27. MIDNIGHT CALL
Serafín iba a cerrar por fin aquella noche
temprano el bar. Faltaba una nutrida parte de la muchachada que habitualmente
lo atestaba y podría irse a casa cuando acabara de fregar una decena de vasos
que perlaban el mugriento mostrador.
Tomó el hecho de que fueran diez exactamente,
como un aviso, una admonición divina. En los últimos tiempos, la senda del
vicio que comenzaba delante de su mostrador, le tenía algo absorbido y había
descuidado sus deberes, no sólo para con Dios, sino también para con la Virgen
María, cuya intercesión en los últimos momentos de la vida de un pecador
arrepentido, había salvado una miríada de almas de las garras del mismísimo
Lucifer, cuyo amargo rencor, en su república infernal, a no dudar se estaría
descargando en los lomos de otros réprobos menos afortunados.
Echó el cerrojo y decidió utilizar los vasos
como si se tratase de cuentas de un rosario, “primer misterio de dolor, la
Agonía de Jesús en el huerto”, murmuró y abrió el grifo de la pileta, mientras
rezaba el Padrenuestro y luego frotó cada vaso con cada Avemaría. Frotó y
aclaró, aclaró y secó, desgranando las oraciones distraídamente. Conforme
avanzaba en los misterios, su espíritu iba regresando a su territorio favorito:
el pecado de la lascivia y el consiguiente arrepentimiento; la culpa cierta y
el eventual e impreciso perdón… Volvió a un tibio y oscuro cuartito de la
limpieza de muchos años atrás, ¿Qué podía él haber visto en Anacleta? No era
joven, no era guapa en modo alguno y no era fogosa, ni ardiente… Ni siquiera
cordial con el joven inclusero, a quien había recogido el señor obispo con la
intención de que abrazara el orden sacerdotal. Y él, en lugar de eso,
desagradecido, había abrazado de forma impúdica a la mujer de la limpieza del
palacio episcopal, menuda y redonda como un garbanzo y arisca como una fuina,
solo que una fuina en celo… Sus encuentros con ella fueron menudeando y ganando
en una dolorosa intensidad, pero apenas intercambiaban unas pocas palabras
casuales: “mi marido no me toca. Hace años que no me toca”, le dijo ella un día
que había dejado exhausto al joven, a modo de explicación.
Serafín enseguida comenzó a navegar por los
tortuosos mares de la culpa: aun siendo bastante inocentón, se daba cuenta de
que aquello entrañaba algún tipo de yerro, aunque sólo fuera por el sigilo y el
ocultamiento que envolvía aquellos tropiezos anhelantes que, primero lo
asustaron un poco, y luego le hacían enfebrecer de ansiedad a tal punto que, el
pobre, creyó que se había enamorado de aquella especie de ovillo rugoso, cuya
furia sumisa confundía con una ternura y una mansedumbre rayanas, a su modo, en
la santidad. Y el obispo, en la inopia.
"Otoño" acuarela de Mateo Lahoz |
Una de las reprimendas más ásperas que su
conciencia le recalcaba al infortunado muchacho, simple como los pobres de
espíritu que Jesús convoca en el sermón de la montaña, era la que martilleaba
aquella tórrida tarde de agosto en su cerebro: “una mujer casada, una mujer casada,
una mujer casada…” Que, cada ocho o diez repeticiones, se condensaba en una
sola palabra, “adulterio”. Cuando llevaba dos horas así, cayó en la cuenta de
que el adulterio en cuestión la señalaba como culpable a ella, el sólo era reo
de fornicación, lo cual no le consoló en exceso. De pronto se le evidenció la
manera de acabar con todo aquello: tenía que confesárselo a su tío, que es como
él denominaba al señor obispo. Si era secreto de confesión, éste no lo podría
divulgar: despediría a Anacleta y, esto le constaba a Serafín, ella saldría
ganando, pues había oído conversar a su tío con algunas de las más principales
señoras de la ciudad, que alababan a su asistenta, ponderando que tenía el
extenso e intrincado palacio “como los chorros del oro” y solicitando de
monseñor que les cediera los servicios de tan valioso tesoro. O sea que,
Anacleta, además de salvar su alma, no se iba a quedar en la calle por su
culpa. En cuanto a él, pondría su penitencia en manos del señor obispo.
Ya
estaba casi seguro de su arrepentimiento, cuando oyó la puerta de la calle
abrirse y esto le sorprendió, pues don Ángel se hallaba de visita pastoral en
el balneario de Panticosa y no volvería hasta muy tarde. Echó un vistazo y vio
con sorpresa que Anacleta atravesaba el patio embaldosado con lo más parecido
al garbo que le permitía el bamboleo de sus ancas reumáticas, saludó a
Crescencia, el ama del palacio y se encaminó al escobero donde se puso a
cacharrear y a hacer ruidos afanosos para llamar la atención de Serafín, cosa que
no era necesaria por esta vez.
