Llegaba yo el otro día, a golpe de
calcetín, con otro jubilado con el que suelo darme largos paseos, a un pueblo
donde no se nos había perdido nada a ninguno de los dos, a La Almunia de san
Juan, sito en el término municipal homónimo, y me dispuse, lo has adivinado, a
fotografiar alguna puerta que me mostrara su cerrada faz.
No nos embargaba preocupación de ninguna
clase, ni por lo caro que se ha puesto el tocino, ni por la ola de corrupción
que, según el CIS, está en el centro de las inquietudes del pueblo español,
habiendo desplazado al paro, al terrorismo y al miedo a los movimientos
sísmicos. Íbamos, como se ve, presas de la más inocua frivolidad primaveral,
sobresaltados apenas por el ladrido de algún perro, de esos que los
desconfiados lugareños emplazan en los caminos para ahuyentar, sin éxito, a los
amigos de lo ajeno y que, a cambio, dan por culo de lo lindo a los caminantes.
Leí hace un tiempo, en un libro de W. G. Sebald que se titula “Los anillos de
Saturno” y que yo recomendaría a todos los grupos de lectura de occidente: “Ni
en la carretera ni en los jardines se podía ver a nadie, las casas producían
una impresión de rechazo y a mí, con el sombrero en la mano y la mochila sobre
los hombros, como un aprendiz ambulante de un siglo anterior, me parecía estar
tan fuera de lugar que no me hubiese asombrado si de pronto una cuadrilla de
chicos callejeros se hubiese abalanzado sobre mí de un salto o el propietario
de una vivienda de Middleton hubiera atravesado el umbral de su casa para
gritarme «¡Vete de aquí!». Al fin y al cabo, todos los que viajan a pie,
también hoy día, sí, incluso hoy día sobre todo, si no corresponden a la imagen
habitual del senderista aficionado, en seguida atraen hacia sí las sospechas
del residente del lugar.”
Bueno, el caso es que andaba buscando las
puertas que hubieran estado selladas durante más tiempo y sí, por fin me asaltó
una preocupación: ¿Por qué las puertas?¿Por qué atraer la desconfianza de los
propietarios? ¿qué se me ha perdido a mí tras las puertas ajenas? ¿De dónde
surge esta malsana fascinación?
Esa misma tarde hallé la respuesta cuando
estaba releyendo “Las confesiones de un pequeño filósofo”, un libro juvenil
ideal para los que tenemos sesenta años o más. Escribe Azorín:
“¿No os dice
nada una de estas puertas llamadas surtidores que dan paso de una alcoba ancha
y sombría a un corredor sin muebles, con las paredes blancas? ¿Y esta otra
dividida en pequeños cuarterones que da paso a una vieja cámara campesina, con
una pequeña ventana alambrada y con una leja en la que hay un espejo roto y un
cantarillo con miera? ¿Y esta otra con las maderas alabeadas, hinchadas por la
humedad, carcomidas, que cierra un huertecillo abandonado, con parrales
sombríos y hierbajos que crecen en las junturas de las losas con un viejo árbol
por cuyo seno verde tuerce el paso una hiedra, como en los versos de Garcilaso?
No hay dos puertas iguales: respetadlas
todos. Yo siento una profunda veneración por ellas; porque sabed que hay un
instante en nuestra vida, un instante único, supremo, en que detrás de una
puerta que vamos a abrir está nuestra felicidad o nuestro infortunio...”
Completamente de acuerdo, don José, no
tengo más que añadir.
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