Ignoro cuál es el tamaño y la presencia
de los ensayistas e intelectuales españoles en el ámbito internacional, cuál es
el peso de sus escritos en la cultura occidental contemporánea, pero sí se la
respuesta en lo que se refiere a nuestro propio país: unos perfectos
desconocidos.
Yo me crie antes del genocidio cultural
que las recientes reformas educativas han decretado y tampoco podría tirar la
primera piedra. Disfruté, las cosas como son, de una magnífica profesora de
“Lengua Española y Literatura”, doña Ángela Abós, que tuvo la virtud de
despertar en mí la curiosidad por los plumíferos. Y aunque el plumífero
favorito de la susodicha era García Lorca, también nos nombraba con unción a
Ortega y nos hablaba del pensamiento “orteguiano” y de las actitudes
“orteguianas”… Que se me lleven los demonios si he sabido en toda mi vida qué
rábanos era todo eso.
Así que, a estas alturas, me dije “de hoy
no pasa” y me enfrasqué en la lectura de la “España Invertebrada”, un ensayo
asaz breve que fue publicado por entregas en el diario “El Sol” allá por 1921,
fecha ésta que tuve que mirar varias veces en el transcurso de la lectura, pues
en ocasiones me parecía que estaba leyendo la radiografía de la España de ahora
mismito: ¡Hace más de noventa años y ya habíamos ingresado en la zopenca putrefacción
que nos aqueja!
El señor Ortega compara la nación
española, entonces como hoy en perpetuo desguace, con los modos con que
transitan por la historia otras naciones como Alemania, Francia o Inglaterra y,
aunque, en aquella época en que escribe el ensayo, no están tampoco como para
tirar cohetes, sí se nota un poco más disgregada a la patria de los celtíberos.
Es inevitable que, don José, remontándose y remontándose en la historia llegue
a la conclusión que ya nos podíamos imaginar: se trata de un defecto de
nacimiento, siempre hemos estado en decadencia, quitando algún desperece
puntual en los albores de nuestra constitución como nación, así que a joderse
paisanos.
Pero dejando aparte el pesimismo y la
envidia que podamos sentir por la autocomplacencia de los franceses por
ejemplo, el autor, en un estilo muy llano, muy sencillo, que no parece
propiamente de sesuda enjundia, pasa a detallarnos los focos de malignidad que
han descompuesto nuestra problemática e “invertebrada” nación.
Uno, según Ortega, es el particularismo,
no sólo el regional, aunque sea el más evidente, sino el de clases y grupos:
los militares en sus cuartos de banderas, los eclesiásticos en sus beaterios,
los industriales en su específica rapacidad, los aldeanos en sus pedregosos
yermos y, si me apuran, los zapateros en sus zapaterías, todos ensimismados en
lo suyo, sin ver más allá de su interés y preocupación inmediata, sin la menor
visión de conjunto, sin la menor tendencia a la interacción, a la suma de
energías y esfuerzos, sin la menor curiosidad por (o complicidad con) los
afanes de los demás.
Otro de los lastres es la pésima
articulación entre masas y minorías. No es que Ortega y Gasset sea partidario
de un régimen aristocrático, bueno un poco sí que lo es, aunque no en el
sentido convencional de entregar las riendas de la nación al Duque de Alba y a
la Marquesa de Culorrugoso, que eso sería más rancio que las tías solteras de
los visigodos, siendo nuestro hombre un diputado republicano que contribuyó a
redactar la Constitución de 1931 (eso sí que es pedigrí democrático ¿no?) El
“aristocratismo” de Ortega viene de la convicción de que las masas han de
obedecer a una minoría de hombres selectos, hoy diríamos “más preparados” o
“especialmente cualificados”. Y el quid está en la palabra “obedecer”, que no
significa hacer la santa voluntad de aquellos que nos acosan con sus
zurriagazos, sino seguir, de modo autónomo y espontáneo, algo que es tomado por
la masa como modelo de excelencia, honestidad, gusto y elegancia, conocimiento
y buen juicio, o sea, nada parecido a lo que teníamos entonces y aún menos a lo
que pulula ahora. Ortega echa de menos, en este árido suelo, unas individualidades
lo suficientemente selectas y relevantes y unas masas lo bastante dóciles, que
en su taxonomía significa permeables a la ejemplaridad vital de esas minorías.
Tales minorías, según él, eminentes y nutridas, las han dado a montón Francia
(en humanidades) y Alemania (en ciencias), aquí solo hemos tenido a Ramón y
Cajal, así que a chincharse.
Como yo no sé explicar muy bien el tema
de la masa y la minoría directora, sin que parezca algo de un autoritarismo
desfasado, o peor aún, sin que dé pie a sospechar de mí un elitismo (la masa
siempre son los otros) del que me siento más alejado que de los capitanes de
yate propietarios de caballos de carreras, recurriré a una larga cita donde
luce la diáfana prosa del autor:
“Tal vez no haya cosa que califique más
certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las
relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública -política,
intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el
individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede
ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la
influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la
influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no
es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que
la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo,
ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.
Así, un político irradiará tanto de
influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya
concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la
medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir
que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad.
La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor
distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación
por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le
reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario
para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de
humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades
para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los
más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.”
Toma del frasco. Me ha molado tanto, que
no puedo evitar rematarlo con un chascarrillo viejuno que ilustra acerca de los
peligros de la asimilación por la masa de los modos de las minorías ilustradas:
Una sirvienta pretende romper con su
novio del que está harta, pero no encuentra las palabras adecuadas para
rechazarlo de manera terminante y digna. Decide emular a su señora que también
ha liquidado una relación sentimental. La sirvienta estaba espiando a su ama y ésta
decía muy majestuosa a un lechuguino: “¡Ingrato, más que ingrato! Que decías
que me amabas y no me amas, ¡Te detesto!” Aleccionada por estas frases, va la
criada y le suelta a su novio: “¡Gato, más que gato! Que decías que mamabas y
no mamas, ¡Te desteto!”
Y es que a veces la docilidad de las masas
puede jugar malas pasadas. En el libro hay un curioso y muy actual repertorio
de apreciaciones políticas. Tal vez nos sorprenderá la estima en que tiene Ortega
al trabajo dificilísimo del político y así habla de la corrupción con un
insospechado enfoque. Insertaré otra larga cita para terminar. Leámosla, antes
de embrutecernos un rato con la SER (que para todo hay tiempo y ocasión):
“… Esa miopía consiste en creer que los
fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las
enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político
es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo
que salta primero a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son
meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social.
Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un
país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio
el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u
otro.
En España, por desgracia, la situación es
inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el
corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.
¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se
oye hablar a menudo de la «inmoralidad pública», y se entiende por ella la
falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio
en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la
atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra
progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de
«inmoralidad pública»; pero, al mismo tiempo, creo que un pueblo sin otra
enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya
deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se
quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los
Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha
corrido por la vida norteamericana un Mississipí de «inmoralidad pública». Sin
embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son
hoy una de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá
irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de
«inmoralidad» no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con su
encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose
según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.
La enfermedad española es, por
malaventura, más grave que la susodicha «inmoralidad pública». Peor que tener
una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o
contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es
mucho más grave. Pues bien: este es nuestro caso. La sociedad española se está
disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de
la actividad socializadora…”
Gracias, maestro, por su avilantez. Ah, y nadie dijo que se
tratara de un libro optimista.
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