Los tres o cuatro últimos años parecía
haber menos tráfico rodado, no sólo en mi pueblo, sino en otros que visité. Andaba
mi experiencia reciente, de este modo, en contradicción con mis rigurosas convicciones
pesimistas, es decir, el panecologismo imperante se arrogaba el triunfo de que
la conciencia ciudadana estaba cambiando, las costumbres se dirigían hacia un
consumo más responsable y un uso de la energía más sostenible, de tal manera
que la utilización de vehículos a motor para ir a trabajar, de compras, a dar
un paseo, asistir a un acontecimiento cultural o deportivo, a una cita amorosa
o sexual, para acudir al gimnasio, al dentista, a la tienda de mascotas o,
simplemente, para ir a cagar a la segunda residencia si el ciudadano la tuviere
a mano (una hora y media sin apretar demasiado ni el acelerador, ni los
esfínteres), esa costumbre tan nuestra de coger el coche para cruzar la calle
se había visto sustituida por la peatonalidad, el uso de la bicicleta y hábitos
sanos y respetuosos con el medio ambiente (y puede que, más adelante, con el
otro medio…)
Bueno pues, usaré la muletilla de algunos
de los más desenfadados de mis alumnos, “y una polla como una olla”… ¡Era la
crisis! ¡La famosa crisis hacía que la peña no tuviera dinero ni para gasolina!
Amén de que disminuía los transportes, los repartos comerciales y los
desplazamientos al trabajo. Soy tan zote que no había caído. Y ahora que la
economía repunta, siquiera tímidamente, extremo que ya sólo niegan algunos
conductores de masas venidas a menos, como el señor Cayo Lara, ahora que los
opulentos jeques han rebajado el precio de los barriles del oro negro
equiparándolo a chatarra líquida, ahora, como decía Paco Martínez Soria, “tocan
un pito y sueltan todos los automóviles a la vez”. Demonios y a eso se añade,
en lugares donde han erradicado los semáforos para peatones porque, por aquello
de poner el cazo, hicieron rotondas hasta en los más apartados barbechos de los
Monegros, que los viandantes nos hemos quedado a expensas de la buena voluntad
de los conductores, que pueden respetar los pasos de cebra… o no (al estilo
Zaragoza).
No pretendo quejarme, (pues considero que
quejarse evidencia una debilidad de carácter) pero los conductores ocasionan y
sufren las molestias del disparate congestivo vehicular; yo, como no conduzco,
sólo las sufro, insertándome en una minoría más, de esas ahora llamadas
vulnerables. La atención y el respeto recibidos por tales minorías miden la
calidad democrática de una sociedad… Como peatón
la evalúo en cero punto cero (y no tengo la menor fe en los nuevos consistorios,
que continuarán llenando las aceras de bicicletas, para que los minusválidos
vayamos más entretenidos, gracias a esta simple y eficaz promoción de los
deportes de riesgo, encaminada a prevenir el estrés y posibles recortes en los
servicios de traumatología).
En fin, como escribió el filósofo Sartre,
“el infierno son los otros”, no me
explico cómo, a veces, el pensamiento de izquierdas da en el clavo de semejante
modo. Si no hubiera coches, yo cruzaría cómodamente unas desoladas avenidas
post apocalípticas con mobiliario urbano de estilo Steampunk, pero ¿es
necesario quemar combustibles fósiles con tan sañuda prodigalidad? ¿Para llegar
a dónde? Necesitamos un trabajo para poder comprar un coche para ir al trabajo
para comprar otro coche que nos permita ir al trabajo cuando el primer coche
esté obsoleto.
Cosa que pasa en cuanto sale del
concesionario.
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