Tenía muchas ganas de leer la última
novela de este impagable provocador, novelista y francés que, como mínimo, es
garantía de una malsana diversión intelectual y, fiel a su costumbre, no me ha
defraudado, aunque, a tenor de la polvareda levantada, me esperaba unas
fabulaciones más pérfidas y contundentes del polémico y escurridizo Michel
Houellebecq. Vamos, que contaba con divertirme más y, en lugar del humor
sarcástico y la sorna hilarante que preveía, me he topado con una obra seria y,
hasta cierto punto, circunspecta, que me ha hecho reflexionar más de lo que
tenía pensado hacerlo este fin de semana.
Después de la apología del puterío
desplegada en “Plataforma” y de las agudas y mordaces apreciaciones acerca del
arte actual expuestas en “El mapa y el territorio”, mi intoxicador favorito se
descuelga con una novela de política-ficción concebida para tocar las pelotas,
tanto a occidente, como a oriente (próximo y medio), una breve fábula de
contenido explosivo, que tuvo un desafortunado cruce con el cruento suceso del
atentado a Charlie Hebdo, un hecho que la ha condenado a pasar un poco de
puntillas para no echar más leña al fuego. “Sumisión” transcurre en el futuro
inmediato, es una especie de “1984” pero con el plazo más corto. Dentro de unos
años, o acierta o estará más pasada de moda que “Regreso al futuro II”, en la
que viajaban a un 2015 donde los coches y los monopatines volaban y las
zapatillas se ataban solas, ya te digo.
Francia, 2022. Elecciones presidenciales,
segunda vuelta, quedan dos candidatos: Marine Le Pen por la extrema derecha y
Mohammed Ben Abbes por la Hermandad Musulmana. Éste, con el apoyo de la
izquierda y de los viejos republicanos laicos de derechas, será elegido
Presidente de la República y dará comienzo al proceso de islamización de
Francia. Tal es el marco de referencia de la narración y, conociendo los tics
del bueno de Houellebecq, uno teme (o espera) que semejante escenario dé lugar
a las más disparatadas y feroces elucubraciones. Pero, ay, es entonces cuando
el autor decide ponerse comedido y serio, y se embarca en enjundiosas
reflexiones sobre la fe religiosa, la educación, las cuestiones morales y el
devenir histórico. De la prevista astracanada corrosiva e hilarante, pasamos a
embarcarnos en un texto donde un ponderado Houellebecq quiere hablar de
creencias, de costumbres, del cambio político y de la decadencia y el suicidio
de la Francia nacida a partir de 1791, la Francia individualista, racionalista
y laica que, según el autor reitera, está completamente acabada y vacía,
cediendo de este modo ante la pujanza de unas convicciones mucho más fuertes.
Hay mucha elipsis, mucho pasar de
puntillas, pero también mucha elucubración expuesta en forma de conversaciones
entre el narrador/protagonista y sus colegas, profesores universitarios de
letras o de humanidades en la Sorbona… El narrador escribe en primera persona y
es, desde luego, como siempre, Houellebecq: alguien con ciertos privilegios y
desahogo económico, desencantado y cínico, cultivado, misántropo y, por
supuesto, obsesionado (o lo siguiente) con el sexo, sexo con las alumnas, sexo
con profesionales, sexo solitario…
Cuando el régimen de Ben Abbes se instala
en Francia, el profesorado universitario es obligado a convertirse al islam o
jubilarse, con una buena pensión, eso sí, para eso están las petromonarquías.
Nuestro hombre, en principio, goza de esta dorada exclusión y da en peregrinar,
por ver si es capaz de aclararse o posicionarse ante los nuevos tiempos y sus
cambios. Resulta que el protagonista (un Houellebecq más cauteloso, algo más
sociable y aparentemente menos cáustico que muchos personajes de sus novelas
anteriores) es un erudito, especialista en Huysmans, autor francés del siglo
XIX que yo, soy así de ignorante, no había oído ni nombrar.
Este Huysmans, a
finales de su vida, pasó por la experiencia de una conversión al catolicismo
más místico; así que el protagonista, como antes Huysmans, su admirado maestro,
se acerca a la vida monástica y a la devoción cristiana por ver si algo externo
sacude su espíritu, pero esto no le ocurre, no se le aparece la Virgen ni nada
parecido. Tras muchas meditaciones a caballo entre la metafísica y la
geopolítica, regresa a París y… Hasta aquí puedo leer, que decían en el
`programa “Un, dos tres, responda otra vez”, pues mi intención es recomendar muy
mucho esta novela y no hacer un “spoiler”, como suelo.
Es un libro aún más erudito y mucho más francés de lo que es usual en
Houellebecq, los que somos ajenos a la compleja vida intelectual y literaria
del país vecino, aquí tropezamos con alguna dificultad más de las habituales.
Por otro lado hay mucho de lo genuino y característico del autor: El pesimismo
más desencantado respecto al humanismo occidental.
El menosprecio y la rechifla hacia la
izquierda política y las ideas que eclosionaron en la Francia del 68.
Ver http://elpais.com/elpais/2015/01/14/opinion/1421240807_797267.html,
para advertir como la izquierda, a su vez, se ofusca con él.
La acidez crítica hacia determinados aspectos
de la cultura musulmana, aunque aquí está muy atemperada, pues siempre se nos
presenta un islamismo muy tolerante y moderado en las directrices del
presidente Ben Abbes.
Y ante todo, sexo, sexo desde el punto de
vista más estrictamente masculino. Encantado con el regreso al patriarcado y la
sumisión de la mujer preconizados desde el nuevo régimen, Houellebecq pondera
sin recato las ventajas de la poligamia ¿o es su última ironía? Todo en el
libro es algo ambivalente, atendamos al autor/protagonista en su regreso a
París:
“Pero era sobre todo el propio público el
que había cambiado sutilmente. Como cualquier centro comercial –aunque por
supuesto de forma menos espectacular que los de La Défense o Les Halles– el
Italie 2 atraía desde siempre una cantidad notable de mangantes: habían
desaparecido por completo. Y la vestimenta femenina se había transformado, lo
sentí de inmediato sin lograr analizar esa transformación; el número de velos
islámicos apenas había aumentado, no se trataba de eso, y me llevó casi una
hora de vagabundeo comprender, de golpe, qué había cambiado: todas las mujeres
llevaban pantalones. La detección de los muslos de las mujeres y la proyección
mental reconstruyendo el coño en su intersección, proceso cuyo poder de
excitación es directamente proporcional a la longitud de las piernas
desnudadas, eran en mí tan involuntarias y maquinales, genéticas en cierta
forma, que no había tenido conciencia de ello inmediatamente, pero ahí estaban
los hechos: los vestidos y las faldas habían desaparecido. También se había
extendido una nueva prenda, una especie de blusa larga de algodón, hasta medio
muslo, que eliminaba cualquier interés objetivo por los pantalones ceñidos que
algunas mujeres hubieran podido lucir; en cuanto a los shorts, evidentemente ya
no había más que hablar. La contemplación del culo de las mujeres, mínimo
consuelo fantasioso, también se había vuelto imposible. Por lo tanto,
efectivamente se hallaba en curso una transformación; había comenzado a
producirse un cambio objetivo. Unas cuantas horas zapeando en las cadenas de la
TDT no me permitieron advertir ninguna mutación suplementaria, pero de todas
formas, y desde hacía ya mucho tiempo, los programas eróticos de televisión
habían pasado de moda.”
Genio y figura.
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