miércoles, 11 de noviembre de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 45

27. MIDNIGHT CALL
Serafín iba a cerrar por fin aquella noche temprano el bar. Faltaba una nutrida parte de la muchachada que habitualmente lo atestaba y podría irse a casa cuando acabara de fregar una decena de vasos que perlaban el mugriento mostrador.
Tomó el hecho de que fueran diez exactamente, como un aviso, una admonición divina. En los últimos tiempos, la senda del vicio que comenzaba delante de su mostrador, le tenía algo absorbido y había descuidado sus deberes, no sólo para con Dios, sino también para con la Virgen María, cuya intercesión en los últimos momentos de la vida de un pecador arrepentido, había salvado una miríada de almas de las garras del mismísimo Lucifer, cuyo amargo rencor, en su república infernal, a no dudar se estaría descargando en los lomos de otros réprobos menos afortunados.

Echó el cerrojo y decidió utilizar los vasos como si se tratase de cuentas de un rosario, “primer misterio de dolor, la Agonía de Jesús en el huerto”, murmuró y abrió el grifo de la pileta, mientras rezaba el Padrenuestro y luego frotó cada vaso con cada Avemaría. Frotó y aclaró, aclaró y secó, desgranando las oraciones distraídamente. Conforme avanzaba en los misterios, su espíritu iba regresando a su territorio favorito: el pecado de la lascivia y el consiguiente arrepentimiento; la culpa cierta y el eventual e impreciso perdón… Volvió a un tibio y oscuro cuartito de la limpieza de muchos años atrás, ¿Qué podía él haber visto en Anacleta? No era joven, no era guapa en modo alguno y no era fogosa, ni ardiente… Ni siquiera cordial con el joven inclusero, a quien había recogido el señor obispo con la intención de que abrazara el orden sacerdotal. Y él, en lugar de eso, desagradecido, había abrazado de forma impúdica a la mujer de la limpieza del palacio episcopal, menuda y redonda como un garbanzo y arisca como una fuina, solo que una fuina en celo… Sus encuentros con ella fueron menudeando y ganando en una dolorosa intensidad, pero apenas intercambiaban unas pocas palabras casuales: “mi marido no me toca. Hace años que no me toca”, le dijo ella un día que había dejado exhausto al joven, a modo de explicación.

Serafín enseguida comenzó a navegar por los tortuosos mares de la culpa: aun siendo bastante inocentón, se daba cuenta de que aquello entrañaba algún tipo de yerro, aunque sólo fuera por el sigilo y el ocultamiento que envolvía aquellos tropiezos anhelantes que, primero lo asustaron un poco, y luego le hacían enfebrecer de ansiedad a tal punto que, el pobre, creyó que se había enamorado de aquella especie de ovillo rugoso, cuya furia sumisa confundía con una ternura y una mansedumbre rayanas, a su modo, en la santidad. Y el obispo, en la inopia.

"Otoño" acuarela de Mateo Lahoz

Una de las reprimendas más ásperas que su conciencia le recalcaba al infortunado muchacho, simple como los pobres de espíritu que Jesús convoca en el sermón de la montaña, era la que martilleaba aquella tórrida tarde de agosto en su cerebro: “una mujer casada, una mujer casada, una mujer casada…” Que, cada ocho o diez repeticiones, se condensaba en una sola palabra, “adulterio”. Cuando llevaba dos horas así, cayó en la cuenta de que el adulterio en cuestión la señalaba como culpable a ella, el sólo era reo de fornicación, lo cual no le consoló en exceso. De pronto se le evidenció la manera de acabar con todo aquello: tenía que confesárselo a su tío, que es como él denominaba al señor obispo. Si era secreto de confesión, éste no lo podría divulgar: despediría a Anacleta y, esto le constaba a Serafín, ella saldría ganando, pues había oído conversar a su tío con algunas de las más principales señoras de la ciudad, que alababan a su asistenta, ponderando que tenía el extenso e intrincado palacio “como los chorros del oro” y solicitando de monseñor que les cediera los servicios de tan valioso tesoro. O sea que, Anacleta, además de salvar su alma, no se iba a quedar en la calle por su culpa. En cuanto a él, pondría su penitencia en manos del señor obispo.
Ya estaba casi seguro de su arrepentimiento, cuando oyó la puerta de la calle abrirse y esto le sorprendió, pues don Ángel se hallaba de visita pastoral en el balneario de Panticosa y no volvería hasta muy tarde. Echó un vistazo y vio con sorpresa que Anacleta atravesaba el patio embaldosado con lo más parecido al garbo que le permitía el bamboleo de sus ancas reumáticas, saludó a Crescencia, el ama del palacio y se encaminó al escobero donde se puso a cacharrear y a hacer ruidos afanosos para llamar la atención de Serafín, cosa que no era necesaria por esta vez.

