Así que aceché y aceché para hacer la
entrega que me interesaba, la de “mi” poema que, bien mirado, tampoco era la
rendida y detallada declaración que hubiera yo deseado hacer a “mi” divina
Cheles, pero era de esperar que algún efecto beneficioso haría en su ánimo.
El momento ideal en apariencia, se dio un
día de comienzos de agosto: regresaba al mediodía de la piscina acompañada tan
sólo de su amiga la Yegua y reuní el valor necesario para abordarlas desde el
resguardo de un seto, cuando entraban en el Paseo desde el Rompeolas. Intenté
adoptar el porte profesional de un cartero que entrega una carta certificada
con acuse de recibo, pero estaba muy nervioso y casi le meto el sobre en el
paladar. Cheles iba ataviada con un vestido malva de tirantes y su piel se
había virado con el sol al color tostado de las avellanas, con lo que aún
estaba más guapa. Lo cierto es que su presencia me turbaba cada vez más, desde
que yo la visitaba en las fantasías solitarias de mi habitación: allí, bajo la
cama, tenía enrollada una alfombra mágica, con la que salía flotando hasta su
balcón, que daba a la calle Bellido. Llamaba con los nudillos en los postigos
de su habitación y ella, maravillada por el vehículo que venía a recogerla, se
montaba, sentándose con sigilo a mi lado. Le cogía las manos, luego soltaba la
derecha para rozar su mejilla con un suave índice encorvado, desde el pómulo
hasta el hoyuelo de la barbilla, mientras la alfombra se deslizaba silenciosa
por la cálida noche fragante. Entonces, con el mismo índice, atraía su mentón y
nos besábamos. La dulzura de la evocación dio paso a una cierta alarma: ella había
rasgado el sobre que contenía el poema con dedos vivos y leía con un mohín de
disgusto.
-
No tienes por qué leerlo ahora, -le dije, - es mejor que te lo lleves a casa y
allí, con tranquilidad, reflexiones y determines si me tienes que dar una
respuesta…
-
No te preocupes, Pinchaúvas, - me contestó. Y me dio mala espina, porque las
chicas eran muy cuidadosas con el asunto de los motes y rara vez usaban de
ellos con nosotros. Cheles siempre me había llamado Teo hasta entonces. – No me
ha llevado más de un minuto leer semejante disparate y sacar conclusiones. Tú
debes de estar mal de la cabeza.
-
Pero la idea es que lo releas, lo medites y me contestes cuando estés segura de
tu decisión…
-
No hay ninguna decisión que tomar con un zopenco como tú, que no se entera ni
de por donde le da el aire. Lárgate y déjame tranquila, anda. – La Yegua le
había arrancado el papel de las manos a su amiga y lo leía con subrayado de
bufidos e incontrolables espasmos de hilaridad. La tierra tardaba en tragarme y
emprendí una retirada deshonrosa, más corrido que apenado, más sorprendido que disgustado.
La propia Yegua remató:
-
Eso, Pinchaúvas, aire… Y procura no volver a dar con nosotras en todo el resto
del verano, o te retorceré el brazo hasta que te pongas a dar pintacodas como
si te voltearan con una manivela.
Mohíno como no lo había estado en mi
vida, me dispensé de ir a mi casa a comer y pasé una auténtica tarde de perros,
disfrutando con fruición de mi abismal desesperanza, llevando mi miserable
trasero de un banco a un bordillo, del bordillo al escalón de un portal y del
escalón a un murete de piedra que hacía de atalaya sobre el valle del río Gas.
Al final tomé la mezquina decisión de que sería Nines la que pagaría los platos
rotos de mi ánimo en ruinas. El puntapié que mi dolido espíritu había encajado,
se lo iba a transferir a ella y así, tal vez, podría encontrar un miserable
consuelo. Me encaminé pues a la pescadería para quedar con Nines, a la que
intercepté cuando salía para llevar una entrega con las manos enrojecidas de
descamar lubinas. “Quiero que nos veamos a las ocho”, le dije sin más
explicaciones y, sin más explicaciones, aceptó muy contenta. Su docilidad me
ponía de los nervios y estuve a punto de entregarle el papelito en ese momento.
