Se
nos fue el verano. Lo que en mi pueblo llaman, con una frase insólita de
narices, “el buen tiempo” y eso que el calor no te deja respirar ni siquiera
por la noche… A no ser que tengas aire acondicionado y te sumerjas en las
contradicciones de nuestro modo-de-vida-cada-vez-más-ecológico-y-sostenible…
Pese a estos sinsabores y otros (polvo, sequía, mosquitos, incendios,
contaminación acústica), estamos casi todos de acuerdo en que el verano es una
época alegre, en la que nos sentimos obligados a divertirnos con frenesí, a
viajar empapados de sudor y a tomar las calles durante las breves horas en las que
el astro rey deja de mortificarnos con sus cancerígenos rayos.
Yo atribuyo
semejante preferencia por el estío a que todos los niños y buena parte de los
adultos están de vacaciones. Y las vacaciones son el estado primigenio del ser
humano: según la mitología judeocristiana, dios creó a la primera pareja
(heterosexual, qué previsor) y los puso, de vacaciones vitalicias, en el jardín
del edén, donde siempre era verano, ¿alguien se imagina el paraíso en invierno,
con nieve helada y un viento de esos que acuchillan?
Bueno,
pues un año más hemos sido expulsados del paraíso y aunque, en el clima
extremoso de mi pueblo, los dorados y tibios días de octubre, si el cierzo no
los desbarata, son los mejores del año con diferencia, se viven las últimas
fechas del verano con un sentimiento de pérdida. Para mayor descalabro, aquí el
verano se despide con la celebración de las fiestas mayores: el día 21,
tradicionalmente el del cambio de estación, es también la festividad de san Mateo
apóstol y evangelista, patrono de aduaneros, loteros, estanqueros y
recaudadores de hacienda (es así, no miento). En el lugar donde resido, la
gente lo adora, lo tiene presente todos los días del año, es fanática de sus
sagrados textos: si vienes por aquí, ten cuidado con ponderar el evangelio de
san Lucas, de san Marcos o de san Juan, porque hay mucho forofo y te podrían
hinchar un ojo, vamos, debes declarar, con el más espontáneo testimonio, que
ningún evangelio es tan apasionante, tiene tanto suspense o está tan bien
escrito como el de san Mateo. Menudos somos por aquí.
Y,
como cada año, se ha despedido el verano, las fiestas y la esperanza de
continuar pasándolo bien, con un castillo de fuegos artificiales desde el
Castillo. Un punto final bombástico y ruidoso, al que ponía un silencioso
contrapunto una luna discreta que he acrecentado en las fotos, retocándolas para
que haga más bonito.
Y
para que sirva de metáfora, allí quieta, sobrellevando los últimos coletazos
del jolgorio, para alumbrarnos luego en nuestra travesía por el rutinario
territorio invernal, por el melancólico revés del calendario… Hasta la próxima
temporada. A la que llegaremos si hemos sido cautos con nuestros movimientos, en
una senda apenas iluminada por su luz fantasmal, donde se hace difícil recordar
que cada paso que damos, nos salva la vida.
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