25. LA ESTACIÓN DE LOS AMORES
No pasó desapercibido a mis compañeros un cierto
cambio en mi estado de ánimo, también mis reflejos se habían hecho más espasmódicos
y torpes y mis palabras más escasas y lerdas que de costumbre. Cuando Chus me
hizo el tercer tanto seguido de saque, observó:
- ¿Qué te
pasa Pinchaúvas? Estás más muermo que de costumbre.
Estábamos jugando al ping pong en una mesa
situada en la planta baja del Casino Principal. Se alquilaba por horas, con lo
que resultaba un entretenimiento caro y no podía permitirme perder con ellos,
pues el que perdía, pagaba y yo llevaba tres pesetas rubias enredadas en el
zurcido de los bolsillos, sin contar que ya le debía más de doscientas a
Josemari por sus préstamos. Éste, árbitro y único espectador de la contienda,
remachó:
- Lo que
le pasa a Pinchi, es que se ha enamorado sin darse cuenta. – Chus me coló un
mate inapelable y, fingiendo sorpresa, preguntó:
- ¡No
jodas! ¿Y de quién? ¿No será de la gachí aquella de Sabiñánigo…? Sí hombre,
aquella larguirucha que parecía el palo de una escoba… Te tienes que acordar,
si era más fea que la portera del infierno ¡La de los pelos de estropajo!
Aquella que tenía un nombre tan ridículo…
- ¿Cuála?
- ¡¡La
Pascuala!!
Y estallaron en risotadas soeces, mientras yo
daba con la paleta en la esquina de la mesa, tratando de devolver una pelota
que venía con mucho efecto.
- Ey,
Pinchi, – continuó Josemari – ojo con cargarte la paleta que la tendremos que
pagar, que tú estás tan pobre que no te llegaría ni para comprarte condones
para marcharte a ver a tu Pascuala en el coche de línea. No sería una mala
idea: vas, te la follas y vuelves en el tren, más sosegado, más centrado y, de
paso, te habrás sacudido el muermo.
- Ya,
-terció Chus, mientras estrellaba una certera pelota en el borde esquinado de
mi campo – pero a éste no le venden un condón en ninguna farmacia de Jaca, es
un puto crío, con cara de crío y minina de crío, aún tiene los huevos con menos
pelo que estas pelotas. Y no se te vaya a ocurrir hacerlo sin goma, Pinchaúvas,
que le harás un bombo y su padre te la cortará a rodajas.
- Jezú se
lo hizo con Chari Gimeno y, como no tenía condón, se puso una bolsa de pipas. La
vació por el suelo con las prisas, dice. Y luego se las comieron juntos… No sé
si me lo crea, por supuesto, puede ser uno de los típicos faroles de Jezú.
¡Pinchi! ¡Atiende al juego, coño! – En este momento de la exhortación de
Josemari, yo ya había tirado la paleta sobre la mesa y me dirigía, hastiado de
sus vulgaridades, a la salida – Eh, Pinchi que te vas sin pagar como de
costumbre y además hoy te tocaba apoquinar, que has perdido, rata miserable…
Cuando ya salía, Chus me gritó:
-
¡Acuérdate de que mañana sábado es el día de la función! Y, si ves a la
Mejillones, le dices que a las cinco de la tarde, hay ensayo con vestuario y
toda la hostia. Mateo y tú tendréis que haber puesto por la mañana la puta
tramoya. ¡No sé por qué cojones habéis esperado hasta última hora, me cago en
el Copón, si algo sale mal, nos joderemos a base de bien!
Así era Chus: tres matrículas de honor y más
malhablado que el herrero de Barós, que herraba las cabalgaduras, ultrajando a
la Madre de Dios. Hasta que por su sagrada intercesión, su todopoderoso Hijo
hizo que una mula le hundiera la tapa de los sesos de una coz. Cuenta la
piadosa leyenda que esto le sirvió de lección, arrepintiéndose y muriendo
cristianamente tras apenas setenta y dos horas de agonía.
