Si hay un tema en el que soy, de manera
decidida y radical, un completo y perfecto ignorante, ese es el de las
alfombras orientales, las láminas que ilustran la entrada de hoy.
La ignorancia, mezclada con una notable
dosis de curiosidad por todo, es una secuela de mi dedicación profesional al
desempeño de maestro. En unos tiempos como éstos, donde el acceso al
conocimiento está absolutamente democratizado y cualquiera que tenga interés
puede aprender, desde las técnicas del puenting hasta la construcción de un
reactor nuclear, simplemente con el visionado de los tutoriales apropiados en
YouTube, la figura y la autoridad del maestro están, con toda lógica, abocadas
al descrédito y a la extinción (otra cosa es que siga haciendo falta personal
para las guarderías de niños entre cero y dieciocho años).
El otro día leía, en un libro de Lorenzo
Silva (La flaqueza del bolchevique), la opinión que al avisado protagonista del
relato le merecen los maestros: “Todos los maestros están mentalmente
atrofiados. De tanto tratar con gente que sabe menos, se quedan en las cuatro
reglas, y cuando sus alumnos empiezan a saber más que ellos ni siquiera lo
notan. El colegio debe resultarte una pérdida de tiempo.”
Así que, sosiego, no voy a intentar
largar el rollo sobre un tema del que nada sé, salvo que las piezas
interesantes y de calidad se caracterizan por su factura, por su diseño y
porque están fuera de mi alcance. Lo más próximo que he estado al asunto fue
cuando una tía mía, lo que hoy denominaríamos una emprendedora, recibía unos
patrones impresos en una especie de esteras muy caladas que hacían de base y
allí, con paciencia benedictina, pasaba, ataba y cortaba los 24.000 nudos de
lana que, por la cara noble, configurarían el colorido y la estampa decorativa
de la alfombra con ímprobos sudores así tejida. Para que las alfombras de
aquella laboriosa hermana de mi madre alcanzaran el nivel de las de éstas
láminas, faltaba un detalle, uno sólo pero esencial: el proyecto de las figuras
y motivos no era propio, original, personal ni específico de un prestigioso
taller artesano… A veces, la diferencia entre lo refinado y lo kitsch es un
imperceptible detalle que los profanos, ay, somos incapaces de detectar.
Lo que sí me ha seducido siempre es una
cualidad atribuida a algunos de estos enseres: su capacidad de volar. De
muchacho entretenía mis ocios con la lectura de “Las mil y una noches” y,
cuando todavía no estaba obsesionado por los pasajes más lúbricos, uno de los
vehículos que, de veras, me hubiera gustado poseer, más aún que una bici,
hubiera sido, desde luego, una alfombra mágica.
Hoy, cuando lo pienso, me sonrío ante las
evidentes desventajas de tan expuesto vehículo que, obviamente, sólo puede fascinar
a un niño lo bastante desconocedor del principio de inercia como para
aventurarse a posar sus nalgas en semejante trampa mortal. Primero nos topamos
con el problema de la rigidez: si es tiesa como una tabla, los que en ella
viajen se ven en un equilibrio asaz inestable: lo más probable es que se
precipiten al vacío más pronto que tarde; en cambio, si fuera mullida y
cediera, acabarían viajando atrapados en una bolsa de tejido. Lamentable.
Segundo: despegar y posarse, quiero decir que tendría que ser muy mágica para
no dejar en tierra a los ocupantes con el despegue y no precipitarlos en un
trompazo monumental, lleno de politraumatismos, en el momento del aterrizaje.
Tercero y ya no me extenderé más: las inclemencias del tiempo, el frío, la
resistencia del aire y la descompresión harían del viaje una experiencia muy
solicitada por los masoquistas más fanáticos, aquellos ávidos del sufrimiento
más drástico.
Lo mismo cabría decir para los viajes en
escoba voladora, popularizados por la saga Harry Potter, con el añadido no
desdeñable del roce del vehículo incrustándoseen los delicados tejidos de la
entrepierna.
Y sin embargo son mitos y motivos de gran
persistencia en la narrativa, en la imaginación y en la fantasía infantil… Lo
que nos devuelve al tema de que los maestros somos una especie de fuerzas
dañinas y de nada sirve enseñar las nociones más elementales de física. Un niño
rebelde siguió soñando con la alfombra mágica e inventó los aviones. (Claro que
èste es el estado de la fábula en su versión actual, porque el niño que,
gracias o pese al maestro, no aprenda los rudimentos de la física, lo que
inventará es una forma muy rebelde de darse una buena hostia.)
Es peculiar como en la segunda imagen se atribuye Samarcanda como parte de Mongolia ... o bien el libro quería referirse al siglo XIII, en lugar del XIX,o se refería al imperio Mogol, en lugar del imperio Mongol.
ResponderEliminar