Ese segundo día de nuestro periplo,
primero en una delicuescente tierra firme, resultó fatigosísimo, pues, por una
parte, los más llevábamos una eternidad sin dormir y por otra, nuestros
profesores acompañantes, cuyos beatíficos ronquidos habían anegado el autobús,
amortiguando incluso los más estentóreos y salaces cánticos surgidos de nuestra
insensata confusión, que equiparaba el disfrute colectivo con la emisión a voz en
cuello de coplas tales como:
“Si quieres que te la meta,
te lo tienes que afeitar,
porque mi picha no entra
por ese cañaveral,”
y otras once mil semejantes, berreadas
por garganchones cada vez más afónicos y de las que haré gracia al lector, de
cuyo suicidio no quiero sentirme responsable, nuestros profesores acompañantes,
como decía, estaban en plena forma y dispuestos a no dejar monumento sin
visitar, claustro sin hollar, jardines sin inspeccionar ni joya histórica o
arquitectónica sin tasar.
Tras elegir habitación, dejar los trastos
y desayunar, salimos para pasar la mañana por la Alhambra y el Generalife, en
una visita guiada que nos dejó extenuados y la tarde en unos baños árabes donde
no nos dejaron bañarnos ni cosa parecida.
Cuando nos soltaron, libres por la
hermosa ciudad, constituíamos una pandilla de espectros extenuados: al
agotamiento se sumaba el inesperado y fuerte calor y decidimos meternos en un
cine refrigerado, donde vi la cabecera y los primeros fotogramas de “¿Por qué
te engaña tu marido?” Antes de quedarme como un leño, abrir un párpado para
deambular hacia la cena y volver a caer roque en uno de los tres catres que
atestaban una habitación minúscula, de paredes encaladas, con vigas marrones
que veteaban un techo blanco y tan bajo que teníamos que encogernos para no
desmocharnos la cabeza en una de ellas. Mi catre se encajaba a presión entre el
de Rivero y el de Mateo que, al día siguiente, coincidieron en que mis
ronquidos superaban el ruido de conjunto de los cuatro motores del Enola Gay,
hasta tal punto que, si hubieran volado conmigo dormido a bordo, el ruido
hubiera alertado las defensas antiaéreas de todo Japón y el holocausto nuclear
se hubiera evitado. Estas eran las fantasías habituales de Mateo.
Aposento en La Alhambra (Mateo, lápices de colores) |
La cosa fue razonablemente bien, hasta
llegar a Sevilla, el día 21 a media mañana. Como de costumbre, habíamos
madrugado más que el gallo de Mindanao y, como de costumbre, apenas habíamos
pegado ojo. Serían las dos o las tres cuando nos retiramos al hostal, cansados
de deambular por las calles ya semidesiertas y algo achispados.
Tras apurar nuestra dosis de cartujas y
pinacotecas, habíamos sido soltados y habíamos intentado abordar, horas atrás,
en el momento mágico del crepúsculo, a unas chicas que, aquí tanto como en Jaca
o más, iban en pelotones muy nutridos y se habían burlado de nuestra tentativa
con risas muy desenfadadas y cantarinas: “¿A dónde vai vuzotro con eze zaco de
ezez?” Todos creyeron que el saco de heces era yo y me conminaron a abandonar
el grupo y regresar solo al hostal, para permitirles otro intento de ligar sin
cargar con la presencia y el gafe de un apestado. Menos mal que Jezú les
explicó que las chicas se habían burlado de nuestro poco saleroso acento del
norte, en realidad habían dicho: “¿a dónde vais vosotros con ese saco de eses?” También fue trabajoso interpretar
a Jezú tratando de enmendar el malentendido, tras lo cual no se prescindió de
mi presencia. Aunque de nada sirvió: nuestro acento nos delataba como
forasteros y, era cosa sabida por las chicas granadinas de aquel entonces, que
los forasteros no van con intenciones serias, sino para pasar el rato. De éste
modo nos hicieron entender que más valía que nos entretuvieran nuestras
respectivas madres y no obraba en nuestro favor, tampoco, que nos consideraran
unos mocosos… Nos dimos a beber fino y volvimos trastabillando al hostal que
estaba donde Cristo dio las tres voces.
Vista de Granada (Mateo, acuarela) |
No había que pensar tampoco en intentar
colarnos en las habitaciones de nuestras compañeras, el acceso a las cuales
estaba vigilado severamente por Pichot y la Borau, que se turnaban en
indesmayables guardias. Así que nos fuimos a dormir y al día siguiente, el del
viaje a Sevilla, Rivero y Mateo estaban muy cabreados porque, según decían, yo
había vomitado debajo de sus camas y, menos mal que ya cambiábamos de aires
pero, a la próxima, me mandarían a dormirla al carrito de mi padre, “si no
sabes beber, Pinchaúvas, no bebas” me apostrofó Rivero, que la noche pasada, de
camino al hostal, se caía sobre mí, por lo que tuve que ayudarle a traspasar el
umbral de nuestra diminuta habitación, pues se había desplomado como un fardo
beodo ante la puerta, lamiendo la rendija desde el suelo para intentar abrirla.
Nuestras habitaciones en un hotel
desvencijado y polvoriento del centro de Sevilla eran peores, si eso era
posible, que las que habíamos dejado atrás unas horas antes, arrasadas según un
ceñudo Mateo: éstas eran más sucias y más desconchadas, ostentaban unos
curiosos baldaquines de polvorientas telarañas sobre las camas y volvían a ser
minúsculas. En la que a mí me cupo en suerte, no se pudieron insertar tres
camas ni a presión. Una señora gorda como la bisabuela de Moby Dick retiró unas
sábanas acartonadas con unos churretones de color caramelo, murmurando
hastiada: “vaya, san divertío de lo lindo los dos sarasas can pasao aquí la
noche, ¡poco habrán dormío!” Mateo me miraba resignado aunque, en honor a la
verdad, las sábanas que puso la voluminosa dueña en sustitución de los sudarios
que retiraba, tenían un aspecto casi decente.
La Giralda (Mateo, lápices de color) |
He de confesar que, aquella mañana en
Sevilla, me gustó mucho subir a la Giralda: una rampa sin escalones asciende,
dando quiebros por su interior, a lo más alto y resultaba divertidísimo bajar
corriendo como un loco. A la tercera vez, me detuvo Pichot:
-
¿No se cansa usted nunca de hacer el ganso, Gómez? Suba de nuevo y atienda a la
docta explicación de nuestra cicerone, o disfrute de las preciosas vistas del
centro de Sevilla, y deje de comportarse como un retrasado.
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