Serafín reflexionó en su cuartito, habían tenido
un desvaído revolcón esa misma mañana. El muchacho había vuelto a advertir a su
querida algo ausente, como ocurría siempre durante estos últimos días, cosa que
él achacaba al calor sofocante y no a falta de apasionamiento, el cual por su
parte había pasado de fogoso a abrasador. Era muy raro que ella volviera para
dispensarse otro achuchón, fuera de su horario de faenas, cosa que podía
despertar la suspicacia de Crescencia, pues la pobre era más alcahueta que
beata y ambas cosas en grado superlativo. Además estaba lo de su categórico
arrepentimiento… Serafín decidió bajar y colarse como una sombra sigilosa en el
cuartito, como hacía siempre, para dispensarse un último revolcón, el de la
despedida: le pediría que le masajease allí, donde ella sabía, con sus tetas
ciclópeas y se derramaría sobre ellas, pidiendo perdón al Señor y jurando a la
Santísima Virgen tomar ejemplo de su inmaculada castidad para el resto de sus
días miserables de expiación sin límites.
"El Paseo" lámina de Teo Gómez. Pichot le puso un 3'8 |
Cuando, apenas un fantasma solapado, cerró la
puerta del cuartito por dentro, buscando a tientas el velludo foco de sus
anhelos, Anacleta le soltó un soplamocos que le dejó marcadas en la cara hasta
las huellas dactilares:
- ¡Desgraciao!
¡Engreído! ¡Chuloputas! – Le siseó, tomándole de una oreja como si fuera a
masticársela - ¡Con esta ya van dos faltas, te has lucido!
- Co… Co…
¿Cómo? – repuso Serafín que no había comprendido nada y se había mordido la
lengua con el sopapo.
- ¡Que me
has dejao preñada, sinvergüenza!
- Baja la
voz, que se va a enterar Crescencia.
- ¡Ya lo
sabe!
- Pero
entonces se lo dirá al señor obispo…
- ¡Ya lo
sabe también!
Unos pocos minutos le fueron suficientes a
Serafín para comprender el alcance de su sentencia: su tío, que ya había sido
puesto al corriente por la propia Anacleta, no sólo había perdonado su
flaqueza, sino que había conseguido persuadirla de que diera a luz al niño en
el seno del santo matrimonio, aprovechando que su marido era un borrachín a
jornada completa, que no sabría si había tenido relaciones con su esposa
incitado por el demonio del alcohol, o no las había tenido y era un suceso
similar al acaecido a la santa Virgen. En todo caso, lo que nunca podría
pasársele siquiera por las mientes, es que el adefesio rasposo que era su
parienta había tenido una aventura fuera del matrimonio, como si la muy
pazpuerca fuera la mismísima Ava Gardner. El señor obispo había resuelto que
las mujeres son débiles y la culpa es de la obstinada concupiscencia del
hombre, el cual, tras cercarlas, las acomete con su rejo lujurioso. Pobre señor
obispo, dijo Anacleta, es que no sabe nada del mundo.
Así que el sacrificado era el dilecto sobrino
que, caído en desgracia y testigo molesto, además de actor que encarnaba al
villano del enredo, debía desaparecer para siempre y consagrar a la penitencia
el resto de sus días. A don Ángel se le partía el corazón, claro, pero si se
trataba de recomponer el rompecabezas él, Serafín, era la pieza sobrante. Su
tío había decidido que el joven marcharía sin pérdida de tiempo y tomaría las
órdenes menores en un monasterio benedictino a más de cuatrocientos kilómetros
de allí, en el alto Pisuerga, donde quedaría confinado hasta que su ejemplar
conducta le hiciera acreedor a algún tipo de promoción en la jerarquía
eclesiástica…
Diecisiete años más tarde, Serafín se sacudió el
sopor en la barra de El Arcángel. Se había quedado traspuesto y uno de los
vasos, mil veces fregoteado, se le escurrió y se hizo añicos tras el mostrador.
Unos golpes perentorios hacían temblar los cristales en la puerta del local.
- ¡Está
cerrado! – Gritó con voz soñolienta.
"El Arcángel" apunte de Mateo Lahoz |
Los golpes se repitieron y esta vez hicieron
crujir la madera de la gruesa puerta.
- ¡Que
está cerrado! – Vociferó Serafín otra vez. Llamaron algún tiempo más, cada vez
con menor fuerza, pero ya no se molestó en contestar. A toda prisa recogió los
vasos, barrió los cristales rotos, puso cervezas y refrescos en los
frigoríficos, echó un chorro de lejía en el retrete, desconectó las últimas
luces que bañaban el local en una penumbra brumosa y, apenas veinte minutos
después de ver interrumpido su ensueño, salió a la fresca calle.
Le sorprendió ver a escasos metros el carrito de
reparto de Emeterio: el hombre era incorregible, seguro que era él el que había
llamado. Y a menudas horas.
Le pareció ver un voluminoso bulto, a un lado bajo
el carrito, algo que se había olvidado de repartir, seguro.
Se acercó y tanteó
con el pie: se sobresaltó al ver que era el propio Emeterio, ovillado en la acera,
estaba inmóvil y bastante frío. Y no tenía pulso.
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