Serafín reflexionó en su cuartito, habían tenido un desvaído revolcón esa misma mañana. El muchacho había vuelto a advertir a su querida algo ausente, como ocurría siempre durante estos últimos días, cosa que él achacaba al calor sofocante y no a falta de apasionamiento, el cual por su parte había pasado de fogoso a abrasador. Era muy raro que ella volviera para dispensarse otro achuchón, fuera de su horario de faenas, cosa que podía despertar la suspicacia de Crescencia, pues la pobre era más alcahueta que beata y ambas cosas en grado superlativo. Además estaba lo de su categórico arrepentimiento… Serafín decidió bajar y colarse como una sombra sigilosa en el cuartito, como hacía siempre, para dispensarse un último revolcón, el de la despedida: le pediría que le masajease allí, donde ella sabía, con sus tetas ciclópeas y se derramaría sobre ellas, pidiendo perdón al Señor y jurando a la Santísima Virgen tomar ejemplo de su inmaculada castidad para el resto de sus días miserables de expiación sin límites.

"El Paseo" lámina de Teo Gómez. Pichot le puso un 3'8

Cuando, apenas un fantasma solapado, cerró la puerta del cuartito por dentro, buscando a tientas el velludo foco de sus anhelos, Anacleta le soltó un soplamocos que le dejó marcadas en la cara hasta las huellas dactilares:

 - ¡Desgraciao! ¡Engreído! ¡Chuloputas! – Le siseó, tomándole de una oreja como si fuera a masticársela - ¡Con esta ya van dos faltas, te has lucido!

 - Co… Co… ¿Cómo? – repuso Serafín que no había comprendido nada y se había mordido la lengua con el sopapo.

 - ¡Que me has dejao preñada, sinvergüenza!

 - Baja la voz, que se va a enterar Crescencia.

 - ¡Ya lo sabe!

 - Pero entonces se lo dirá al señor obispo…

 - ¡Ya lo sabe también!

Unos pocos minutos le fueron suficientes a Serafín para comprender el alcance de su sentencia: su tío, que ya había sido puesto al corriente por la propia Anacleta, no sólo había perdonado su flaqueza, sino que había conseguido persuadirla de que diera a luz al niño en el seno del santo matrimonio, aprovechando que su marido era un borrachín a jornada completa, que no sabría si había tenido relaciones con su esposa incitado por el demonio del alcohol, o no las había tenido y era un suceso similar al acaecido a la santa Virgen. En todo caso, lo que nunca podría pasársele siquiera por las mientes, es que el adefesio rasposo que era su parienta había tenido una aventura fuera del matrimonio, como si la muy pazpuerca fuera la mismísima Ava Gardner. El señor obispo había resuelto que las mujeres son débiles y la culpa es de la obstinada concupiscencia del hombre, el cual, tras cercarlas, las acomete con su rejo lujurioso. Pobre señor obispo, dijo Anacleta, es que no sabe nada del mundo.

Así que el sacrificado era el dilecto sobrino que, caído en desgracia y testigo molesto, además de actor que encarnaba al villano del enredo, debía desaparecer para siempre y consagrar a la penitencia el resto de sus días. A don Ángel se le partía el corazón, claro, pero si se trataba de recomponer el rompecabezas él, Serafín, era la pieza sobrante. Su tío había decidido que el joven marcharía sin pérdida de tiempo y tomaría las órdenes menores en un monasterio benedictino a más de cuatrocientos kilómetros de allí, en el alto Pisuerga, donde quedaría confinado hasta que su ejemplar conducta le hiciera acreedor a algún tipo de promoción en la jerarquía eclesiástica…

Diecisiete años más tarde, Serafín se sacudió el sopor en la barra de El Arcángel. Se había quedado traspuesto y uno de los vasos, mil veces fregoteado, se le escurrió y se hizo añicos tras el mostrador. Unos golpes perentorios hacían temblar los cristales en la puerta del local.

 - ¡Está cerrado! – Gritó con voz soñolienta.

"El Arcángel" apunte de Mateo Lahoz

Los golpes se repitieron y esta vez hicieron crujir la madera de la gruesa puerta.

 - ¡Que está cerrado! – Vociferó Serafín otra vez. Llamaron algún tiempo más, cada vez con menor fuerza, pero ya no se molestó en contestar. A toda prisa recogió los vasos, barrió los cristales rotos, puso cervezas y refrescos en los frigoríficos, echó un chorro de lejía en el retrete, desconectó las últimas luces que bañaban el local en una penumbra brumosa y, apenas veinte minutos después de ver interrumpido su ensueño, salió a la fresca calle.

Le sorprendió ver a escasos metros el carrito de reparto de Emeterio: el hombre era incorregible, seguro que era él el que había llamado. Y a menudas horas.
Le pareció ver un voluminoso bulto, a un lado bajo el carrito, algo que se había olvidado de repartir, seguro.
Se acercó y tanteó con el pie: se sobresaltó al ver que era el propio Emeterio, ovillado en la acera, estaba inmóvil y bastante frío. Y no tenía pulso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario