Cuando encabezo una entrada con el 1 tras
el título, pretendo sugerir una amenaza: habrá más. Y en este caso, dos más,
pues tengo hasta siete láminas de flores escaneadas, procedentes de cuando
destripé aquel viejo diccionario enciclopédico, para conservar sus láminas
multicolores y sus preciosos dibujos a plumilla, en los que impagables
artesanos mal pagados hicieron florecer un arte, supongo que ya extinguido,
donde lo mismo se representa, negro sobre blanco, el Taj Mahal que un Boeing
747… Dentro de 1000 años pueden ser, si se conservan los originales de estos
frutos de la plumilla, tan apreciados como las miniaturas del códice del Beato
de Liébana.
Voy a proponer un ejercicio meditativo
para mi aburrido y desocupado lector que, de momento, está de vacaciones,
bueno, pues para cuando vuelva: cierra los ojos y nombra, tratando de
visualizarlas, tantas flores como te sea posible. Si llegas a cincuenta, enhorabuena,
puedes dedicarte a perfumista, profesor de ciencias naturales, pintor de
cuadros de jarrones, decorador, poeta simbolista o enamorado que sorprende
gratamente a su pareja con un ramo.
Si, como yo, confundes los nardos con los
jazmines o las lilas con las glicinias, esta puede ser tu oportunidad para
enderezarte, para enterarte de qué aspecto tienen las flores más comunes y
quedar como un auténtico naturalista cuando señales y nombres, al verla por
ahí, una mata de salvia que, por estos campos, es muy común.
Mi afición por las flores y su taxonomía
viene de la que tengo por todos los saberes enciclopédicos e inútiles: los
elementos químicos, las capitales de Estados, los ríos de Europa o los pintores
renacentistas, pero en lo referente a las infinitas variedades de la
naturaleza, disfruto de un hándicap terrorífico a pesar de no haber cursado la
ESO: toda la biología y la geología la condenso en tres palabras: planta, bicho
y piedra. Me esfuerzo en saber más, pero no se me queda.
En el caso de la Botánica, incluso asistí
a un cursillo práctico de identificación de plantas, impartido por un ilustre
paisano. Con arduos esfuerzos conseguí distinguir el tomillo del romero, llegué
hasta la rosa silvestre y no pasé de ahí. Ahora, eso sí, conservé la afición
intacta (y hoy la ejerzo).
El otro día en mi terraza, floreció un
cactus, no me preguntes de qué familia, de qué especie, ni nada por el estilo:
sólo sabré decirte que las florecillas, dos y muy efímeras, se abrían o se
cerraban según tuvieran más o menos luz. Conseguí fotografiarlas (aunque las
fotos no les hacen justicia) y las pongo aquí de propina.
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