Un lector de “La Pequeña Ciudad
Episcopal…” que confundía este relato que voy tejiendo allí con una especie de
memorias de juventud, ya que la mía transcurrió también en Jaca, me hizo la
observación de que en la historia “salían muchos trenes”. Bueno, es verdad,
siento amor y odio por el tren y, en consideración a tan poderosos
sentimientos, relataré, en esta entrada y la próxima, la “verdadera historia” de
mi vasallaje con este, entre nosotros, ultrajado medio de transporte.
Cuando niño, viajaba en tren con mucha
frecuencia por un par de motivos que no creo haber referido en estas páginas.
Mi familia vivía en Jaca, asomaban los felices sesenta y a mi padre le salió un
trabajo de aserrador en una serrería de Sabiñánigo. El trabajo venía con
derecho a vivienda, una de la empresa, donde también se asentaba la oficina del
escribiente: habitábamos un piso grande, sin
una de las habitaciones que, en horario laboral, nos obsequiaba con un incesante
repiqueteo de máquina de escribir. Decidimos no levantar la casa de Jaca:
Viviríamos de lunes a sábado en Sabiñánigo y del mediodía del sábado a la tarde
del domingo, en Jaca, que era más chic (!)
Nuestro piso de Sabiñánigo se alzaba al
lado de la vía del tren, a menos de cinco minutos de la estación. El tren subía
desde Zaragoza y tenía su hora de llegada a la localidad a las doce del
mediodía, instante preciso en el que mi madre me solía mandar a la estación a
preguntar con cuánto retraso venía, mientras ella iba terminando las faenas de
la casa y el equipaje. “Hoy trae media hora”, “han avisado de que lleva hora y
cuarto de retraso”… Parece un procedimiento aventurado pero, en tres años,
perdimos el tren dos veces, es decir sólo en dos ocasiones fue lo bastante
puntual para dejarnos en tierra.
Las locomotoras eran de vapor, negras
como el rey Baltasar, y dejaban las sábanas que mi madre había puesto a secar
en el balcón de la cocina tiznadas de una carbonilla aceitosa. En invierno
hacía tanto frío que las sábanas, en lugar de secarse, se helaban y se quedaban tiesas como hojaldres y como hojaldres se
quebraban si las doblabas. Ennegrecidas y rotas, pobre madre.
El trayecto entre Sabiñánigo y Jaca, unos
dieciocho kilómetros, duraba alrededor de media hora, incluía una parada en la
estación de Navasa, donde nunca subía ni bajaba nadie. Había, en aquel tren que
la gente llamaba “el canfranero”, vagones de primera, segunda y tercera clase.
Estos últimos tenían los bancos de madera, los de segunda estaban tapizados en
un plástico con tendencia a agrietarse y escupir una espuma esponjosa y rancia.
Los de primera no lo sé, nunca viajábamos en primera.
El nombre de “canfranero” aludía a que el
convoy llegaba a la estación internacional de Canfranc, uno de los edificios
más lujosos (junto con el del Pilar) que yo vi de pequeño. Ahí se podía enlazar
con los trenes a Pau y, desde aquí, al resto de Francia.
Y esto me lleva al segundo motivo que me
hacía usuario del ferrocarril, en aquella época donde no se había
democratizado, no ya el avión, sino siquiera el automóvil, el “coche
particular” según le llamaban entonces. Tal motivo procedía de que mis abuelos
paternos vivían en Francia, exiliados a consecuencia de la Guerra Civil. Ir a
verlos hasta la Auvernia, en el centro del país vecino, era un viaje en el
tiempo, una incursión en la libertad, una odisea ferroviaria, un veraneo
asequible para mi familia y muchas otras cosas de índole más personal: algunos
de los veranos más dichosos de mi infancia y primera juventud transcurrieron
tras este desplazamiento de unos mil kilómetros en tren. Por eso tengo el
inconsciente poblado de locomotoras, igual que otros han soñado cuando eran
niños con caballos.
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