Ante el éxito masivo (casi tres lectores)
de la entrada “La Capilla Sixtina Del Expresionismo Abstracto”, publicada en
noviembre de 2012, cuando este blog proyectaba dedicarse a rescatar del olvido,
la indiferencia y la incomprensión a relevantes artistas plásticos del siglo
XX, volvemos a la figura, apenas conocida y muy poco valorada, de Gennady
Artayev.
Como sabemos, el genial pintor kazajo
consagró su existencia al cultivo del expresionismo abstracto y topó con la insensibilidad,
el desprecio y el ánimo hostil de las autoridades soviéticas, cuya inquina
destruyó, por acción u omisión, la práctica totalidad de la obra incomparable
de este francotirador de la pintura no figurativa, siendo poquísimos las
muestras de su talento descomunal que han llegado hasta nosotros, preservadas
de la labor destructiva de sus, tan concienzudos como poderosos, enemigos.
Ignoramos por qué medio llega Artayev, a
mediados de 1988, a la ciudad de Nueva York, capital artística del mundo
occidental, también llamado “libre” en honor de sus taxistas. El pintor contaba
con algunos admiradores en la metrópoli neoyorquina, que habían facilitado su
salida de la agonizante URSS, con la intención de que el talento del genio
pudiera ser exprimido económicamente en el hipermercantilizado mundillo
artístico de la Gran Manzana.
Sin contar con que Artayev, en aquella
época, ya estaba sordo, completamente alcoholizado y sufría delirios paranoicos
(no tan controlables mercantilmente como los de Dalí), los que le habían
brindado su apoyo se toparon con que no era un animal de galerías artísticas:
las dimensiones de unos bocetos que el artista llevó a cabo en las tapias de
una fábrica abandonada en Queens, desanimaron a los que proyectaban una
exposición en la Forum Gallery.
El menor de sus once bocetos se extendía
por un muro de 8 por 15 metros y el artista se había obstinado en que aquello
eran miniaturas en escala 1:16, con lo que las obras definitivas, además de
tener un coste material conjunto similar al del Taj Mahal, no cabrían en sala
alguna, en el muy dudoso supuesto de que algún galerista o promotor se
aventurara a tratar con aquel chiflado, que bebía a morro de una botella de
alcohol metílico y se caía continuamente, ora por las trompas, ora por los
vértigos, de las cestas elevadoras alquiladas para permitirle pintar las partes
altas de sus ciclópeos murales, en algunos de los cuales fue necesario también
alquilar camiones cisterna, provistos de mangueras, con las que se daban fondos
grumosos, imprimaciones y capas de pintura muy espesas.
Por otra parte, su salud iba de mal en
peor y el golpe definitivo se lo dio la empresa Fudge & Cobblers Ltd. que
compró la fábrica donde Artayev estaba pintando sus bocetos, obtuvo todos los
permisos y derrumbó los muros de la gigantesca factoría, sobre la que el
artista no tenía derecho alguno, para construir viviendas sociales, dejando
apenas tiempo de obtener testimonios fotográficos de los once bocetos. Los
abogados de la constructora pactaron con los socios financieros de Artayev una
indemnización de 800 dólares y éste convirtió su parte en vodka, lo cual le
ocasionó un coma etílico que aconsejó su abandono en un hospital de la
beneficencia.
Los socios protectores de Artayev
trataron de enjuagar pérdidas imprimiendo camisetas con las fotografías de las
obras malogradas, pero éste, a la salida del hospital, los demandó,
consiguiendo que un juez dictaminara la destrucción de los stocks antes de ser distribuidos
para la venta y la devolución de las fotografías originales al autor de las
pinturas, el cual las extravió en el metro. Sólo quedó un lote, de talla XXL, que
Artayev arrastró en su miserable vida posterior por las cloacas de la gran
urbe. Le quedaban tan grandes, que parecía un sabanazas.
Sus protectores de antaño hicieron un
último esfuerzo financiero para conseguir que una banda juvenil, por un módico
precio, dispensara una paliza aceptable, con politraumatismos llevaderos
(tarifa 6) al infortunado artista. Ese es el motivo de que uno de los bocetos
muestre salpicaduras de sangre seca, al margen de la roña que todos comparten.
Y es que las camisetas fueron halladas por un trapero en un solar abandonado de
la calle 135 hacia el año 1994.
Tras la muerte de Artayev en 2008, sin
familia ni herederos, hay que esperar todavía un par de años para que resurja
el interés por su obra pictórica. Y no es hasta 2011 cuando se verifica la
autenticidad de los bocetos impresos en las camisetas, ahora propiedad del
fondo artístico financiado con donaciones de la empresa Fudge & Cobblers
Ltd. que tasa cada ejemplar en 600.000 $, aunque a día de hoy, de ser
subastadas en el mercado artístico, triplicarían esta suma.
Para su contemplación, facilitada en
exclusiva por Entusiasco, hay que tener en cuenta que los bocetos se salvan en unos tejidos muy deteriorados por el rozamiento, el tiempo, el sudor y la
mugre, donde no ha habido manera de recuperar la vivacidad y la belleza
originales.
Sin dejar de mencionar que son
reproducciones parciales de pinturas que cubrían paredes enormes, antes de su
demolición. Seguimos sin tener suerte en lo referente a la conservación de la
obra inmensa de este inmenso artista, Gennady Artayev, d.e.p.
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