Se conoce como dolor metafísico aquél que
experimenta el ser humano al tomar conciencia de su limitada condición,
asediada por las carencias (aunque tengas un chalet con cuatrocientos cuartos
de baño) y propensa al tedio, al hastío y a la insatisfacción (que no remedia
ni la farlopa de mejor calidad).
Este desdichado anhelo, acomete al
refugiado sirio, que escapa de los esbirros de Alá para venirse acá, o mejor, a
Alemania, y es experimentado por el millonario californiano que se baña en una
piscina privada olímpica cuando, al salir del agua, descorcha una botella de
Dom Pérignon Vintage, puesta a refrescar en un cubo de hielo.
Es un dolor sin remedio: puedes vanamente
combatirlo, con la serena meditación o el más festivo de los aturdimientos, lo
que te dé mejor resultado. Se logra ahuyentar mínimamente unos instantes, en
los que permanece en los márgenes de la consciencia, como un ruido de fondo, y
luego regresa triunfante a exigir su tributo: la angustia.
Particularmente, soy más dado a la
contemplación. Y estos cielos de otoño me ofrecen un magnífico motivo, de ahí
que los comparta.
Mirando el cielo cambiante de algún
revuelto atardecer, consigo olvidar que, tras el espectáculo de luz y color que
brindan las nubes jugando al escondite con el sol, más allá, está el
inabarcable firmamento, el espacio ilimitado donde nada somos y nada
significamos.
Y más allá, más lejos de nuestro alcance,
el paraíso que, seamos serios, nadie debería habernos prometido. Dado que no soy
creyente, el paraíso me hace mucha gracia y evapora parte de mi angustia en una
leve hilaridad: noche tras noche, mil años con cada una de aquellas huríes que
me hayan sido destinadas, sin que ellas pierdan nunca su virginidad, vaya un
encargo a mis años…
O una eternidad viendo a dios, cara a
cara, si cuando aún iba a misa se me hacía una hora increíblemente larga… En
fin, confiemos en que, más allá del firmamento, la divina presencia que
contempla el fallido ensayo humano, decida que no vale la pena preservar
semejante especie y destine el paraíso a… sus fieles cigüeñas, por ejemplo. Y a
nosotros que nos deje sumidos en el embrutecimiento del bienestar terrenal,
para lo que bastaría con mejorar los programas de televisión y hacer más
eficaces los analgésicos usuales.
Estos dos párrafos anteriores, los
considero una oración personal, un padrenuestro en plan lerdo.
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