Cuando salíamos del instituto, aquella fresca
mañana de primeros de mayo, que me había pasado casi íntegra yendo y viniendo a
Jefatura de Estudios, les conté a los compañeros, entre preocupado y mohíno, que
me habían puesto una nota en el expediente. Ésta era la peor amenaza que
esgrimían nuestros profesores: quedabas académicamente marcado de por vida. Según
me había vociferado don Marcelino, cuando saliera del instituto no me
admitirían ni en los correccionales. También me rugió que no me expulsaban
porque les daba lástima que me acabara de quedar huérfano, aunque teniendo en
cuenta el padre que ostentaba yo, también me tenían lástima antes. Era el
primer día que osé acudir al centro, amparado hasta entonces en los motivos del
luto. Mis compañeros, llegados del viaje, ya se habían reincorporado a las
clases un par de días antes. Y no parecían muy impresionados por mis
desventuras. Josemari interrumpió mi cháchara autocompasiva:
-
Qué suertudo, Pinchaúvas. Yo pensaba que te iban a expulsar, que no te dejarían
hacer la reválida y que te tendrías que marchar a Sigüenza, a pagarla, como
Zaborras. Me había jugado veinte duros con Chus. Y es que no sabes qué cara más
larga, pero qué jeta de funeral se les quedó a Pichot y a la Borau después de
que te largaron en el tren. Por cierto, nos jodiste a base de bien: después de
lo tuyo, hubo toque de queda durante el resto del viaje y no se atrevió a
cantearse ni dios.
-
Por tu culpa – añadió Chus – a partir de esa mañana en Sevilla, nos llevaban en
fila de a dos, a golpe de silbato, marcando el paso de la oca y no nos quitaban
ojo de encima ni durante el tiempo libre, que se redució…
-
Redujo – corrigió Josemari – a una hora diaria después de cenar. Luego a la
cama y en silencio. No se oía más que el crujir de los somieres con el pajilleo
a cappella, hostia, qué muermo de viaje y todo por culpa de un baboso de mierda
que no sabe beber, que se nos pierde, que no controla y que es un mamón. ¿No te
da pero ni una pizca así de vergüenza?
-
El único que ha disfrutado ha sido ese cenutrio de Mateo, ¡ay Toledo, el Greco!
¡Qué maravilla chavales, fijaos en esos cuadros! ¡Qué trrazo taaan
essspontáaneo! – Remedó Chus – Un puto aburrimiento, tío, anda marcha a
cascarla con él.
- Eso, Pinchi, joder, si hubieras sío
desente, te habría tenío que alistar en la Legión y no habé aparesío má delante
de nosotro. – Hasta Jezú se subía al carro del linchamiento, ¿qué podía yo
hacer con esa patulea de “amigos”? En cuanto a las chicas, no hubo siquiera una
sola que me volviera a dirigir la palabra en los dos meses que restaban de
curso, primero, y en el resto de su vida, más tarde. Excluyo dos que, en cierto
modo, no cuentan: a Lucía le conté, en una carta de once folios por las dos
caras, una versión que me exculpaba por completo de un incidente que apenas
sabía reconstruir, salvo en el orden inexorable de algunos acontecimientos.
En cuanto a Nines, pasado el sofoco
fúnebre, estaba casi más contenta que antes, hacía planes con una extraña
euforia que rayaba en la histeria y me defendía orgullosamente hasta de mis
propias acusaciones: sólo a ella, con ánimo más que nada de mortificarla, le
conté todo cuanto recordaba, incluida la indescifrable excursión nocturna con
Macarena. Lejos de amohinarse, me dijo que un hombre necesita adquirir
experiencia en todos los terrenos… Le contesté que, ni yo era un hombre aún, ni
estaba seguro de haber adquirido experiencia en terreno alguno, más allá de las
variadas intoxicaciones de unos días atrás. Aparte de eso, me invitó al cine
Astoria, donde estrenaban “Adivina quién viene esta noche”, porque su padre
había premiado su diligencia en el reparto de toneladas de pota con una
generosa y pestilente propina. Yo acepté con renuencia:
-
Me parece que es un rollo. Una peli de esas de amor para las chicas y además el
argumento es un poco irreal, porque la protagonista se enamora de un negro.
Bueno, en América, tira que te va, pero aquí no hay negros, sería muy extraño
que tú te fueras a enamorar de un negro.
-
No veo por qué no, salvo porque ya estoy enamorada de ti. Y aunque fueras
negro, o incluso verde moco, te querría igual.
Decidí, en mala hora, acompañarla al
cine, aun a riesgo de tenerme que tragar un tostón. No andaba yo muy sobrado de
compañías que se portaran bien conmigo. Digo en mala hora, porque apenas cuarenta
minutos después, ya habían pasado el Nodo y los anuncios y había empezado la
película, un latazo como me temía, Nines hizo algo muy inusual en ella. Cogió
mi mano y la guio bajo los pliegues de su faldita entablada, hacia un lugar
cálido y húmedo anidado en un vello muy suave, en el vértice interior de sus
muslos. Nunca la había tocado ahí. Y tuve que vencer un primer impulso de
repulsión, pues lo primero que me vino a la mente fue una situación similar,
con don Gregorio guiando mi mano.
Esta vez no pugné por retirarla, pese a
la mojadura, acariciando, ora lo que ella me proponía, ora el tibio encaje de
sus bragas, texturas y relieves con los que sufrí una intensa alteración,
aunque procuré recobrarme y restarle volumen e importancia, ya que enseguida
ella se recompuso y estuvo durante el resto del tiempo de oscuridad, embebida
en la pantalla.
-
Ha sido muy bonito – dijo, recién salidos a la tarde primaveral. Y no supe si
se refería a la película o a la tournée de mi mano, hospitalariamente guiada
por la suya hacia sus imprecisas y acogedoras ingles. Paseábamos junto a las
vallas del Gran Hotel y, como de chufla, corté un desmedrado capullo de rosa,
de un tono entre granate oscuro y colilla de habano, y se lo tendí ceremonioso.
Nunca lo hubiera hecho. Su sonrisa
adquirió un tinte peligroso cuando dijo:
-
Teo, si estás pensando como yo que lo nuestro empieza a ir en plan formal, creo
que deberías venir a casa de mis padres, el domingo por la tarde, a
presentarte, para que te conozcan.
Rábanos. Caramba. Canastos. Cáspita.
Carape. Zambomba. Caracoles. Zapateta. Se me había olvidado que Nines era una
lunática. No me veía yo frente a las feroces fauces del señor Rapún, alias el Congrio,
diciendo lo del “plan formal” con su hija pequeña, seguro que, de la hostia que
me metía, se me quedaban los cojones colgando de lo alto de la torre Eiffel.
Con ésta ominosa imagen, me despedí de ella aún menos ufano que el día del
funeral.
Y me encaminé hacia “El Arcángel” por ver
si conseguía recomponer mi maltrecha amistad con alguno de aquellos zánganos…
Estaban todos allí, de pie, silenciosos, apabullados. De la sinfonola de
Serafín surgía el discurso que los tenía catalépticos:
“Lady Madonna lying on the bed
Listen to the music playing in your head”.
Y el gritito en que se plasmaba esta
última palabra viraba a un falsete cálido y estremecedor. Chus dijo, con los
ojos humedecidos de fervor:
-
¡Qué hijoputas! ¡Lo han vuelto a bordar!
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