En principio los coches reflejan el
status social de su poseedor. Le hacen acreedor a un respeto y a un
prestigio que varían en función de la marca, el modelo, la cilindrada y
otros motivos más arcanos que los creativos publicitarios parecen conocer bien
y que utilizan para hacer que un hombre se sienta más seguro de sí mismo, más
viril y que exteriorice el samurái que todos llevamos dentro. Un amigo mío,
trabajador en la baqueteada industria química local por más señas, me ilustraba
acerca de que no alcanzas la misma consideración si en el parking de la fábrica
dejas una lustrosa y potente berlina que si aparcas un modesto utilitario. También
entre los obreros hay triunfadores: los signos externos tienen una importancia
capital, lo son todo en el mundo en que vivimos. Por eso, de inmediato, los
coches se han hecho eco de la crisis que estamos padeciendo y que ha hecho caer
las ventas por un sumidero, dejando las calles despejadas para el tránsito de
los paseantes y los juegos de la chiquillería, que había sido desplazada de las
calzadas en aras del progreso, el bienestar y la calidad de vida.
No obstante, hay matizaciones. Como esta
crisis es de las que han hecho a los ricos más ricos y a los pobres más pobres
(Crisis de Tipo 1), ha ocasionado una drástica reducción de modelos populares,
como el Opel Corsa y el Ford Fiesta, en beneficio de un leve incremento de
Mercedes, Bemeuves y Audis que reflejan las fotos de esta entrada.
Con una crisis de Tipo 2, también llamada
revolución, que hace a los ricos más pobres y a los pobres más numerosos y aún más
pobres, el parque móvil envejece y se llena de pintoresquismo, como cualquiera
puede ver en una foto reciente de Caracas, La Habana o Pionyang. Queda la
crisis de Tipo 3, que no sabemos cómo afecta a la venta de turismos porque
jamás se ha dado en la práctica (sería aquella que hace a los ricos más pobres
y a los pobres más ricos). Nosotros, al parecer, veníamos de una etapa de
prosperidad (en la que los pobres se hacen menos pobres y los ricos se
enriquecen de lo lindo), aquél ceñudo presidente de los bigotes que tenía un rictus algo
rancio, decía “España va bien”, aunque a mí no me tocó nada que me permitiera
constatarlo; eso sí, en cuanto España empezó a ir mal, fui de los primeros a
los que su simpático y poco talentoso sucesor bajó el sueldo. En el país en el
que me ha tocado vivir, la crisis ha sido sempiterna, como la sequía, el paro, la
falta de oportunidades y la atonía cultural. Sinceramente, apenas recuerdo un
par de temporadas en las que dejaran de bombardearnos con la ubicua palabreja.
Eso sí, pese a todo, las calles estaban atestadas de tránsito y yo podía darme
a fotografiar el skyline de mi pueblo reflejado en los capós de los vehículos
más pulcros, como ahora. Solo que sin tanto lujo.
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