Pero Chus no escarmentaba y yo demasiado bien
sabía que, al día siguiente, sábado 6 de abril, víspera del domingo de Ramos,
estrenábamos “El médico a palos” en el salón de actos del instituto ante todo
Jaca, es un decir, ante los que cupieran allí y hubieran tenido la decencia de
sufragarse una entrada. Si la cosa salía bien y podíamos repetir la función al
día siguiente, antes del comienzo de la Semana Santa, sacaríamos una buena
pasta y el viaje de estudios nos saldría casi, casi, por la cara. Villalobos
había invitado a Nines a venir, en su calidad de primera actriz del reparto,
pero su padre se opuso:
-
Bastante reparto ha tenido que dejar de hacer estos días por culpa de la
farándula, que se me han echao a perder más de veinte kilos de chicharros
frescos – dijo el Congrio -. Además, ¿Qué pinta ella, dígame usté, diez días en
un autobús zanganeando con los estudiantes, una recua de gandules de los que no
puede salir cosa buena. La chica se queda aquí, que es donde hace falta.
Villalobos iba a decirle que el nombre correcto
de los “chicharros” es “jureles”, pero se contuvo y el gigante del
sanguinolento delantal verde lo despidió con la displicencia que los humildes
laboriosos y seguros de sí mismos gastaban con los señoritos.
Así que no vendría Nines y yo tendría ocasión de
reflexionar y puede que de más cosas, pero urgía reflexionar sobre el esquinazo
definitivo tan largamente postergado.
Ahora, que andaba yo, posiblemente, enamorado de
verdad por vez primera, podía comprender mejor su situación: enamorarse no era
mirar el muestrario de ganado y elegir a la mejor oveja para hacer una buena
pareja. Era algo que venía sin darte cuenta y te atrapaba de modo incondicional
sin que te apercibieras de haber hecho una elección de ninguna clase. Así pues,
eso le pasaba también a la pobre Nines. Encima con un zascandil que no
correspondía a ninguna de sus frecuentes y desinteresadas muestras de afecto.
Sin ir más lejos, el otro día se había presentado en mi casa con un
abultadísimo cucurucho de papel.
- Tenga,
señora Anacleta, estos chicharros los ha dejado pagados su marido al pasar por
delante de la pescadería con el carro del reparto.
No era cierto ni por casualidad: aquél día mi
padre había transitado, zorro como un canasto, de la ceca a la meca y, a la
compasiva Nines, le había dado lástima y, dado que sabía que el hombre no se
acordaría de si había comprado chicharros o la torre Eiffel, ella, por su
cuenta y riesgo, decidió mejorar nuestra parva nutrición con el citado ardid.
Me estoy refiriendo de este modo al impulso ciego de Nines que, en realidad, no
me había escogido, sino que, sencillamente era víctima de la pasión y el
impulso más viejos del mundo. Tenía yo la responsabilidad, pues, de terminar
con eso cuanto antes.
Y la función, sí, fue un exitazo. Salió todo
peor que en los ensayos, porque todos estaban más nerviosos. Nines, en su papel
de Martina, en uno de sus más airosos mutis, trastabilló y cayó rodando por el
escenario, con lo que el público se partió de risa, creyendo que el suceso
formaba parte del guion, extremo que la medio maltrecha Martina aprovechó para
continuar, un poco renqueante, como si así fuera lo que el autor había
determinado como ocurrencia cómica añadida.
El domingo, el salón de actos estaba aún más
lleno, hasta Serafín había cerrado el bar para acercarse y, esta vez, todo
salió aún peor. Nines se había quedado afónica el día anterior y apenas se la
oía, Chus, en su papel de Bartolo, sufrió varios prolongados lapsus después de
que un trozo del decorado, malamente sujeto con cinta de embalar, se desprendiera
y fuera a dar en su cabeza, justo cuando se había quitado la gorra. El público
no se rio ni aplaudió tanto como el día anterior y, al final de la función,
estaba en su mayoría entre distraído e inquieto.
Pero lo importante era que ya habían pagado como
panolis y nuestro viaje de estudios nos saldría baratísimo, pues las arcas
comunes estaban a reventar. Ole por nosotros, hasta los autores del
despanzurrado decorado salimos a saludar. El Pirineo Aragonés, nuestro
bienquisto periódico local, hizo una larga y elogiosa reseña, aunque casi todo
el mérito se le atribuía a Villalobos.
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