No lo hice por temor a que le diera por ponerse histérica y, alertado por los
berridos de su hija, saliera el Congrio del establecimiento, armado con el
tentáculo de un gigantesco pulpo a modo de látigo, y la emprendiera allí mismo
a azotes conmigo.
Una hora después, en la esquina de Puerta
Nueva y Gil Bergés, estaba yo esperando junto al portal del bar “La Cuba” y vi
llegar a Nines. Se había arreglado con cierto mimo y, de ser ello posible,
hubiera estado hasta guapa. De hecho, un borracho que estaba al otro lado del
portal, le silbó y le dijo un piropo del cual dispensaré al lector, pues las
vulgaridades que decían los borrachos de Jaca en aquella época, eran como las
que se gastaban en Pamplona o en Zaragoza y seguro que las ha oído mil veces.
Cuando Nines cogió mi mano, deslicé en la de ella el sobre que contenía la nota
con la que pretendía darle puerta y le dije: “Toma, lee esto y, cuando acabes,
ya sabrás que no tenemos nada más que hablar”. Aprovechando el momento de
indecisión que le produjo la sorpresa, eché a andar con rapidez en dirección a
la calle Mayor, ni siquiera levanté la cabeza al pasar por delante de “El
Arcángel”, torcí a la derecha, pasando por delante del “Hotel La Paz”, cuyo
rótulo pintado en la acera con letras blancas fui leyendo de detrás hacia
delante, zaP aL letoH. Un timbre jadeante y chillón vociferaba a mis espaldas
cada vez más cerca:
-
¡Teo, Teo, espera! ¡No andes tan deprisa!
“Ya estamos”, pensé, “vamos a tener el
numerito aquí en las cuatro esquinas, en el centro mismo del pueblo y mañana
saldrá publicado en El Pirineo Aragonés, en la sección de ecos de sociedad, o
mejor, en la de sucesos”.
Me volví con una cautela rayana en la
cobardía, esperaba ver a Nines demudada y llorosa, o hecha una furia, del tipo
basilisco, pero nada de eso: estaba arrebolada, estaba como transfigurada, “ha
perdido la razón”, pensé aterrado, “bueno, tampoco era para tanto”.
-
¡Oh, Teo, eres un sol! ¡Eres un artista! ¡Eres un amor! Eres un cielo, qué
poema tan bonito, ¡y lo has hecho para mí! No sabes lo afortunada que me siento.
Le brillaban los ojos, mientras blandía
ante los míos, ofuscados por el pasmo, un papel desplegado con las catorce
líneas de un soneto titulado Nocturno En Do Menor. “¡La virgen!” Acerté a
pensar y el pánico descargó un recio calambre en mi espina dorsal, “entonces
qué coño le he dado yo este mediodía a Cheles”. Fulminado por la evidencia, no
tuve además valor para desengañar a la pobre Nines, que se pasó las dos horas
siguientes ronroneando en un estado parecido al éxtasis. Yo ni abrí la boca,
estaba tan perturbado que llegué a la conclusión de que la culpa la tenía
Mateo, cómo no.
Mateo, cómo no, que a la tarde siguiente,
me decía:
-
Es que eres tonto del culo, no tendré más remedio que darle la razón a ese
amigo tuyo medio renco, ¿cómo se llama? Ese, ah, el Chus del demonio. ¿Cómo
diantres has podido confundir los papelitos, si nada más eran dos? Anda que tú
para cartero ibas a ser genial. Pero, hombre de Dios, ¿cómo conseguiste
trafucarte? Bastaba con meterlos en un sobre y poner el nombre de la
destinataria. En uno, Nines, y en el otro, Cheles, pedazo de oligofrénico,
Nines, y le das tu notita, Cheles, y le das mi poema, pedazo de soplagaitas.
