Estas encinas que he tenido la ocurrencia
de fotografiar se afianzan en las rocas del mismo modo que nosotros nos
aferramos a… ¿qué? Ay amigo, si lo supiera, en vez de estar haciendo filosofía
barata en esta página de mongólogo interior, estaría escribiendo un libreto para
Broadway, con el título de “Qué bello es vivir 2”, mientras un productor
andaría buscando una réplica de James Stewart con el sex-appeal adaptado a los
gustos actuales (una especie de maltratador desaliñado pero tierno, con
tatuajes en la chepa, ¿o ya está pasada de moda esa pinta? Tendré que hojear
alguna revista de actualidad para ver anuncios de desodorante masculino, antes
de seguir diciendo indocumentadas necedades…
Volviendo a las encinas, que aquí llamamos
carrascas, he de decir que, personalmente, encuentro que se trata de seres
vivos fascinantes, con los que tiendo a identificarme mucho más que, pongamos,
con los alcornoques. ¿Y por qué? Las carrascas son unos sólidos árboles de hoja
perenne, muy parcos en sus necesidades vitales y detentadores, hasta donde yo
sé, de una utilidad muy escasa: ni su madera es particularmente apreciada, ni
su fruto convoca la rapiña de ningún gourmet, ni su sombra es nada del otro
mundo...
Por ejemplo cuando, en verano, intento
frenar el sofoco bajo uno de estos poderosos árboles, apenas me da la sensación
de proporcionar frescor y su copa cobija miríadas de latosísimos insectos; el
suelo pedregoso y árido, erizado de hierbas ásperas y secas, no invita a yacer
cómodamente: es como si la carrasca ejerciera la voluntad de privarse de la
cercanía de un indeseable como yo, cosa que le aplaudo…
Pero lo que más me admira, claro, es su
terca decisión de asentarse y sobrevivir, incluso en estas intemperies tan
adversas de las llanuras y somontanos altoaragoneses. Desafía a un sol que
evapora las piedras, a las nieblas, a las heladas, a la tenaz sequía y a un
viento que sopla por aquí, capaz de desplazar una excavadora hasta el barranco
más próximo. De ser necesario, sus raíces se hincan en la roca, llegando a
quebrarla como si fuera hojaldre…
Su pertinacia admirable me impulsa a
llenarme, ahora cuando caigan, los bolsillos de bellotas y, el día que llueva y
el terreno esté blando por unas horas, enterrarlas aquí y allá, en los confines
de mis paseos para ver si, andando el tiempo, alguna brota y me llena de
paternal e insensato orgullo…
Y como dicen que una imagen vale más que
mil palabras, pongamos que, si la imagen te sale a ochenta céntimos, no esperes
más de dos euros por diez mil palabras, así que, por esta vez, lo dejaremos
aquí en 475 palabras, nueve céntimos y medio, no me extraña que nadie pueda vivir de
periodista (y tengan que malvenderse al poder). En cambio, las espartanas carrascas
podrían vivir de lo que escribieran, si les diera por ahí.
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