDT pusiera coto a
los festejos de los parásitos… Interrumpió esta moderna versión del cuento de
la lechera para rezar una Salve y cinco Avemarías. Luego buscó algún lucero en
la turbia bóveda anaranjada que, en aquella encrucijada urbana, sustituía al
firmamento y al no hallar siquiera rastro de la luna, suspiró resignado y se
encaminó de regreso a la habitación.
A la mañana siguiente, medio desmayado
por el sueño y el calor, orientado por algún que otro más apresurado que amable
transeúnte, se iba acercando con lentitud a las puertas de la Monumental con el
nudo de emoción en el pecho que debió de tener Ulises cuando, tras tantas
penalidades y tantos esfuerzos, se hallaba a la vista de Ítaca. Para ir más
ligero, había dejado su maleta de cartón y su botijo en la pensión. Había
estado dudando, pero al final se aferró a la decisión de no vestirse de seglar.
Eso le facilitaría el ir obteniendo limosna de los viandantes y, si bien estos
óbolos, en sentido estricto, no aliviarían las necesidades de los pobres, se
ratificó en que irían destinados a una más alta misión a los ojos de Dios.
Tuvo suerte y, para cuando cruzó la calle
Lauria, ya había recogido más de cien pesetas, eso sí, todo en monedas rubias,
de modo que abultaba lo suyo. Apremiado por la bocina de un Seat 1400 que le
instaba a abandonar la calzada en menos de un segundo, tropezó con un bordillo
y se dio de bruces en la acera, desparramando un torrente de calderilla que
tintineó con estrépito, rebotando y dispersándose en el adoquinado. Dos
mequetrefes que transitaban allí cerca acudieron a socorrer a Serafín, le
ayudaron a incorporarse, a sacudirse el hábito y a recoger las monedas esparcidas
por el pavimento.
-
Muchas gracias, mozalbetes, no sé qué hubiera hecho sin vuestra magnífica
ayuda. Aún estaría tirado en el suelo, enredado en estas sayas. Tomad esta
peseta para que os compréis una bolsa de pipas.
Pero esto último Serafín se lo dijo a
nadie, o mejor, a la estela que habían dejado los pequeños truhanes al salir
disparados corriendo calle abajo, llevando en sus manos apretadas la mayor
parte de la calderilla que había desperdigado en su aparatosa caída y que
ellos, solícitos, habían recogido con el esmero que pone en lo que hace el que
procura su propio provecho.
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