-
Pues eso mismo es lo que hice, poner su nombre en los sobres.
-
Entonces es que no sabes leer, “mi mamá me ama, mi mamá me mima, amo a mi mamá”
-
Ahora que caigo, - medité en voz alta – En el de Cheles, puse Mª Ángeles y en
el de Nines… Seguramente lo mismo, porque también se llama Mª Ángeles: es que
quería subrayar la seriedad del mensaje que contenían y, claro, no pensé, no me
di cuenta de que me podía confundir, la verdad es que estaba algo nervioso y…
-
…Y si hubiera un premio Nobel de majadería, te lo llevarías todos los años.
–Remachó Mateo.
A lo que no había nada más que añadir,
pero él añadió que no volviera a hablarle de mis penas amorosas en tanto no
hubiera dejado preñada a una chica y me tuviera que casar con ella, lo cual, en
principio, era un margen considerable de tiempo, dado el estado de las cosas.
A partir de ese día aciago, Nines estuvo
cada vez más pegajosa y, para darle esquinazo, me iba a deambular de anochecida
con Mateo al Paseo de la Cantera, hasta el banco de la Salud, construcción de
obra que circundaba el tronco enorme del árbol homónimo, es decir, árbol de la
Salud que, ahora mismo, no recuerdo si era un olmo o un castaño. Un cocotero,
seguro que no.
Aquellas noches tibias, perfumadas por
las flores de los cuidados jardines de los ricos del pueblo que moraban en
aquella zona, iluminadas por una luna a la que daban ganas de aullarle y
arrulladas por el rumor lejano del río Aragón que se deslizaba a nuestros pies,
hubieran permanecido en mi memoria como un remanso de paz, como un bálsamo para
el dolor y la tristeza, procurado por la compañía apacible y sensata de Mateo,
de no ser por un fortuito detalle que ensombreció aún más mi amargura.
Íbamos paseando, con el incierto rescoldo
de la última claridad vespertina a nuestras espaldas, yo iba comiendo ciruelas
verdes y tiraba los cascuellos al suelo, Mateo trataba de sacar humo de su
pestilente pipa, de la que salía un sordo gorgoteo de brasa inundada y
moribunda, con un rancio olor achacado a la diosa Cibeles: picadura barata
impregnada de gargajo fermentado. El bueno de Mateo estaba embarcado en un
dilatado parlamento que trataba de sentar las diferencias entre chusma y
proletariado, cuando le chisté de forma apremiante. El banco de la Salud estaba
ocupado por una parejita a la que convenía no molestar si queríamos espiarlos a
conciencia. Mateo entró en el juego, haciendo gestos detectivescos con su pipa,
y nos acercamos sigilosamente para ver a los enamorados que se hacían
arrumacos, ajenos a la eventual explosión de una supernova. “Vaya, vaya,”
susurró Mateo muy quedo, “esos dos tienen las manos verdaderamente ocupadas,
habría que ser espeleólogo para encontrárselas”. Y más tarde, aún más bajo:
“oye, pero ¿no es ese tu amigo Josemari?” Le volví a chistar, estábamos como a
diez metros de la embelesada pareja que se estaba dando el filete y yo, que
había reconocido a Josemari, no quería pasar por el bochorno de que me viera
espiándolo, así que iba trazando un arco que nos mantuviera alejados de los del
magreo y de paso abriera un ángulo que me permitiese atisbar quién era ella,
por si la conocía y podía presentarme en El Arcángel con el chismorreo y la
guasa propicios para la restauración de mi maltrecha popularidad.
Y vaya si la conocía. Tuve que reprimir
un vahído de angustia. La luz de la luna dibujaba inequívocamente su perfil de
ensueño. Era Cheles Giral.
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