En la pasmosamente lúcida utopía negativa
escrita por George Orwell con el título de “1984”, el autor crea una curiosa
ceremonia sustitutiva de la misa, los rezos, los mítines o cualesquiera otras
pantomimas religiosas, políticas o civiles que requieran la asistencia de un
público numeroso, cómplice y esperanzado. Se trata de los “Dos Minutos de Odio”.
Para el que no haya leído la genial
novela del autor inglés, explicaré que se reúne diariamente a los “ciudadanos”
(me encanta esta palabra que suele sustituir a individuos) en sus lugares de
trabajo para hacerles participar, frente a una pantalla, en una especie de
frenético exorcismo, en el que son impulsados a exteriorizar su rabia, su
impotencia y su frustración, focalizándola en un maligno enemigo llamado Goldstein.
El régimen totalitario del Gran Hermano se robustece con estas catarsis.
Como nosotros sentimos orientarse
nuestras existencias hacia un “régimen” similar, de hecho muchos ciudadanos de
la Península ya están disfrutando de algunos de sus caracteres más sangrantes, y
por otro lado se ha puesto de moda hablar de liquidar la Transición, que nos
sacó de un totalitarismo para quizá llevarnos a otros (de ahí su nombre:
transición), me parece pertinente entrecomillar algunos párrafos de Orwell que
describen una ceremonia que, a algunos, les debe resultar ya muy familiar.
“Como de costumbre, apareció en la
pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público
salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un
chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía
mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras
principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y
luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido
condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para
siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en
ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por
excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido.”
“Antes de que el Odio hubiera durado
treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles
exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el
terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para
que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o
pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente.”
“Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era
el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que
era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado
irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de
miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un
martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica
convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y
vociferante.”
Así lo describe Orwell. ¿Te suena o no te
suena? A mí me resultaría familiar aunque no hubiera leído el libro, porque
algunos días veo “la Sexta” que siempre saca a Goldstein.
Manifestación |
Y antes de que el régimen sea lo bastante
diligente como para decirme a quien debo odiar, o me cierren este blog por
incitar al odio-no-patrocinado-por-los-poderes-públicos, voy a iniciar una
serie en la que, ni más ni menos, detallaré mis odios personales, que son
muchos, no tantos como los de Quevedo, que era un gran odiador, pero casi.
Habiendo sido toda mi vida un cascarrabias, la edad, en lugar de atemperarme,
me está convirtiendo en un viejo cascarrabias. Leo con placer en el mortecino e
infumable “El País Semanal” la página donde Javier Marías se queja de todo y de
todos y decido emularle como sortilegio para conjurar el lado oscuro que me
posee.
En el delicioso doblaje latinoamericano
de “Blancanieves”, ésta saluda a los enanitos con un “¿Cómo están?” y el Enano
Gruñón le contesta: “Cómo estamos ¿de qué?” Ése es mi héroe.
Última Cena |
Pero me pasa también como a otro gruñón,
éste de color azul pitufo, que dice: “odio bailar”, odio esto, odio aquello y
al final: “odio el odio”. Ahí me lo ha clavado, lo reformularé diciendo: “odio
saber que todo es odioso” (y ésta no me la he copiado de ninguna recopilación
de frases célebres). Es fatigoso odiar y yo ya lo hago sin pasión, voy a transcribir
la lista completa de individuos a los que patearía si pudiera, es ésta:
Ni uno más ni uno menos. Están todos. De
este modo mis aversiones han acabado cobrando un carácter pasivo que, imagino,
será poco saludable para mí, así que en vez de irme a la órbita de Plutón a
curarme en soledad de pustulosas inquinas, de tumefactos rencores, de
cancerígenas antipatías, voy a manotear un poco y a hacer algunos aspavientos
(como el perro que está mojado y se sacude el agua), porque sé que hablar mal
gratuitamente de hechos y de personas es muy divertido. Y de este modo, pongo
en marcha una terapia para sacudirme el dolor producido por tanto
aborrecimiento y tanto desprecio. Por ejemplo, dentro de un par de semanas,
pondré a parir a los puteznos que circulan a toda pastilla en bicicleta por las
aceras, con la ecobabosa aquiescencia de munícipes mongoloides, o cualquier
cosa por el estilo. Lo dicho: algo terapéutico, ahora, eso sí, más breve.
Crucifixión |
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