Caminamos por la carretera en dirección al bello
cementerio, el melancólico jardín de los muertos que mi abuelo Jeremías había
cultivado con lapidario esmero durante decenios (y que le aguardaba, más pronto
que tarde, para premiar balsámico su amorosa dedicación). Caía una tarde
apacible y tibia. Se veía a las primeras cigüeñas de la temporada volar sobre
el río Aragón y las sombras de los álamos, aún desnudos, se iban alargando
perezosamente sobre el desierto asfalto, apenas perturbado por el petardeo
lejano de una isocarro. No nos cruzamos ni un alma a lo largo de todo el
camino.
Íbamos charlando con un ánimo rayano en la
exaltación: nos contábamos cosas de nuestros respectivos institutos, yo le
obsequié con una semblanza muy graciosa del lado más impresentable y grotesco
de Chus, de Josemari y de Mateo. Las peregrinas manías de éste último la
hicieron reír de tal modo, que cuando atravesamos el portal del cementerio,
unas monjitas del amparo nos obsequiaron con una mirada reprobatoria y,
añadiendo un afilado cuchicheo, nos exigieron el respeto que cuadraba a la
solemnidad del lugar. Extremo que conseguimos cuando ella se manifestó acerca
de su condición de bicho raro en su instituto, a donde había llegado a mitad
del curso pasado. Sus padres habían venido desde Galicia a trabajar en la
fábrica de aluminio y ella, que era muy estudiosa, retraída y tal vez demasiado
moderna, había caído fatal a todos, como “una nueva con muchos aires”. Y digo
lo de moderna, porque estaba por completo al tanto de las novedades musicales
extranjeras: me habló sobre todo de los Bee Gees y de los Moody Blues, grupos
que seguirían estando de moda, aseguró, cuando la estrella de los Beatles
comenzara a declinar.
- Pero
eso no será nunca –protesté yo.
- Mira
Teo, antes de lo que crees se van a separar, en realidad ya casi va cada uno
por su lado.
- Y tú,
¿cómo sabes todo eso? – Insistí.
- Tengo
una hermana de veintitrés años que se fue, hace dos, a trabajar a Londres de
camarera.
Me quedé estupefacto al saberla con noticias de
primera mano acerca de los grandes acontecimientos del mundo, aquellos que me
interesaban de verdad. Le pregunté si su hermana había visto alguna vez a
alguno de los Beatles por la calle y me dijo que no y que además, ahora iba a
ser imposible, porque se habían ido a la India de ejercicios espirituales.
Nos habíamos sentado juntos sobre la dura y
helada lápida de una tumba y cuando ya llevábamos un considerable rato
departiendo, yo tenía un frío espantoso en el culo. Pero es curioso, le había
hablado de mis empeños y le había contado mis asuntos, incluso los amorosos,
con una confianza tan abierta como no la tenía con mis amigos o con Nines.
La verdad es que fue ella la que me cogió de la
mano y la que luego me dijo: “Nunca me había besado con un chico”.
En un arranque de franqueza, hice lo que hasta
entonces jamás había hecho y después nunca volví a repetir hasta hoy: le conté
el morboso episodio de las asechanzas de don Gregorio. Me escuchó con una
seriedad reconcentrada y me dijo:
- No hay
duda de que aquel miserable desvergonzado era un pervertido, como el que el
otro día detuvieron en Sabiñánigo, figúrate: éste iba enseñando sus cosas por
la calle, pero quédate tranquilo, hace un rato me he dado cuenta de que tú no
lo eres, vamos, quiero decir que reaccionas normal. – Hizo una pausa y suspiró
– tenemos que volver, que la tarde también se está muriendo en este cementerio
y me estoy quedando tiesa.
Nos levantamos de la tumba, no como dos
espectros, sino como dos compañeros de expedición, enlazados por las
confidencias y ya no por las manos, pues las monjitas del amparo acechaban con
suspicacia desde la penumbra, unas decenas de metros más allá. Unas letras en
latón sobre la lápida que abandonaban nuestras posaderas (congeladas, las mías)
reflejaron el más oblicuo e improbable de los rayos del sol moribundo y pude
leer: “Don Gregorio López Suelves, capitán de la banca, 1923-1962, Descanse en
Paz”.
- Vaya,
también es casualidad… - Dije señalándoselas a Lucía. Ella, sin decir nada,
esbozó apenas el gesto de escupir sobre la tumba y nos fuimos. Durante el
regreso me echó en cara que, en realidad, no le había enseñado el cementerio
así que, para compensarla, le enseñé Jaca, es decir, callejeamos un rato por el
bruñido adoquinado de las calles del centro, vimos la catedral y los porches y
volvimos al instituto, ya casi a la carrera. A esas alturas ya me tenía sin cuidado
ser visto por Nines o por quien fuera.
Lucía regresó a Sabiñánigo en el autobús, que
cuando llegamos ya tenía el motor en marcha, entre sordas y ásperas reprimendas
de sus profesores, visiblemente alarmados por su imprevisto eclipse, y chuflas
y puntadas soeces de sus compañeros que, durante los dieciocho kilómetros de
trayecto, corearon “¡Pascuala se ha echao novio, uno de Jaca, pa jugar al
meteysaca!”
Esto lo sé porque, a partir de ese día, nos
carteamos con regularidad. Cada dos semanas mandábamos o recibíamos una larga
misiva con todos los detalles de nuestras lánguidas y esperanzadas existencias.
Esta correspondencia duró unos seis o siete años, hasta que ella acabó los
estudios de veterinaria y se casó con un industrial, el cual la llevó de regreso
a su tierra paterna, pues la morriña de la joven hacía aconsejable esta
decisión.
Desde este primer y único día, no volví a verla
más. Miento: una vez me envió una foto pequeña y borrosa, en la que posaba
ataviada de esquiadora. No la hubiera reconocido.
Esa misma primavera, unos dos meses después de
nuestra estancia entre los muertos, robé una bici para ir a visitarla. Se me
rompió el sillín a poco de comenzar a pedalear, antes de llegar a Guasa y lo
consideré como una premonición de que no debía seguir adelante. Regresé andando
a Jaca, dejé la bici abandonada en un patio y le escribí la única, de entre más
del centenar de cartas que le llegué a remitir, la única quizá, que podía
considerarse algo parecido a una declaración de amor. Ella me contestó dándome
toda clase de detalles y consejos sobre el inminente examen de reválida de
sexto.
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